Pragmatismos (1): La posguerra contra la certeza

Nueva York. Sábado, 22 de octubre de 2016

Las primeras 2.500 copias publicadas en Nueva York del Origen de las especies volaron enseguida, y cambiaron la mentalidad de una generación de intelectuales, científicos y políticos que orbitaba en torno a las grandes familias de Boston. Son la generación que inaugurará la era moderna de los Estados Unidos, la era que empezó, un año más tarde, en 1861, con la Guerra Civil y su millón de muertos— incluyendo al 8% de todos los hombres blancos de entre 13 y 43 años. Desde la comodidad del presente, estos dos acontecimientos se ven como una victoria del orden sobre el caos, y produce uno de aquellos placeres morales que nos permiten sentirnos en el lado blanqueado de la historia. Pero si Darwin enseñó alguna cosa a estos intelectuales es que el azar y la incertidumbre prevalecen sobre la dirección. La historia no va a ningún sitio. Contra las apariencias, es la lección que les enseñó también la guerra, aunque la ganaron y pudieron decirse, y hasta hoy, que la hicieron para liberar a los esclavos.

La verdad es que las familias poderosas de Boston eran mayoritariamente racistas y favorables a no tocar las narices a los propietarios de esclavos del Sur, en parte porque el algodón que recogían los esclavos lo tejían las industrias del Norte, y después se volvía a vender en el Sur en forma de producto acabado. Perder el Sur era una catástrofe económica para los industriales, mientras que los obreros temían que con la liberación de los esclavos caerían los sueldos. Temían la secesión más de lo que les asqueaba la esclavitud. Los abolicionistas eran vistos como unos marginales disidentes y antipolíticos, dispuestos a poner en peligro el modus vivendi de la clase industrial y mercantil por unos ideales fanáticos. Es cierto que los biempensantes no querían instaurar la esclavitud en el Norte, pero tampoco querían negros estudiando en Harvard, y creían que más valía ir reformando poco a poco las cosas, de manera tal que con tiempo y paciencia la esclavitud se acabaría disolviendo sola. Es la época en que las mentes que buscaban la moderación crearon el American Colonization Society, dedicada a defender y financiar la idea de que lo mejor que se podía hacer era educar a una generación de negros a fin de que lideraran el retorno a África de todos los esclavos.

De hecho, hasta exactamente el comienzo de la guerra, los ideales unionistas del Norte y los ideales anti-esclavitud se veían como incompatibles y las facciones que los representaban se enfrentaban, incluso violentamente, por la hegemonía del discurso político, en una batalla intelectual que iría ganando intensidad durante toda la década de los 1850s.

Los unionistas eran partidarios de respetar las instituciones del Sur, eso es, la esclavitud, y de aceptar algún tipo de acuerdo con el fin de solucionar los dos grandes conflictos que los dividían: la cuestión de los nuevos territorios conquistados hacia el Oeste —¿tiene que ser permitida la esclavitud?—, y la de los esclavos huidos hacia el Norte —¿se les tiene que detener y retornar a sus propietarios?—. Los abolicionistas tenían una postura clara y granítica respecto de las dos preguntas: no y no. Despreciaban a los unionistas que ponían el interés personal por delante de lo que es correcto, y consideraban cualquier cosa que no fuera la abolición de la esclavitud el equivalente a un pacto con el diablo. Y eso, naturalmente, atizaba el fuego de la secesión del Sur, lo que ya les parecía bien: si tu mano peca, córtatela. La República no podía permitirse seguir condonando el trabajo forzado de una raza. Los unionistas se hacían los escandalizados con la pureza moral de estos fanáticos y buscaban maneras de acomodar las visiones de todo el mundo, por el bien de la industria y el mercado donde vendían los productos.

El héroe de los unionistas de Boston era un político llamado Daniel Webster, quien defendió en el Senado la virtud de la unión por encima del vicio de la secesión en un famoso discurso que abriría la puerta al «compromiso de 1850». Este ‘compromiso’ arregló las dos cuestiones conflictivas a favor de los estados del Sur. En particular, la Fugitive Slave Law de 1850 no sólo insistía en que la propiedad de un esclavo no se perdía cuando un fugitivo cruzaba la frontera entre un estado esclavista y uno de no esclavista, —cosa vigente desde finales del XVIII- sino que convertía la detención y retorno del fugitivo en una obligación del gobierno federal, de manera tal que los esclavistas podían exigir la cooperación de los marshals y los jueces federales para recuperar a los esclavos, ignorando las autoridades locales y las Liberty Laws de los estados del Norte. Esta fue la ley que radicalizó al Norte, no porque creyeran que era un peligro para la libertad de los negros fugitivos del Sur, sino porque creían que ponía en peligro la libertad de los blancos del Norte. Así, empezó a aparecer un nuevo tipo de gente: quien se oponía al cumplimiento de la ley sin ser un abolicionista declarado. Este hecho, sin embargo, abrió las compuertas para hacer más poroso el discurso abolicionista y lo sacó de la marginalidad. Claramente, el Sur no era ya sólo un problema moral, sino también un problema político que amenazaba la libertad personal.

El movimiento abolicionista había nacido del impulso de renacimiento religioso llamado «El Segundo Gran Despertar», un movimiento evangélico, injertado de romanticismo, que se extendió por Nueva Inglaterra y el norte del estado de Nueva York entre 1800 y 1840, engendrando todo tipo de grupos, sectas, iglesias y comunidades utópicas, a menudo en defensa de la igualdad de razas y de sexos, entre otros radicalismos, y de la que salieron los mormones, —hoy el grupo religioso conservador más opuesto a Donald Trump. En aquel momento serían el producto del mundo decimonónico del post-Calvinismo: si el Calvinismo desconfiaba del individuo, los post-calvinistas lo ponían en el centro y les preocupaba la autoridad moral de la propia conciencia. Las convicciones lo eran todo. Eran, por lo tanto, anti-institucionales, anti-políticos, y muy radicales.

El líder nominal de los abolicionistas religiosos era un pacifista llamado William Lloyd Garrison, que tenía por costumbre quemar constituciones en público y tenía un diario, el Liberator, que llevaba de subtítulo: «La Constitución de los Estados Unidos es un pacto con la muerte y un acuerdo con el infierno». No eran el tipo de gente que tenía paciencia con los moderados. Según Garrison, «la experiencia de dos siglos ha mostrado que el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica». También había activistas más politizados y más socialmente aceptables, como Wendell Philips, el hijo de un exalcalde de Boston, a quien su familia quiso ingresar en un manicomio por abolicionista; o el impresor Elijah Lovejoy, que fue asesinado a tiros por un grupo de unionistas en 1837 —el fiscal del distrito afirmó que los asesinos eran patriotas. Pero no desfallecieron y poco a poco se fue abriendo la rendija ideológica.

Incluso Ralph Waldo Emerson, el Nietzsche norteamericano, pasó de hablar del asesinato del impresor en términos de ataque a la libertad de prensa, (eso es, de distanciarse de los freaks por miedo de ser parte de un grupo monolítico y gregario), a ser uno de los grandes defensores de la abolición muy poco después. Si bien es cierto que la decantación general venía no por la moralidad de la esclavitud sino por el equilibrio de poderes norte-sur, los acontecimientos y la instransigencia sureña removían conciencias, y como más conflictiva era la relación más corrupta parecía la esclavitud.

En 1854, el fugitivo Anthony Burns fue detenido en Boston y devuelto a su propietario. Los abolicionistas intentaron liberarlo, como habían hecho con otros prisioneros. En el intento —fallido— un agente federal murió, y cuatro líderes abolicionistas fueron detenidos. La imagen del gobierno federal dando apoyo a los esbirros de los esclavistas en medio de una revuelta sangrienta en Boston hizo abrir los ojos a mucha gente. «Fuimos a dormir una noche como conservadores de la vieja escuela, —dijo el hijo de un industrial del textil—, y nos levantamos siendo abolicionistas radicales».

 

II

Entre los abolicionistas había un chico de quien quiero hablar poco a poco. Tenía un nombre rimbombante, Oliver Wendell Holmes Jr, y un padre médico, poeta, conferenciante, líder civil, y catedrático de Harvard con el mismo nombre. Y unionista. Holmes Jr. representaba la nueva generación de jóvenes brillantes dispuestos a seguir las directrices individualistas y al mismo tiempo morales de Emerson hasta las últimas consecuencias. Románticos hijos de las convicciones. Espiritualismo sin religión. Cree en ti mismo, experimenta la vida, busca la revelación del infinito desde tu yo. Holmes Jr. se involucró en el anti-esclavismo justo en el momento en que el movimiento se volvió violento: finales de los 50s. Un tal John Brown fue el artífice; se convirtió en la metáfora de la guerra que tenía que venir. En 1856 secuestró a cinco colonos esclavistas que se habían instalado en Kansas y les abrió los cráneos con un sable. En 1859 inició la invasión del Sur, entrando en Virginia con 21 hombres para sembrar el caos. Para los moderados y para los sureños, Brown era una pesadilla hecha realidad: un blanco matando para liberar a los negros. Para los abolicionistas, incluido ahora ya sí el mismo Emerson, era un héroe, un santo, el hombre que hizo probar la sangre al antiesclavismo. Lo colgaron.

Homes Jr. hacía de voluntario del servicio de orden de los líderes abolicionistas justo en los meses anteriores a las elecciones de 1860, las que ganó Lincoln gracias al Norte y perdiendo todos los estados del Sur. Los propietarios del Sur cancelaron los pedidos a las fábricas del Norte, hubo rebajas de sueldos y huelgas obreras. En enero, antes de que Lincoln pudiera tomar posesión del cargo, siete estados declararon la independencia individualmente y el Norte se convirtió en un polvorín: unionistas y abolicionistas llegaban a las manos y cuando no, discutían con la peor de las agruras y violencias verbales. Los abolicionistas decían que si el Sur quería marcharse, pues adelante: así ellos podrían proteger a los fugitivos y abolir la esclavitud en los territorios del Oeste. Los unionistas se enfrentaban con la desesperación propia de quién empieza a mear sangre y al mismo tiempo no tiene ni gota porque las maniobras para intentar no alterar los intereses de los clientes y proveedores del Sur no han funcionado.

El 12 de abril el Sur bombardeó Fort Sumpter y al día siguiente todo el mundo en el Norte se había puesto de acuerdo de golpe. La solución que no querían ni unionistas ni abolicionistas los unió: la guerra. El 14 de abril el fuerte se rindió. El 15, Lincoln hizo un llamamiento a voluntarios. El 25, Oliver Wendell Homes Jr. dejó Harvard y se alistó en el 20º regimiento de voluntarios de Massachussetts.

La guerra civil norteamericana causó el mismo tipo de traumas que normalmente atribuimos a la primera y segunda guerras mundiales. Aparte del millón de muertos, la crueldad. Fue una guerra luchada con armas modernas y tácticas premodernas. Las cargas de infantería avanzaban en formación como cuando los mosquetes tenían un alcance de 70 metros, pero ahora contra rifles que te podían matar a 350 metros de distancia. Las carnicerías eran el pan de cada día. La guerra se ganó, en parte, porque al general Grant no le tembló el pulso a la hora de enviar oleada tras oleada de jóvenes unionistas, haciendo de la muerte una contingencia.

Holmes Jr. estuvo tres años en la guerra y lo hirieron tres veces. El primero, en el pecho, le hizo sentir como un héroe en defensa de la justicia. El segundo, en el cuello, le hizo pensar que moriría y se sorprendió a él mismo adaptándose a esta idea con bastante naturalidad: refugiado en una granja, escribió su nombre y rango en un trozo de papel, por si perdía la conciencia, y se concentró en descubrir si en aquella hora funesta sus creencias se mantenían intactas o si mirar a la muerte a la cara le cambiaba la pedantería. Y no, «doy un salto a la oscuridad», escribió que sentía, «y todo está bien, porque está de acuerdo a una ley universal». El papel con el nombre y el rango lo guardó toda la vida, pero la mayoría de los dietarios y correspondencia los destruyó. Cada año, en el aniversario de aquella fecha, bebía un sobrio vaso de vino en memoria de quien no sobrevivió. La tercera herida fue en el pie y pensó, esperanzado, que quizás se lo amputarían y así podría volver a casa. No tuvo esta suerte. En medio de la segunda y la tercera herida fue deshaciéndose poco a poco de todos los entusiasmos. En la correspondencia con su padre se ve cómo el viejo Dr. Holmes se ha convertido en un entusiasta de las ideas liberadoras de la Unión desde el sofá de su casa y riñe a su hijo cuando éste duda, mientras que el hijo va pasando poco a poco de justificarse ante el padre, a enfrentarse y finalmente a detectar el cinismo de fondo.

Holmes Jr. se recuperó de las heridas, pero los efectos psicológicos serían permanentes. Se había alistado desde el fervor de sus principios morales, y la guerra no sólo le destruyó las creencias, también la creencia en las creencias. Le hizo encarnar, de la manera más brutal, una idea sobre los límites de las ideas.

Pero esta no fue la única cosa que aprendió en la guerra. No salió siendo un relativista radical ni un nihilista ni un irracionalista ni un cínico. La guerra también le hizo amar a Henry Abbot, otro hijo de familia burguesa de Boston, racista, favorable a la esclavitud y a los intereses del Sur, y a pesar de todo, leal, competente y profesional en los ejércitos del Norte. El mejor soldado del regimiento. Murió hacia el final de la guerra, protegiendo a sus soldados, en medio de una carnicería que Holmes Jr. se ahorró gracias a la disentería. Abbot era el paradigma de muchos jóvenes blancos de Boston, que eran más unionistas que abolicionistas, pero que eran conscientes, sobre todo después de la proclamación de emancipación de los esclavos de Lincoln, que luchaban a favor de la liberación de los negros, aunque les diera asco. Ellos también, durante la guerra, fueron viendo cómo las convicciones se les desgastaban, ya fuera por el absurdo del matar-o-morir o porque vieron el coraje, tan sobrio como desesperado, de los regimientos negros de la Unión en batallas clave.

En cualquier caso, al volver de la guerra, a Homes Jr. no sólo se le habían vuelto las creencias de color mate, también había abandonado el diletantismo y las ansias por la experimentación y el amor universal a la curiosidad generalista del mundo anterior a la guerra, de la filosofía de Emerson y del bienestar provinciano del Boston que se creía el centro del mundo. Salió firme defensor de la profesionalidad, la especialización, la disciplina formal acompañada de un sentido trágico de la vida, una desconfianza hacia las creencias y las ideas fanáticas, y la convicción de que creer una cosa es básicamente tener una razón para actuar, si hace falta hasta morir o matar en última instancia, y que saber eso, te ayuda a ser humilde, más demócrata y menos fanático. La mezcla de estas ideas, aquí mal resumidas, articularían su carrera futura como abogado, filósofo del derecho y finalmente como juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, posición que mantuvo hasta los 90 años, convirtiéndose en uno de los cerebros más influyentes de la historia de la nueva nación nacida de la posguerra. Es el hombre que expandió los significados de las libertades de expresión y que profundizó en la idea del pluralismo norteamericano, tratando de pasar por alto la pregunta sobre el fundamento último de las cosas y centrándose en las consecuencias pragmáticas del choque de las creencias. Este cambio de paradigma, del por qué al para qué, del fundamento a la consecuencia, es el nuevo espacio filosófico inventado en esta América moderna. Lejos de las batallas entre idealistas y positivistas, entre transcendentalistas y empiristas, entre espiritualistas y racionalistas, entre fanáticos y cínicos, estos nuevos pensadores inventaron el pragmatismo: la idea de que toda creencia es una norma para la acción, que todo lo que podemos saber de una concepción son las consecuencias que nos son concebibles, y que la razón es tan indispensable como incapaz y por ello tiene que ser siempre trabajada públicamente porque es, antes que una facultad, una práctica social. Las ideas son, al fin y al cabo herramientas.

 

III

Una de las gracias del pragmatismo, especialmente Holmes Jr., es que en lugar de buscar la respuesta a las preguntas de siempre, decide cambiar el tema de conversación. Holmes Jr. dijo, célebremente, que la vida de la ley no está en la lógica, sino en la experiencia. Por experiencia, Holmes Jr. quería decir la suma de cosas aprendidas en una cultura. Para algunos racionalistas decimonónicos, decir eso equivale a decir que no hay razón en el mundo, y que todo es una afirmación culturalista y folclórica. Estos pragmatistas, sin embargo, no negaron nunca el papel indispensable de la razón: supieron encarar los límites.

Decir que la razón tiene límites, no quiere decir que no haya margen para recorrerla, y que recorrer este margen no sea necesario. La lógica puede no ser lo que da la vida a la ley, y eso no significa que no haya lógica entre los imperativos que la ley necesita cumplir. Holmes Jr., por ejemplo, fue uno de los grandes popularizadores de la idea de «el hombre razonable», basado en la posibilidad de cuantificar los márgenes que cada época y lugar ofrece a los hombres corrientes, a partir del discurso público, la estadística y la probabilidad de calcular que una acción sea causa de unas consecuencias determinadas. Es decir: las ciencias sociales cuantitativas. Todo ello es mucho siglo XIX, aplicar al caos de interacciones sociales el intento ordenador que Darwin había aplicado al remolino de la naturaleza, sin negar el azar y la incertidumbre. Pero tiene la virtud de no renunciar a la comprensión histórica y cultural que da contenido a esta experiencia; la resistencia a hacer de la vida un caparazón abstracto en el que cada uno pueda tirar sus prejuicios e imponerlos a los otros. La justicia se encuentra en la tensión entre un logos incierto, temporal y siempre evolucionando hacia un mejor refinamiento, y un demos que acumula, digiere y transmite la experiencia. Uno y otro se entrelazan en las prácticas sociales de las sociedades abiertas y se convierten en promiscuos con otras lógicas y otras experiencias.

Estos filósofos se enfrentaron en una época en que la incertidumbre era la única norma, sobre todo individualmente. Cargaron con la sensación de que el hombre solo, en uso de su razón e intentando tener experiencias, es sólo un conjunto de errores casi imposibles de reparar. Un conjunto que denominamos creencia. Claro que quedarse aquí, como han hecho y hacen muchos subjetivistas, y muchos culturalistas, y muchos folcloristas, sólo intercambia un problema por otro. ¿Cómo salimos de la creencia, de la cultura local, del yo?

La herramienta que descubrieron estos pragmatistas es justamente la comprensión de la razón como una práctica social que rompe la soledad, y no como un fundamento para enfriar la humanidad. El hombre solo es sólo un embrollo de incertidumbre, pero al igual que pasa con la probabilidad o la comprensión de la evolución de las especies, en el agregado de muchas razones, de muchas perspectivas equivocadas, late el pulso de una verdad lentamente alcanzable. Es por eso que las herramientas racionales, la lógica y el debate arreglado, son esenciales, porque son el único vocabulario al servicio de este agregado. Suena entre muy denso y muy obvio al mismo tiempo, pero es una solución que tiene mucho sentido: ni hay que buscar en el encumbramiento de la razón una atalaya desde la que imponer los propios prejuicios a los otros —como hacen los falsos universalistas de los que hablaba en el último artículo—, ni negar las pretensiones totalitarias de estos falsos universalistas nos vierte a un culturalismo tribal, folclórico y protofascista. El pragmatismo ofrece un espacio desde donde ser consciente de que toda razón es una práctica social que pone en contacto el embrollo subjetivo de las razones privadas con el conjunto de perspectivas que es toda sociedad. El logos es el vínculo que exige poder ser disidente y poder corregir los propios errores.

Estas ideas no las articuló Holmes Jr. así de limpias y aseadas. Quien se las inventó fue un amigo suyo, también de Boston, Charles S. Peirce. En el próximo artículo, si Apolo nos acompaña, trataré de explicar el contenido filosófico de esta nueva comprensión de la racionalidad y la experiencia a partir de las teorías de Peirce.

 

Nota:

Este artículo se basa en tres libros, de los que parafrasea, prostituye y traduce trozos; son:

The Metaphysical Club: En Story of Ideas in America, de Louis Menand

Consequences of Pragmatism de Richard Rorty

The Pragmatic Turn de Richard J. Bernstein

 

 

 

Pragmatismos (II): el error contra el fanatismo

Jordi Graupera

Nueva York. Sábado, 26 de noviembre de 2016

Jordi Graupera

Ella quería la pasta a tocateja. Pero la herencia sólo le otorgaba cerca de un millón de dólares; los otros seis millones debian de colocarse en un fondo, como un fideicomiso, cuyos beneficios eran para ella, pero no el capital original, que era intocable y tenía que pasar a futuros herederos. Ella era Hetty Robinson, heredera de dos líneas de ricos comerciantes balleneros del siglo XIX en el puerto de New Bedford, en Massachussetts.

Así que en 1865 presentó una denuncia con el argumento que su tía soltera y rica,  Sylvia Ann Howland, recién fallecida, había firmado otro testamento con ella, comprometiéndose a darle la pasta contante y sonante. Este testamento se habría firmado en secreto porque estaba diseñado para excluir a otros miembros de la familia y estipulaba que la primera que muriera le daría toda la herencia a la otra.

El juicio fue sensacional, y gran parte del tiempo se dedicó a analizar si esta página del testamento firmada en secreto era auténtica o no. En concreto: si la firma de la tía muerta era una falsificación. Se utilizaron todas las técnicas disponibles —fotografías, transparencias, microscopios—, y lo cierto es que la firma no sólo era igual a la de las páginas del testamento firmadas con testigos, sino que era exactamente igual, y a una idéntica distancia del margen del papel.

La cantidad de expertos, caligrafistas y de otro tipo, que circularon por el juicios parece un chiste (incluyendo al escribano que copió la declaración de emancipación de los esclavos; —escribir a mano todavía era un oficio-, y el tipo de argumentos utilizados son el retrato más fiel del pensamiento de la época: la nueva ciencia, el nuevo poder de la academia, los capitalistas y sus inversiones. El caso Robinson v Mandell marca la línea que separa el mundo previo al trauma de la Guerra Civil, lleno de certezas y utopías, y el mundo posterior, lleno de incertidumbres y pluralismo.

Entre los testigos llamados a declarar estaba Benjamin Peirce, el matemático norteamericano más importante del siglo, quien también llevó a su hijo, Charles Sanders Peirce, el matemático, lingüista y filósofo fundador del Pragmatismo —la teoría a la que estoy dedicando esta serie de artículos-.

Padre e hijo calcularon la probabilidad de que la tía muerta hubiera producido dos veces la misma firma, de manera idéntica. Señalaron 30 posiciones de la firma —30 gestos de la pluma—, que fueran idénticos en la página con testigos y la página secreta del testamento. Entonces, seleccionaron 42 firmas de la vieja tía Howland, las imprimieron en grande, y las superpusieron una a una, para ver cuántos de los 30 gestos coincidían entre dos firmas al azar. Hablamos de miles de comparaciones.

El hijo las hizo manualmente, el padre con un cálculo matemático: les dió el mismo resultado. En resumidas cuentas, descubrieron que la probabilidad de que, de manera azarosa, dos firmas tuvieran los 30 gestos idénticos era de 1 entre 2.666.000.000.000.000.000.000. “Esta probabilidad trasciende la experiencia humana”, dijo Benjamin Peirce al jurado, “Declaro que esta coincidencia solo puede tener su origen en la intención de producirla. Es totalmente repugnante a la razón atribuir esta coincidencia a cualquier otra cosa que al diseño». La firma tenía que ser una falsificación. Era imposible que las dos fueran tan parecidas.

El juicio al final lo perdió Hatty Robinson por un tecnicismo, pero esta demostración de los Peirce generó un escándalo. A la gente no le gustaba que algo humanamente posible se excluyera por razón de la estadística.

Era el caso inverso a lo que pasa cuando la gente se irrita porque le dicen que su comportamiento es estadísticamente normal, como dice Louis Menand. Era como si los matemáticos negaran la libertad.

La demostración del Peirce se sustentaba en la aplicación de la Ley de Errores, una combinación de estadística y probabilidad, que es uno de los descubrimientos más influyentes del siglo XIX.

 

II

La Ley de Errores sirve para cuantificar los errores, para tomar conciencia, para incluirlos en las teorías científicas, para cuantificarlos, y en consecuencia, para tener una idea más aproximada de la verdad. Proviene de la combinación de la estadística, que busca medir fenómenos fluctuantes a gran escala, (como la tasa de mortalidad), y la probabilidad, que busca medir los acontecimientos azarosos, (como tirar un dado). Hacia principios de siglo XIX, ambas cosas confluyeron en la astronomía. Cuando un grupo de astrónomos anota la posición de una estrella, las anotaciones nunca coinciden de astrónomo a astrónomo, ni tampoco las de un solo astrónomo a lo largo del tiempo.

La ley de los errores busca calcular la posición más probable de la estrella en cuestión teniendo en cuenta estos errores de anotación, de la misma manera que si tiras muchos y muchos dardos a un punto en una pared, aunque nunca aciertes el punto en cuestión, mirando los agujeros dejados por los dardos podrías deducir con bastante precisión donde está el punto al que apuntabas.

La clave para entender parte del siglo XIX es que esta misma manera de razonar se llevó a las ciencias sociales. Quien lo popularizó fue el célebre científico Pierre-Simone Laplace, demostrando por ejemplo que el número de cartas que acaban cada año en la oficina de correos sin llegar al destinatario obedece a una ley oculta que se puede calcular de la misma manera que la órbita de un cometa, el centro de una diana de dardos, o la autenticidad de una firma: aplicando la Ley de Errores. Pronto, la idea se extendió, y las diversas compilaciones estadísticas (que etimológicamente viene de Estado), fueron analizadas de acuerdo con las diversas técnicas e hipótesis surgidas de la Ley de Errores (y el método de los mínimos cuadrados)

El sociólogo belga Quetelet fue el pionero, inventándose la idea de “el hombre medio”: el hombre que representa el contenido estadístico medio de una nación en una determinada época. La idea corrió como la pólvora.

No hace falta mucha imaginación para entender el salto que va de decir que se puede calcular el conjunto de características que forman al hombre medio de una sociedad, (o de decir cuántas cartas sin enviar hay en Correos, o cuántos asesinatos habrá en un año en París, o cuántos de estos asesinatos serán con arma blanca), el salto que va de decir que se puede calcular un número aproximado de acontecimientos sociales a partir de la estadística y la probabilidad, a decir que la responsabilidad moral, política o incluso penal de estos hechos no radica en el individuo sino en la sociedad: la acción concreta solo es su expresión.

Esta creencia de fondo encendió dos ideas relacionadas. La primera es una especie de insondable determinismo —todo está predeterminado—, cada acontecimiento del mundo, físico o social, es como una bola de billar en movimiento: su movimiento se puede explicar por la bola con la que ha impactado.

Si pudiéramos conocer todos los detalles de cada momento, todos los eslabones de la cadena causal, todas las bolas de la partida, podríamos prever con exactitud qué pasará porque el universo responde a unas leyes precisas, incluyendo nuestros comportamientos y decisiones. Pero no tenemos acceso a todos los detalles con precisión y tenemos que conformarnos con la probabilidad y la Ley de Errores. Cuantos más datos tengamos acumulados más poder de predicción nos dará.

La segunda idea, paradójicamente, es una cierta noción de libertad individual propia del liberalismo de Adam Smith, que muchos de los admiradores del determinismo estadístico también admiraban. Si la naturaleza tiene unas leyes propias que acaban dando resultados determinados, la intervención del Estado es irrelevante —esta sería la base- (aunque Smith no era determinista).

Estas creencias eran propias de la generación de Benjamin Peirce, el padre de Charles, la generación que se resistió al Darwinismo o lo incorporó como pudo con la idea de que en el fondo era una razonamiento estadístico que demostraba que había una ‘ley’ que gobernaba el universo.

Para muchos Laplaceanos, sin embargo, el Darwinismo era un escándalo porque hacía del azar —mutaciones azarosas que acaban siendo más adaptables que las dominantes hasta ese momento— un elemento central de la evolución. ¿Qué quiere decir que sabemos algo, si el mundo es ese gran desorden azaroso?

La de Benjamin Peirce es la generación, como expliqué al último artículo, que miró la guerra desde lejos, desde el butacón de casa, mientras sus hijos quemaban todas las certezas en las trincheras. Pero, de hecho, Charles Peirce se ahorró el horror de la guerra porque a su padre, que era un unionista favorable a la esclavitud y todas las formas del elitismo, lo enchufó en la U.S. Coast Survey, una de las muchas instituciones científicas que recibieron un impulso del esfuerzo bélico y de esta mentalidad llena de certezas.

Esta, en concreto, aplicaba métodos matemáticos a la exploración geológica y geográfica de la costa norteamericana y de los territorios de expansión nacional hacia el Oeste. El Far West no fue sólo la mitología de quien no duda de Clint Eastwood mirando el Gran Cañón del Colorado, también está en la raíz de la nueva nación moderna norteamericana. La Coast Survey es sólo un ejemplo; la secesión de los estados del Sur, de hecho, permitió a los del Norte, durante cuatro años, el organizar los términos de la expansión sin interferencias.

El Congreso de la guerra fue uno de los más activos de la historia. Desarrolló muchas agencias científicas, tanto para la educación como para la investigación, estableció el primer sistema nacional de cobro de impuestos, la primero moneda nacional realmente robusta, financió la construcción de universidades y completó el ferrocarril transcontintental. Y ganó la guerra.

La guerra hizo del partido republicano la fuerza hegemónica durante la segunda mitad del siglo. Los republicanos eran defensores de los negocios y el libre mercado (hasta el neoproteccionismo de Trump). Duran treinta años, un nuevo y fuerte gobierno federal protegió la ascensión del capitalismo y sus modos de vida: la vida moderna y su optimismo hecho de objetos.

A diferencia de su padre, sin embargo, Charles Peirce pertenecía a la generación que hizo de la incertidumbre su leitmotiv. La pregunta: “¿Qué quiere decir que sabemos algo, si el mundo es un gran desorden lleno de azar?” es la pregunta de su vida, también la de los supervivientes del horror, de una manera urgente y existencial.

La pregunta parte de la asunción contraria a la de la generación anterior. El conocimiento adquirido a través de la probabilidad y la estadística, a partir de la aplicación de la Ley de Errores, no indica que el mundo obedezca a unas leyes determinadas, ni que podamos vivir la vida como individuos desconectados, bajo la fuerza de la necesidad del universo. Al contrario: la probabilidad indica que nuestro conocimiento no es seguro, sino probable.

La estadística indica que los datos que tenemos son pocos e incompletos, y que el conocimiento que extraemos es temporal y siempre cambiante y mejorable. Que en la soledad de nuestro enfrentamiento con las leyes del universo, siempre perderemos porque siempre nos equivocamos. La vida está por todas partes, y la espontaneidad es un hecho de la naturaleza.

Eso no quiere decir que la vida, el universo, los comportamientos de la gente sean indescifrables o que estén fuera de nuestro alcance; simplemente quiere decir que tenemos que pensar de qué manera podemos hacer inteligible un mundo desarreglado y espontáneo; y lo tenemos que hacer con unas herramientas —nuestra razón— que son imperfectas y cambiantes.

La respuesta que Peirce encontró a todo eso es el pragmatismo.

 

III

Hay muchas maneras de explicar y entender el pragmatismo, y muchas maneras de explicar y entender a Peirce, pero una manera sencilla es hacerlo a través de uno de los primeros artículos que publicó, cuando todavía no tenía 30 años, poco después de acabarse la guerra, en 1868. El título ya explica muchas cosas: ‘Algunas consecuencias de cuatro incapacidades’.

El pragmatismo es una filosofía que se fija en las consecuencias de las concepciones que sostenemos en nuestra cabeza. No tiene interés en el fundamento último de las cosas, lo considera una ficción. Todo lo que podemos saber de una concepción son sus consecuencias. Pero el título no dice: todas las consecuencias, dice ‘algunas’; siempre esta apertura hacia lo que no sabemos del todo. Y “cuatro incapacidades”. A Peirce y a los pragmatistas les interesaba la incertidumbre y la incapacidad como punto de partida para tratar de no engañarse.

El artículo en cuestión es una crítica de la filosofía de Descartes. No me entretendré en explicar a Descartes, pero sí que es esencial saber que Descartes significa el inicio del pensamiento moderno, en el siglo XVII, y una determinada manera de entender el rol de la ciencia y, en consecuencia, de entender cómo tenemos que vivir. Es la manera de entender la ciencia que se deshizo conceptualmente y existencialmente en el siglo XIX.

La clave de la filosofía de Descartes es la investigación de la certeza; la investigación de un saber primero, fundacional, que permita construir racionalmente una cadena de razones ciertas, claras y distintas, que a su vez nos permitan hacer ciencia y acceder a la verdad. La verdad como una relación exacta entre el mundo y el contenido de nuestra mente.

Lejos de fiarnos de autoridades establecidas, o de percepciones habituales, tenemos que poner en duda todo lo que se nos presenta, y lo tenemos que hacer individualmente, heroicamente, para despojarnos de los prejuicios de nuestro tiempo y educación, y llegar así a verdades universales, fundamentos sobre los que construir la certeza.

La duda metodológica de Descartes es el inicio de toda investigación, la certeza racional es el destino. Esta manera de pensar no expresa sólo un debate entre filósofos que ahora os hago tragar. Es también la búsqueda de un punto fijo, una roca estable sobre la que asegurar nuestra vida ante las vicisitudes que nos amenazan constantemente. Contra la pérdida de referentes a la que la historia nos ha lanzado, la filosofía de Descartes juega con el escepticismo radical para enseñarnos la angustia de este abismo: el horror de la locura y el caos, cuando no hay nada fijo, cuando no podemos ni tocar fondo ni sostenernos en lo alto de todo.

El atractivo de Descartes durante siglos fue, y es, que nos propone una dicotomía bestial: o bien encontramos un fundamento para nuestro saber y para nuestra vida —ahora que los viejos sistemas religiosos se deshilachan en Occidente—, o bien no podremos escapar las fuerzas de la oscuridad que nos envolverán de locura, y de caos moral e intelectual.

Esta dicotomía atraviesa la historia de Occidente prácticamente hasta nuestros debates de ahora, incluso ante, pongamos, el terrorismo islámico: ¿cómo tenemos que combatirlo? ¿Con qué ideas? ¿Cómo podemos afirmar que las maneras alternativas de ver el mundo son peores? Y explica, en su vertiente más degradada, la victoria de Trump: la revuelta de una gente que no quiere oír decir que todo vale.

Es la consecuencia de la lucha entre la certeza y la incertidumbre. Todavía hoy encontramos versiones de esta batalla entre quien cree en algunas formas de objetividad y quien es un relativista radical. En el corazón de cualquier visión que se pretenda objetiva está la creencia que tiene que haber, para nuestros razonamientos, algunos límites fijos, permanentes, a los cuales podamos apelar, que sean seguros, que sean estables.

Y en su versión más sencilla, el relativista cree que no hay límites de este tipo, excepto los que nos vamos inventando de manera temporal en cada momento de la historia. Y, de hecho, las pretensiones de los objetivistas no dejan de ser maneras más o menos vulgares o sofisticadas de etnocentrismo. Haciendo uso de una definición u otra de racionalidad pretenden atribuirse la virtud de tener ideas universales, superiores a las de los otros. Esta batalla se libra todavía bajo la sombra de una constatación: quizás no tengamos nada fijo. Los filósofos lo llaman ‘ansiedad cartesiana’.

En su artículo de 1868, Peirce ataca duramente a Descartes. Señalo sólo los dos puntos más determinantes. Primero, Peirce considera todo el palique sobre la duda radical una estafa. No podemos empezar con la duda completa. Estamos forzados a empezar con todos los prejuicios. Estos prejuicios “no pueden ser despejados por una máxima filosófica” como la duda de Descartes, porque “son cosas que ni siquiera se nos pasa por la cabeza que puedan ser cuestionadas».

Podemos cambiar de opinión si tenemos una razón para hacerlo, pero no por un propósito vacío. “No hagamos ver que dudamos en la filosofía lo que no dudamos en nuestros corazones”.

Los prejuicios proveen el paisaje de fondo necesario para orientarse. Una vez nos embarcamos en la vida, o en una investigación, incluso científica, podemos renegar de algunos de estos prejuicios, pero nunca nos escapamos de tener un fondo tácito de preconcepciones que nunca cuestionamos realmente. Saber qué prejuicios tenemos que criticar y cuáles no, no es el comienzo del camino, sino el final, el destino de una vida valiente de cuestionamiento, así como de una ciencia y una filosofía y una literatura y una política honestas con sus planteamientos e incapacidades.

Asumiendo este planteamiento pragmático, nos ahorramos los fanatismos. Los fanatismos son fruto de creer que tenemos acceso a la verdad sin prejuicios. Que porque nos lo han revelado, o porque lo hemos descubierto racionalmente, tenemos una verdad universal superior a las mentiras y errores de los demás.

Ahora bien, si tenemos que negar este acceso privilegiado a la verdad universal, si tenemos que negar las fantasías de los racionalistas que todavía hoy utilizan argumentos propios del siglo XVII y agotados en el siglo XIX ¿no caemos en el otro extremo de la ansiedad cartesiana, el relativismo de ir vagando por el espacio sideral, y nos asomamos a una guerra violenta entre prejuicios?

 

IV

Para responder a la pregunta, querido lector, ya que has llegado hasta aquí, déjame que utilice como contraste los argumentos que utilizó Pau Luque en un artículo en El País (‘Palabrotas Universalistas’, 1/10/2016) para tratar de refutar mi primer artículo de esta serie para El Nacional.

En el artículo “La batalla universal” (17/9/2016) yo argumentaba que incluso quienes quieren hacerse pasar por sofisticados cosmopolitas se comportan como miembros de una tribu porque su espacio moral lo construyen a partir de sus relaciones comunitarias, sus afectos, creencias y hábitos de conducta, y no a través de una razón universal desnuda de circunstancias. Luque respondía:

“Para Graupera la validez de los principios morales parece depender de cuáles sean las tradiciones morales de la tribu. Y si en una tribu está permitido lapidar a mujeres infieles entonces decir que algo así viola la autonomía de las mujeres es querer imponer los valores de nuestra tribu. ¿Aceptaría Graupera algo así?”

La respuesta a esta pregunta es rotundamente sí. La validez de poder lapidar mujeres infieles depende claramente de las tradiciones religiosas de la comunidad, no creo que nadie dispute esto. Pero la idea de que las mujeres (y los hombres) tienen autonomía también obtiene su validez de las tradiciones de la comunidad, de nuestra comunidad; en concreto la tradición de la Ilustración.

Me extraña mucho que el señor Luque, que firma los artículos en El País como “investigador en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México» no sepa que la autonomía moral es una idea metafísica, una creencia propia del idealismo del siglo XVIII y XIX, como sabe hoy todo el mundo con dos dedos de frente y cuatro lecturas, desde mis estudiantes de primero de carrera hasta los filósofos más reputados de nuestro momento histórico. Perdón por el ‘name dropping’: desde Habermas a Rawls, desde Davidson a Brandon, desde Quine a Rorty, desde Sellars a Bernstein, desde Zizek a Sloterdijk, de Benhabib a Bohem, rechazan la autonomía como fundamento racional-formal con validez universal, como hacía Kant (e incluso él con matices), justamente porque la autonomía, la idea de que somos seres libres capaces de darnos normas a nosotros mismos siguiendo sólo la racionalidad y buscando la universalidad, es básicamente una creencia fruto de nuestra tradición.

Una creencia bellísima, que yo sostengo con algunas modificaciones, una creencia utilísima, que nos hace menos crueles y solidarios —pero creencia al fin y al cabo-. Justamente por eso, llevar esta idea a una comunidad que lapida mujeres es imponerla, y por este motivo es importante ser conscientes de ello. Quizás queremos imponerla. Quizás sólo es posible imponerla. Quizás estamos dispuestos a la violencia o el adoctrinamiento para imponerla.

O a negociar para imponerla, a renunciar a cosas de nuestra manera de ver el mundo para imponerla. Quizás esta creencia es tan importante para nosotros que estamos dispuestos a todos los sacrificios para imponerla. Lo que no es honesto, ni intelectual ni moralmente, es imponerla mientras decimos que no la imponemos porque ‘es un principio universal’.

Pero Luque responde, equivocadamente: “Supongo que no, puesto que, según sus propias palabras, él no está comprometido con que ‘todas las maneras de ver el mundo sean iguales o tengan el mismo valor’. Pero nótese que la expresión entrecomillada es una afirmación universalista. Así que parece que sí hay algún espacio para el universalismo. Lo que ocurre, quizás, es que en la boca de un anti-independentista “universalismo” es una palabrota asimilacionista, pero en la de un independentista a la Graupera, no. Quizás ésta es una de las máximas vigentes en la tribu a la que pertenece Graupera”.

Me sabe mal tener que señalar que el supuesto truco retórico que utiliza Luque para decir que mi frase entre comillas es universal, por lo tanto contradictoria, no funciona en este caso. Es un viejo truco contra los relativistas, tan viejo como Sócrates. Si un relativista te dice: “Todo es relativo,” tú le dices: “la frase ‘todo es relativo’ no es relativa, es universal. El relativismo es lógicamente insostenible”, etcétera. Pero la frase: “no todas las maneras de ver el mundo son iguales” es lo contrario a una afirmación universal. Es una manera de decir: hay diversidad, hay de todo, hay maneras de distinguir cosas con más valor o con menos valor. “Todas las ideas tienen el mismo valor” sería una frase con contenido universal.

Pero vaya, mi argumento original era que quien tiene el control del ‘statu quo’ hace uso de la noción de universalismo para imponer sus valores comunitarios con el pretexto que son universales y que por lo tanto, en realidad,  pretende decir, que no los está imponiendo’. Ciertamente, el artículo de Luque es un ejemplo paradigmático, si bien un pelo patético, filosóficamente hablando: pleno de pathos. En la boca de un anti-independentista que pretende hacerme tragarse su universo como si tuviera que ser el de todo el mundo, sí, Pau, es asimilacionista.

Porque todo el mundo sabe que decir ‘todos los hombres son iguales’ o ‘defiendo la igualdad de derechos’ no quiere decir nada si no especificas qué entiendes por igualdad. Y es en el contenido de tu comprensión de esta palabra donde pones la creencia y las razones. Todo esto son obviedades, que Luque tendría que saber. O nos toma el pelo a los lectores de ‘El País’, o le toma el pelo a la institución que le paga el sueldo como filósofo.

Pero en todo caso, en la boca de un independentista ‘a la Graupera’, esto es, de un pragmatista como yo, la palabra universal no es asimilacionista. Y aquí está donde entra la segunda idea de que quiero rescatar de Peirce, y que no sólo salva la objeción adolescente de Luque, sino también las acusaciones de comunitarismo banal y “proto-fascismo” de mi amado Alfons López Tena y alguno de sus palmeros circunstanciales.

 

V

Dice Peirce que tenemos que imitar “las ciencias exitosas y sus métodos”, que tenemos que proceder sólo desde premisas tangibles que pueden ser sometidas a un escrutinio cuidadoso, y confiar más en una multitud y variedad de argumentos antes que en el silogismo conclusivo. “El razonamiento no debería ser como una cadena que no puede ser más fuerte que su eslabón más débil, sino como un cable hecho de fibras, que pueden ser delgadas siempre que sean lo bastante numerosas y estén íntimamente conectadas”.

Esta es la primera formulación de la idea de que la razón es un hecho social, y no meramente individual. Peirce critica constantemente el subjetivismo que radica en el corazón del pensamiento moderno. Y desarrolla una idea de razón social, basada en la comunicación entre sujetos, que hacia la segunda mitad del siglo XX será dominante en Occidente.

Así, parte de la respuesta a la pregunta “¿Qué quiere decir saber algo en un mundo tan desordenado e incierto como el nuestro, en el que las percepciones son falibles?”, es aceptar que el conocimiento no depende de una mente individual haciendo de espejo de la realidad exterior. Cada cerebro refleja de manera diferente, incluso la misma mente refleja diferente en momentos diferentes, y en cualquier caso, la realidad no se está nunca lo bastante quieta para tener una imagen estable. El conocimiento es social. Cada uno se encuentra con los hechos de la experiencia afectado por sus prejuicios, y elabora un pensamiento, unas expectativas, una creencia.

En el seno de su comunidad, ya sea una comunidad familiar, profesional, política, religiosa, científica, académica o un foro de internet, se expresa esta creencia en el vocabulario que la hace comprensible a los otros: haciendo uso de los signos con que la hemos aprendido a ver y a hacer comprender, y no con un argumento en cadena, sino con una serie de razones que forman un cable fuerte y resistente. La forma más pura y sí, universal, de expresar esta creencia es a través de las normas de la lógica y la referencia a los hechos de la experiencia, porque son los vocabularios que de manera más sencilla pueden ser escrutados ‘con cuidado’ por los demás. Y entonces los otros aportan sus razones, llenas de sus experiencias, en un vocabulario también escrutable.

Se llega a consensos a partir de estas normas sociales, comunitarias, de comunicación de la experiencia, y cuando se llega, este consenso se convierte en norma. No una norma definitiva, no una norma válida porque expresa una verdad universal. Sino una norma temporal, siempre revisable, falsable, que expresa un consenso válido y útil, pacífico y respetuoso. Un consenso que tiene presente la existencia de la comunidad y sus vocabularios y traducciones.

Es decir, que sabe de los límites del lenguaje y el poder de quien tiene la última palabra en las interpretaciones. Es un consenso que puede desarrollar espacios de encuentro entre individuos y otras comunidades de vida o de conocimiento o de investigación.

Una serie de cruces promiscuos que son conscientes de los propios errores, y de las propias limitaciones, que se hace cargo del hecho meramente probabilístico de nuestro conocimiento más alto y prestigioso, y del carácter vital y espontáneo de la vida y del comportamiento. Y que encuentra en esta comunidad de personas en busca de la certeza, en medio de un mundo incierto, una moral que se sabe creencia y por eso no es fanática. Y que al mismo tiempo puede distinguir entre ideas más válidas y menos válidas según la fortaleza del cable formado por el conjunto de razones, lógicas, y uso de las normas de la comunicación.

Este pragmatismo permite poner en duda cualquier idea, pero nunca todas al mismo tiempo, porque juega en el terreno flexible de las normas temporales.

En la adaptación a esta vida moderna, los pragmatistas, hijos del pesimismo de posguerra, hijos de la incertidumbre hacia uno mismo, hijos de las nuevas herramientas matemáticas y lógicas que afirmaban la probabilidad y cuantificaban el error, —más que la certeza—, hijos de la asunción del azar como un hecho tan ineludible como finalmente comprensible, hijos del impacto de Darwin, e hijos del intento de comprender la profundidad y la banalidad de nuestras creencias, estos pragmatistas, digo, ofrecieron un camino nuevo, rebosante de pluralismo y razones, de sociedad e individuo, que mira a los fanáticos a la cara y les cambia el tema de conversación.

Con respecto a nosotros, quizás no haya que traducir demasiadas cosas; lo esencial ya se ve. Pero sí que vale la pena decir que en el fondo del pragmatismo radica una verdad de la experiencia que hay que poner en primer plano.

El consenso político, llegado a partir de la lenta articulación desde la cultura informal hasta las instituciones, no es sólo un conjunto de ideas sobre la gestión de lo público o sobre el límite de lo privado. El consenso es el tejido del que está hecha la vida en comunidad, es el que expresa con más claridad los usos de nuestra razón y su pluralidad.

Por este motivo, la destrucción de los consensos, ya sea por el uso fraudulento de la vía judicial —que trata de imponer otro estándar de experiencias— o ya sea por la imposición de una mayoría nacional y cultural que se quiere hegemónica y monolítica, o de una expertópolis tribal, es también la destrucción de la convivencia más básica, del frágil puente que une el remolino interior de la subjetividad individual y el caos exterior de la vida social. La destrucción de la racionalidad así entendida es la infantilización del individuo y el hurto de la dignidad común.

De la misma manera, el consenso nunca puede ser un imperativo social, y la existencia de la razón como práctica social obliga a todo el mundo a decir lo suyo sin ninguna otra lealtad que la del discurso articulado, puntiagudo, y sostenido en las observaciones disponibles. La presión sobre el disidente, las apelaciones folklóricas a la unidad y la confianza por encima de todo, son tan destructoras del verdadero consenso, tan destructoras de la razón social, tan destructoras de la libertad colectiva, como lo son de la libertad personal. No hay comunidades exclusivas, sólo espacios dialécticos. El pragmatismo es un antifanatismo por delante de todo, y lo es porque no le niega a nadie la oportunidad de enmendárselo.

Este artículo se basa en tres libros, de los que parafrasea, prostituye y traduce trozos; son:

‘The Metaphysical Club: A Story of Ideas in America’, de Louis Menand

‘Consequences of Pragmatism’ de Richard Rorty

‘The Pragmatic Turn’ de Richard J. Bernstein

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