Dicen los expertos que estamos en plena era de la posverdad. Tal como lo define el creador de la expresión, Ralph Keyes, se acabó el tiempo en que había verdades y mentiras. Ahora hay informaciones que quizás no son del todo ciertas, pero que tampoco se podría decir que sean completamente falsas. Abundan los eufemismos para evitar hablar de la verdad, que se ha convertido en una palabra maldita, casi ridícula. Según Keyes, en la era de la posverdad, las fronteras entre verdad y mentira, honestidad y disimulo, ficción y no ficción se borran. Engañar se convierte en un desafío, después en un juego, y acaba siendo un hábito.
Hay quien se ha dedicado a estudiar científicamente por qué mentimos. Por ejemplo, Dan Ariely. Lo explica en un documental abrumador titulado ‘Why people lie’. Pero ahora no quiero tratar esta vieja dimensión de la conducta humana, sino de una nueva cultura política en la que los hechos no tan sólo se desdibujan, sino que ya no importan. Es lo que David Roberts ha calificado como la política de la posverdad o posfactual. Es una política en la que crear estados emocionales fuertes es fundamental precisamente para enmascarar o ignorar los hechos. En Estados Unidos es un tema de gran preocupación a raíz del candidato a la presidencia, Donald Trump, del cual se sabe que más del 70 por ciento de sus afirmaciones en campaña son muy o totalmente falsas. Y también está el caso del referéndum británico, en que la victoria de la salida del Reino Unido de la UE se fundamentó en una campaña llena de mentiras.
La política española tampoco escapa de estos desafíos. En un reciente comentario en The New York Times, William Davies hacía notar que en los últimos tiempos se ha desarrollado una gran “industria de hechos”, capaz de fabricar hechos a medida de quien los paga y que explica por qué ya no nos fiamos de ninguno. Efectivamente, si la corrupción no tiene un gran impacto en el comportamiento del electorado español no es tanto por la indiferencia o la complicidad moral del votante con el engaño, sino porque los que votan a los corruptos creen que no es cierto aquello que creen los que no los votan. No hay combate por aclarar los hechos, sino por conseguir adhesiones. Ni que decir tiene que el periodismo tiene una gran responsabilidad en esta industria de los “hechos”, que, eufemismos a parte, podríamos calificar como fábricas de mentiras. Casos como los informes publicados en la prensa a una semana de las elecciones catalanas en el 2012, o de las elecciones municipales en el 2015, y que acusaban falsamente a Artur Mas y Xavier Trías de tener cuentas fraudulentas en el extranjero, son buenos ejemplos de ello.
Pero esta industria de “hechos”, o de fabricación de mentiras, es más amplia que todo eso. También contribuyen a la desconfianza ciertos estudios de opinión y muchos informes supuestamente académicos a los que nadie exige garantías, y que venden falsedades lo bastante sofisticadas como para no ser fácilmente descubiertas. Por ejemplo, ahora se ha sabido que investigaciones “científicas” de universidades americanas de prestigio, financiadas por la industria del azúcar, en los años cincuenta y sesenta, engañaron sobre su impacto en determinadas enfermedades. ¿Qué no tiene que pasar, pues, en ámbitos todavía más condicionados por las orientaciones ideológicas de quien los paga o quien los escribe? En la última fase de este descrédito de los hechos está su sustitución por los grandes datos. Es decir, por la suma de un gran número de pequeñas informaciones, generalmente dadas intencionadamente –los ‘big data’–, y que pasadas por el tamiz de cálculos complejísimos dan unos resultados extraordinariamente precisos pero que ya no permiten hablar estrictamente de hechos comprobables.
No soy de los que se asustan fácilmente por los nuevos tiempos, ni de los que querrían poner límites a los nuevos saberes. Pero sí creo que los saberes se adelantan a los conocimientos. Es decir, que al progreso del saber no le corresponde un avance similar en el progreso de su asunción crítica, que es lo que lo convertiría en conocimiento. El incentivo de los científicos está más orientado a producir saberes que a convertirlos en conocimiento socialmente útil y someterlos al juicio ético que los podría orientar. Un déficit que nos debería obligar a revisar la interrelación entre ciencias y humanidades –en las dos direcciones– en la formación de nuestros académicos y profesionales.
En una entrevista reciente, Francis Fukuyama, autor de un libro de título tan sugestivo como ‘Trust: the social virtues and the creation of prosperity’, atribuía esta era de la posverdad a una crisis de autoridad de las instituciones, derivada en buena parte de la dramática crisis económica que hemos vivido y a su pérdida de credibilidad. Seguro que ha ayudado, pero me temo que la cuestión es más profunda. Se trata de si la verdad todavía importa, de si interesan los hechos y de qué capacidad tenemos para discernirlos de las falsedades. Despreciar la posibilidad de acercarnos a la verdad y conocerla podría ser el peor desastre para el futuro de la humanidad. Un riesgo que de momento ya podemos comprobar en cómo está debilitando a la democracia.
LA VANGUARDIA