Hace unos meses, tras el resultado de las elecciones de diciembre, escribí aquí (*) que nuestro actual régimen político sufría de los mismos males que los de la llamada Restauración canovista, porque, básicamente, se trata de dos sistemas políticos análogos. Esto no es un comentario baladí o una exageración. Es mi línea de investigación académica desde 2004 hasta 2015 y, debo confesar, no ha sido extraordinariamente bien recibida por las incómodas cuestiones que planteaba. Recuerdo que allá por 2008, un importante Profesor de Madrid impartió un seminario en mi antiguo departamento de la Universitat de València y, tras interrogarse cómo era posible que en España la izquierda hubiese carecido de valores democráticos y provocado la Guerra Civil, tuve que replicarle que su argumentación era incoherente.
En primer lugar, partía de un concepto de democracia que excluía el uso de la violencia con fines políticos, pero ese concepto es el que teníamos nosotros hoy en día, pero no era el de la década de 1930. Es más, en todas las culturas políticas el uso de la violencia con fines políticos estaba justificado porque, moralmente, se luchaba por un concepto de justicia o libertad que se entendía como un bien superior al orden o paz social. Por eso había revoluciones. En segundo lugar, su esquema de democratización partía de una incorrecta interpretación de la conquista de la los derechos políticos en los Estados Unidos o Inglaterra, que además se pretendía normativo para el resto de países. Aquello era totalmente falso. Si algo tenían en común los Estados Unidos y España es que, como sí hubo un proceso de democratización, ambos países sufrieron sendas guerras civiles. Si la sociedad no está ideologizada o movilizada políticamente, no se producen guerras civiles. Por lo tanto, era realmente contradictorio decir que Estados Unidos representaba la normalidad democrática, mientras que la guerra civil probaba que en España no hubo normalidad democrática. Finalmente, su falacia consistía en equiparar democracia a consenso, cuando se trataba de dos conceptos casi antagónicos. El sistema político en Estados Unidos se había construido sobre el consenso de tolerar la esclavitud en el Sur y aquello, obviamente, tenía poco de democrático. Pero la ruptura del consenso no provino de unas elecciones o de un racional y consensuado proceso de toma de decisiones. Fue consecuencia de una agitación social provocada por los antiesclavistas que no dudaron, incluso mediante acciones que serían consideradas hoy día como de terrorismo, de tensar la situación hasta llevarla al conflicto total, por lo general, el único método de acabar con el privilegio de unos sobre otros, porque, a pesar de toda la retórica de la teoría de juegos sobre negociación y gradualismo, los privilegiados no renuncian a sus derechos sobre los otros por mucho que se los intente compensar, ya que esos privilegios no reportan unos beneficios que se puedan contabilizar y conmutar por otro tipo de ingresos económicos. Esos privilegios forman parte de su identidad y, por ello mismo, son irrenunciables de forma voluntaria.
Cuando empecé a hablar, no tenía una idea muy clara de qué pensaba decir. Sabía que la lección magistral de aquel profesor me había molestado porque partía de un gran desconocimiento sobre el periodo de finales del siglo XIX y principios del s. XX, el que yo investigaba, y había tildado los trabajos que demostraban que la sociedad civil estaba movilizada contra el régimen de la Restauración como historia local de interés secundario. De igual modo, pontificó que la historiografía española se había ido al traste por culpa de la Ley de la Memoria Histórica de Zapatero y los historiadores que se dedicaban a los usos de la memoria. Ciertamente, jamás he sido un gran admirador de mis colegas que trabajan esos temas, porque, debo confesar, hay demasiada literatura y poco rigor histórico y, en general, desprecio a todo historiador que no sea capaz de resistir el interminable y agotador trabajo de archivo que forma nuestro carácter y temple. Buscar la verdad exige sacrificios siempre y, si no los has hecho, probablemente no has encontrado nada. Sin embargo, esas son mis fobias personales y no podría afirmar que Zapatero ha hundido el nivel de la historiografía española.
Fuese como fuera, pude detectar las lagunas en la argumentación de mi interlocutor y, a partir de ahí, exponer de forma más sólida mi argumentación. Por esa razón, el debate es maravilloso y nos ayuda a mejorar. El problema fue la respuesta que recibí. No se replicaron mis argumentos, el profesor comentó que era una persona muy inteligente, pero que hablaba como Arnaldo Otegui, que decía lo mismo que él. Me llamaron ETA, no es una broma. Y era 2008. Se había trazado el límite del consenso y me había quedado fuera. En un seminario de un departamento universitario, porque había incumplido una regla de oro de nuestro sistema político: jamás está justificada la violencia política. El tema ya no era que yo creyese o no creyese en la justificación de la violencia política. El tema es que no podía afirmar que alguien que creyese en el uso de la violencia política fuese un demócrata bajo ninguna circunstancia. Los demócratas del pasado o eran miembros de Amnistía Internacional o no eran demócratas. Ese es el problema de aplicar los muros del consenso político al debate académico, que terminas en absurdos que impiden plantear las preguntas adecuadas y, lógicamente, sólo tienes a tu disposición respuestas tan endebles como el autoengaño.
Por otra parte, que un reputado profesor te llame ETA cuando eres un doctorando de 27 años, pues es algo que puede intimidar a algunos. Es, básicamente, una señalización negativa: ya sabes que no has dicho lo correcto ante las personas correctas y, luego, con el tiempo ves que esas cosas sí tienen consecuencias. En el momento, no me preocupó, pero a mis espaldas ya llevaba la presión del doctorando perpetuo y protegido por mi departamento que, en una noche que había bebido demasiado, no tuvo reparos en dirigirse a mí de forma poco educada delante de otros profesores titulares, porque, por mis maneras, ya se intuía que no pensaba respetar un orden de prelación basado en la antigüedad y, bueno, eso también es romper el consenso. Por esa razón, nadie en su sano juicio en el mundo académico se atreve a debatir realmente si se encuentra en una situación precaria, porque la igualdad de los interlocutores siempre es fingida: el que manda, manda, y, cuánto más campechano y cercano es, peor. Por eso no se debate, no se intercambian ideas y no se mejora, porque es ganarse problemas. Todos estamos encantados de habernos conocido y de seguir con nuestro quid pro quo.
Esto ocurre porque buscamos el consenso. Y el consenso es un gran problema. Es el problema de nuestro sistema político como lo fue de la Restauración. El sistema canovista tenía como objetivo aislar a los radicales de izquierda, los republicanos, y los intransigentes católicos, los carlistas, para prevenir coaliciones revolucionarias o reaccionarias. La negociación cerrada entre las elites, la corrupción y el caciquismo remplazaban las elecciones limpias con el propósito de estabilizar las instituciones políticas sin necesidad de imponer medidas autoritarias. Obviamente, no era una democracia perfecta, pero desde 1891 sí existía el sufragio universal masculino. Este es el clásico dilema entre una democracia formal (sólo para hombres en este caso) y una democracia llamada real (una participación política más amplia que el derecho al voto), porque las elites gobernaban el país usando el patronazgo, a pesar de que parte de la sociedad civil denunciaba estas prácticas y los republicanos movilizaban a la población para reformar el sistema. Por otra parte, la corrupción estaba extendida gracias a la tolerancia de importantes sectores de la sociedad, que se beneficiaban de colaborar con los jefes políticos.
De este modo, se garantizaba la paz social, pero se condenaba al país a la inacción, porque liberales y conservadores estaban atrapados en la trampa del consenso. Como el objetivo del sistema era lograr un consenso que estabilizase la sociedad, la legitimidad del sistema venía del consenso que lograba, por lo tanto, romper el consenso significaba quebrar la legitimidad del sistema y, con ello, el sistema mismo. Pero, además, ninguno de los dos partidos podía decidir aplicar sus políticas en contra del criterio de su adversario, porque como los dos partidos eran corruptos, ambos carecían de legitimidad para imponer una nueva agenda política. Toda su legitimidad provenía de estar de acuerdo. Por eso, cuando se aprobaban leyes o reformas polémicas, estas se desvirtuaban por completo en su puesta en práctica y la disputa política quedaba en pura representación.
El problema era que el consenso político no era exactamente la manifestación directa de los deseos de la sociedad, pero, al igual que hoy en día, esa distancia es el irresoluble conflicto que surge de intentar reconciliar las instituciones representativas con la participación política directa. De hecho, el patronazgo y el caciquismo son soluciones pragmáticas que permiten la colaboración entre el pueblo común y las elites, al mismo tiempo que garantizan la tutela sobre la opinión pública y la sociedad civil. Los efectos son destruir el concepto de independencia política y el de bien público en sí mismo, porque estar dentro de estas redes significa aceptar que la política es un simple campo de batalla entre facciones persiguiendo sus intereses particulares. De este modo, la práctica política corrompe a los agentes y el sistema se mantiene porque es capaz de satisfacer sus intereses egoístas. Y esto no se puede reformar desde dentro. Es imposible. Estos sistemas colapsan, quiebran o se hunden, pero son irreformables, porque desde el momento que emerge una nueva autoridad independiente e intenta aplicar un criterio de justicia o legalidad que no esté contaminado no hay un punto en el que terminar. Todo está contaminado, todo puede ser cuestionado. Una vez no hay consenso, el sistema está completamente vaciado de legitimidad.
En esa ruptura contenida estamos también atrapados. Los grandes consensos de la transición han estrechado el margen de acción y discusión política a unos extremos que paralizan cualquier acción de gobierno. Podemos tener terceras elecciones, pero el problema real es que, dentro del marco de la Unión Europea, no se puede tomar ninguna decisión para intentar solventar una crisis de deuda. Sin soberanía monetaria es imposible. Hagamos lo que hagamos da igual, porque no decidimos nosotros. Ningún partido político se atreve a romper el consenso del Euro, porque la pertenencia a la Unión Europea fue la prueba de validación democrática que los artífices de la transición emplearon para demostrarnos que ya éramos una democracia homologable al resto de Europa. Romper el consenso del Euro es romper el consenso de la Transición y entender que eso de homologar democracias europeas modernas puede sonar muy bien en los papers de los polítologos, pero los sistemas políticos y sus sociedades son un poco más complejas de lo que estos expertos taxidermistas creen.
Iremos a unas terceras elecciones y los partidos políticos seguirán diciendo lo mismo que dijeron en las primeras, porque no se puede proponer nada más sin romper el consenso. Sólo el tema del referéndum catalán escapa a esos márgenes y, por eso, cada vez uno tiene más la impresión que la voladura ocurrirá por esa fractura. Toda la tensión contenida se descargará en ese escenario. Después del Bréxit, puede que alguien allí se atreva a proponer que una República catalana independiente tiene sentido fuera de la Unión Europea. Una vez se atrevan a verbalizarlo, descubrirán que, cuando las palabras no se desgastan por la retórica artificiosa, tienen un fuerza que arrastra los acontecimientos.
(*) http://communia.es/2015/12/23/gobernar-con-el-consenso-de-la-inaccion/