«Cataluña Norte, durante las guerras napoleónicas -y ya antes, durante las llamadas guerras revolucionarias-, fue el territorio de toda Francia en que hubo el porcentaje más alto de deserción»
‘Waterloo! Waterloo! Waterloo! morne plaine!…’ (¡triste llanura!…) Es muy probable que este verso de Victor Hugo no diga nada a quien no haya pasado por la escuela francesa. Yo, hacia los catorce años, tuve que aprender de memoria un trozo bien largo de este poema que recuerda una batalla de la que el año pasado se celebró el bicentenario. La batalla de Waterloo, en junio de 1815, que dio una celebridad universal a un modesto pueblecito de Bélgica, fue una de las más mortíferas de la historia de Europa. Fue, sobre todo, la batalla que puso un término definitivo al reinado de Napoleón. Dos siglos más tarde, sin embargo, una mayoría de franceses todavía piensa que Napoleón habría tenido que ganar en Waterloo. Por una razón muy simple: era francés. Que, de hecho, fuera corso, es un detalle sin importancia para el nacionalismo francés. Un nacionalismo consensual todavía hoy sin remordimientos ni escrúpulos a la hora de venerar a alguien que se cebó contra los valores pretendidamente defendidos por Francia: libertad, igualdad, etc.
Su culto es evidente en toda Francia y también, por consiguiente, en Cataluña Norte. Si en las escuelas de la República francesa, en lugar de la historia oficial se enseñara la historia real de cada territorio, los alumnos catalanes tendrían una idea muy diferente de este emperador. Sabrían que sus antepasados, durante su reino, fueron rebeldes a su orden, cuando el orden implicaba ir a morir en la guerra en su nombre. Cataluña Norte, durante las guerras napoleónicas -y ya antes, durante las llamadas guerras revolucionarias-, fue el territorio de toda Francia en que hubo el mayor porcentaje de deserción. Hay, en los archivos locales, relatos extraordinariamente novelescos, incluso rocambolescos, de aventuras reales protagonizadas por jóvenes catalanes para escapar del ejército francés. Unas aventuras que deberían hacernos orgullosos de ser los descendientes de esta gente. Hay deserciones más honorables que toda una sarta de medallas. Será, sin embargo, que estas deserciones no quedan tan bien en las conversaciones entre catalanes indefectiblemente franceses. Muchos se avergonzarían al saber que alguno de sus antepasados desapareció en la niebla para no tener que combatir por Francia. Y más aún si supieran que las deserciones, muy a menudo, tenían la complicidad activa de las autoridades locales, civiles y religiosas y podían consistir en el hecho de esquivar y engañar a los militares franceses venidos para operar reclutamientos forzosos. También podían consistir en fugas nocturnas de jóvenes que no habían podido esconderse y habían sido reclutados, hasta el punto de que a la postre casi sólo los catalanes que querían probar suerte en la guerra acababan alistados. Imperaba en aquellos años, en Cataluña, un espíritu de rebelión frente al Estado simétrico al norte y al sur de la raya, tuviera este Estado la capital en Madrid o en París. Una simetría que se explica de modo muy sencillo: era, estrictamente, el mismo pueblo dividido por una frontera que aún no separaba de verdad a Cataluña en dos partes. Y el mismo pueblo, hablaba, claro, la misma lengua. No existen estadísticas sobre el uso del catalán en el inicio del siglo XIX pero los testigos permiten pensar que más del 95% de la población debía tener el catalán como lengua primera. Eran años que hoy podrían parecer míticos, los años en que los extranjeros que se instalaban en estas tierras del norte tenían que aprender a hablar catalán, aunque fuera un catalán excluido por completo del sistema escolar y sin existencia oficial. Tan sólo los representantes más altos de los estamentos de Estado debían poder eludir la necesidad de utilizar el catalán en su vida diaria. Después de todo, sólo hacía un cuarto de siglo de la magnífica respuesta de un corresponsal anónimo de Perpiñán al cuestionario enviado desde los estamentos revolucionarios de París a todos los departamentos franceses sobre las maneras de destruir los ‘patois’: para destruir el catalán, dijo, ‘habría que destruir el sol, el frescor de las noches, el tipo de alimentos, la calidad de las aguas, el hombre entero’.
En Waterloo, pues, hubo pocos catalanes y los pocos que había temblaban, rezaban y blasfemaban en catalán. Y cuando la batalla se terminó, cuando los catalanes supervivientes tuvieron que volver a su casa, cuando los catalanes desertores pudieron dejar de esconderse o de vigilar, comenzó la lenta pero inexorable integración efectiva en la sociedad francesa. Con esta integración comenzaba el declive de la lengua. Un siglo más tarde, en el corazón de la Primera Guerra Mundial, todo era ya muy diferente. Diferente, sobre todo, en las mentes. Hablaremos dentro de dos semanas.
El destino de una lengua entre Waterloo y Verdun (y 2)
«Incluso el modesto pueblo de Orellà, en el Conflent, tuvo el amargo privilegio de ser el municipio francés con el más alto porcentaje de víctimas: el 30% de su población total murió en la guerra»
En la crónica anterior intenté explicar cómo, hace doscientos años, no había todavía ninguna diferencia fundamental entre catalanes del norte o del sur de la raya fronteriza franco-española. Unos y otros eran igualmente rebeldes al orden impuesto desde las capitales y hablaban, claro, la misma lengua. En un siglo, sin embargo, entre la batalla de Waterloo en 1815 y la batalla de Verdun en 1916, las cosas empezaron a cambiar de manera radical.
Pongo Verdun como punto culminante de la Primera Guerra Mundial porque en el imaginario colectivo francés es la madre de todas las batallas, el momento en que se renovó la unión sagrada alrededor del objetivo de victoria. Y, con respecto a los catalanes, fue la batalla que consiguió lo que Waterloo y las guerras napoleónicas no habían podido hacer: que se sintieran más franceses que catalanes.
Todo, sin embargo, había empezado antes. La máquina de transformar catalanes en franceses ya había comenzado a funcionar desde el tratado de los Pirineos, en 1659, con la prohibición del catalán como lengua oficial en 1700 y el intento de dogmatizar su muerte a partir del 1789, pero el éxito de la empresa, hasta entonces, era mediocre. Al final del imperio napoleónico, en 1815, pocos catalanes debían sentirse realmente franceses. Uno de los momentos críticos que fortaleció este sentimiento se sitúa en una guerra muy olvidada, que tan sólo duró diez meses, la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Una guerra que terminó con una derrota vertiginosa del ejército francés, derrota que inyectó en el dogma nacional la necesidad de revancha contra los alemanes, para recuperar Alsacia y parte de Lorena, anexionados por los vencedores. Desde entonces, los partidos políticos, la prensa y los intelectuales apoyaron al gobierno francés, fuera del color que fuera, para hacer del odio antigermànico un elemento consustancial de la identidad nacional. La sociedad francesa de finales del XIX y de principios del XX se convirtió en una sociedad profundamente militarizada, una sociedad en la que el servicio militar obligatorio se endurecía progresivamente, tanto por la supresión progresiva del sorteo (cada recluta tenía una posibilidad de ser eximido de servicio) como por la generalización de una duración igual para todos, que llegó a ser de tres años en 1913.
Esta militarización fue acentuada también por el invento de la escuela gratuita, laica y obligatoria, que comenzó a funcionar en 1881. El objetivo de esta escuela no era sólo el instruir a los ciudadanos, sino también el preparar futuros soldados: el estado mayor había reconocido que en 1871 el hecho de que muy pocos suboficiales supieran leer había sido uno de los motivos de la derrota. La escuela obligatoria debía poner remedio a esta carencia pero, sobre todo, tenía que lavar los cerebros de los niños. La escuela fue pensada desde los inicios como una maquinaria al servicio de la revancha militar, con lecciones, poemas y ejercicios con armas de madera que inculcaban la idea de que otra guerra contra Alemania era a la vez deseable e inevitable.
O sea que cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, en 1914, ya hacía cuarenta años que los catalanes del Norte vivían inmersos en un Estado que trabajaba implacablemente por borrar todas las diferencias entre sus ciudadanos. Con el fin de hacer del deseo de revancha contra los alemanes una prioridad compartida por todos. Y puesto que la lengua era una de las diferencias más esenciales, la escuela debía ser el lugar donde las criaturas aprendieran a olvidar el catalán, gracias a la violencia física y psicológica ejercida día tras día por los maestros. Mientras tanto, en el ejército se mezclaban poblaciones de orígenes diferentes que tenían que usar el francés como lengua común y permitir al Estado machacar la asimilación en las mentes masculinas. Y si el Estado francés tuvo éxito en el propósito de uniformizar mentes y lenguas mientras que, con métodos bastante similares, el Estado español fracasó, es porque en Francia el estado cumplió la promesa de ascenso social ligado a la asunción absoluta de la lengua oficial. Quien dejaba atrás el catalán para abrazar el francés, por modesta que fuera su familia, podía esperar tener un trabajo confortable de pequeño funcionario rural. En ciertos contextos sociales, esta posibilidad constituyó una verdadera revolución.
Y la guerra del 14 terminó de ligarlo todo. Claro que, en Cataluña Norte, tierra de deserción de las guerras de la Revolución Francesa y de Napoleón, continuó habiendo soldados que desaparecían en la niebla, pero mucho menos de lo que se habría podido esperar de una población que a menudo mantenía lazos familiares al otro lado de la frontera. Los monumentos a los muertos de Cataluña Norte, con alguna excepción, están tan bien abastecidos en nombres de soldados muertos por Francia como cualquier otro territorio. Incluso el modesto pueblo de Orellà, en el Conflent, tuvo el amargo privilegio de ser el municipio francés con el más alto porcentaje de víctimas: el 30% de su población total murió en la guerra.
Y estas víctimas, esta enorme cantidad de víctimas, representaron, paradójicamente, un argumento más a favor de Francia: quien murió por Francia merecía ser francés. Quien sufrió por Francia no podía pensar que su sufrimiento había sido inútil y, por tanto, se adhería aún más a los ideales franceses. Desde entonces todo ha sido más fácil para los ideólogos nacionalistas y el siglo XX, a partir de Verdun, consistió sólo en el perfeccionamiento y la generalización de los métodos de asimilación inventados y aplicados anteriormente. Y es así como nos supieron hacer franceses a todos los efectos. El resultado, hoy, es el que se ve al pasar la muga y la única esperanza de que todo esto no acabe en la aniquilación definitiva de cualquier rastro de catalanidad recae con exactitud en las manos y en la conciencia de los catalanes del Principado. La independencia de Cataluña es el único camino para esperar salvar, al norte, algunos fragmentos de lengua, de identidad, de memoria y tal vez, pues, de deseo de reconstruirse mirando hacia el sur.
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