La celebración de un referéndum en Tortosa sobre el monumento franquista inaugurado en el Ebro en 1966 ha desatado una polémica encendida que invita a la reflexión, desde la tranquilidad, como es debido siempre que se habla de los traumas del pasado reciente, especialmente de la Guerra Civil y la dictadura.
Uno. Considero una anomalía la pervivencia del gran monolito de Tortosa. Soy partidario de retirarlo y, una vez trasladado, utilizarlo para explicar la historia. Pero lo importante no es lo que yo haría. Lo relevante es entender los porqués de este episodio y, sobre todo, de qué manera el pasado y el presente se influyen en la creación de unos determinados imaginarios y en la fijación de unas narrativas que –más o menos fieles a la realidad– sirven para delimitar el perímetro de unas identidades.
Dos. Los monumentos tienen un tiempo de caducidad. Josep Piqué Tetas, alcalde de Vilanova i la Geltrú entre 1976 y 1979, y padre de Josep Piqué Camps, el ministro de Aznar, lo sabía muy bien. En mi ciudad, el monumento “a los caídos” –ubicado en la céntrica plaza de las Neus– fue trasladado al cementerio (y reinterpretado con una placa que mencionaba a todos los muertos) por orden del alcalde Piqué, en enero de 1977, medio año antes de las primeras elecciones. Piqué lo comunicó al gobernador civil cuando la brigada de obras ya había desmontado el monolito.
Salvador Sánchez-Terán, que era el gobernador y uno de los artífices de la operación Tarradellas, se enfadó muchísimo, pero el criterio del alcalde prevaleció. La transición –momento incierto y convulso– ofreció rendijas que unos quisieron y supieron aprovechar. Otros, no.
Tres. Reinhart Koselleck, experto en memoria y monumentos, explica que “la relación entre el imperativo político-social de sentido y su configuración por medio de imágenes ha sido producida a través del lenguaje de las formas de los monumentos, que debe llegar a la sensibilidad del observador. Ambas, la forma y la sensibilidad, subyacen en el cambio histórico, pero se modifican claramente en variados ritmos temporales. De ahí que se diluyan las identidades que debe evocar un monumento, en parte porque estos eluden la capacidad de recepción sensual de formas, en parte porque las formas configuradas comienzan a hablar un lenguaje diferente del que previamente les había sido asignado. Al igual que todas las obras de arte [sublimes o vulgares], los monumentos tienen un excedente potencial de significados que elude los fines con los que fueron erigidos”. Si no se comprende esto, no se puede analizar seriamente la relación (sentimental, apolítica y a la vez indiferente) de la sociedad tortosina con este monumento, de una calidad estética descriptible. Algunos tortosinos lo verbalizan de manera más sencilla que Koselleck: “Hace mucho que está ahí, nos hemos acostumbrado a él”.
Cuatro. El río Ebro es un lugar de memoria. En términos generales y en la Guerra Civil, como escenario de una de sus batallas decisivas. A la vez, el monumento de Tortosa es también –quiérase o no– un lugar de memoria, y como tal fue concebido por el régimen de Franco. Hay una sobrecarga de sentido: un lugar de memoria franquista en un lugar de memoria –el río– abierto a todas las interpretaciones. Lugar sobre lugar, memorias en disputa, dislocaciones, solapamientos y desfiguraciones. El historiador francés Pierre Nora es el padre de la teoría de los lugares de memoria. “Los lugares de memoria –escribe Nora– nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, de que hay que crear archivos, mantener aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres, labrar actas, porque esas operaciones no son naturales”. Ningún lugar de memoria es inmutable ni queda al margen de la corrección del tiempo en manos del tiempo. Nora considera que lo que hace apasionantes los lugares de memoria es “encerrar el máximo de sentidos en el mínimo de signos” y el hecho de ser aptos “para la metamorfosis, en el incesante resurgimiento de sus significaciones y la arborescencia imprevisible de sus ramificaciones”. Memoria adherida a memoria, como en la estación de Bolonia, donde se superpone el dolor de la Segunda Guerra Mundial con el de los años del terrorismo negro y rojo que asolaron la ciudad.
Cinco. Después de hablar con varias fuentes tortosinas y ebrenses no tengo una sola respuesta. Hay –me parece– una suma de inercias y actitudes, un magma local donde la costumbre se solapa con la indiferencia cotidiana, que podría explicar la aceptación pasiva de un monumento que –como editorializaba el semanario L’Ebre– “una parte de la población ha optado por convertir en otra cosa” diferente de la exaltación de la victoria franquista. Algunos han caído en la simplificación, en vez de hacer el esfuerzo de comprender, aplicando a los tortosinos una caricaturización que, en cambio, se denuncia cuando la recibe el conjunto de los catalanes. Ahora bien, las últimas noticias del interior confirman que la desfranquización pendiente es una tarea urgente más allá de los monumentos.