Por más que los altavoces del establishment intenten disimular, nos encontramos a las puertas de las elecciones catalanas más trascendentes de las últimas décadas, unas elecciones que permitirán generar el mandato sobre la independencia que ha sido imposible sacar adelante a través de un referéndum acordado. Uno de los elementos que hacen más visible que no nos encontramos ante unas elecciones autonómicas convencionales, es la singularidad excepcional de las fuerzas que concurren, organizadas en marcas y coaliciones hasta ahora inconcebibles. Son síntomas de un cambio profundo en la política catalana, que arranca, ya se ha dicho muchas veces, en el fracaso del despliegue del Estatuto, el último instrumento de consenso que podía haber arbitrado las tendencias divergentes entre una Cataluña que reclama soberanía y un Estado Español ansioso de recentralizar poderes.
El caso es que, a partir del fracaso de esta oportunidad de entendimiento, junto con la irrupción de una crisis económica que se ha hecho crónica, se ha roto el pacto de la Transición, y amplias capas de la población catalana han iniciado el camino hacia una ruptura democrática.
Ha emergido, por tanto, un nuevo escenario, que obliga a los partidos a reubicarse en unas coordenadas diferentes a las que proponía el autonomismo. En este fuerte movimiento tectónico, los partidos que se resisten a abandonar el anterior paradigma sufren un descenso en la intención de voto. Un ejemplo claro es CiU, que ha tenido que separarse, quedando Unión desintegrada y en vías de convertirse en fuerza extraparlamentaria. El otro gran ejemplo es el PSC, que arrastra años de declive. Y un tercer caso: ICV-EUiA, también amenazada por una bajada electoral, y ahora entregada a los brazos de Podemos, bajo la marca CSQP.
Centraré el artículo en esta última marca electoral, como ejemplo de incapacidad adaptativa, y también como muestra de cómo una candidatura de izquierdas puede convertirse, en determinados momentos y contextos, en un instrumento que contribuye a frenar movimientos populares de transformación. Quiero dejar claro de antemano que, a pesar de la contundencia del discurso, se trata de un ejercicio de reflexión que busca abrir el debate y encontrar respuestas a una postura que me parece incomprensible. La crítica es fruto de una decepción y un desconcierto personales, y he sentido la necesidad de expresarla.
Errores de partida
Cuando, hace cuatro años, el independentismo irrumpió con fuerza en la escena política catalana, ICV apadrinó la Tercera Vía cuando parecía una opción viable, o la más probable, y apostó fuerte por ella. Con el tiempo, sin embargo, a medida que se ha constatado que la partitocracia española se opone reiteradamente a plantear un nuevo modelo territorial, se ha descubierto que la vía no conducía a ninguna parte. Existía la teoría, asumida también por CiU, de que ante las demandas independentistas, tarde o temprano el Estado ofrecería alguna forma de encaje para desplazar el rupturismo hacia los márgenes del Parlamento. Pero esta, hay que decirlo, ha sido una hipótesis circunscrita de manera exclusiva a Cataluña: la esperanza de resolución pactada no ha existido nunca, en el Estado español.
Allí hay otras dinámicas, y la cuestión catalana no ha sido nunca un debate troncal, sino una molestia de segundo orden que se podía manejar con las pertinentes dosis de desprecio y castigos constitucionales: asumirlo como un problema ineludible implicaría poner en duda fundamentos políticos irrenunciables y cuestionar a fondo una identidad colectiva sostenida durante siglos. Contrariamente a lo que defienden los predicadores de la Tercera Vía, el PP, el PSOE y C’s tienen un horizonte político inverso a las demandas mayoritarias de la población catalana: menos poder para las autonomías y nula concepción plurinacional del Estado. En este contexto, un modelo federalista o confederalistas, en el que Cataluña pudiera acomodarse a ella a partir de la gestión de los propios recursos, el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, capacidad de decisión en infraestructuras, y blindaje de competencias en materia educativa o cultural, se convierte en una ilusión cada vez más irrisoria. La imposibilidad de lograr la necesaria mayoría de dos tercios para llevar a cabo tales reformas se ha hecho evidente. Nadie con un mínimo de honestidad puede creer y hacer creer que este noviembre se abrirá un escenario propicio a hacer posible un encaje satisfactorio. Es, por tanto, un error pretender edificar el eje central del discurso únicamente a partir de una premisa materialmente imposible de llevar a cabo, debido a que esta opción depende de una voluntad ajena inexistente.
El segundo error, derivado del primero, es la insistencia en separar la cuestión nacional y la social. Esta separación había funcionado en el anterior paradigma autonomista, en el que la cuestión nacional estaba congelada por los pactos del ‘pájaro en mano’, y la cuestión social discurría en un contexto de relativa bonanza económica y garantías de mantenimiento de un minúsculo estado del bienestar. Las dos cuestiones podían plantearse por separado porque, en el fondo, ninguna de las dos se planteaba a fondo y de manera seria. Ahora, que se ha hecho evidente que no es posible hacer políticas sociales sin soberanía, y que no hay soberanía sin una ruptura con el Estado, es cuando la separación de las dos cuestiones chirría por todos lados.
¿Qué propone ICV-Podemos?
Desbravado el espejismo de la Tercera Vía, habiendo quedado como únicas opciones el paso hacia la independencia o bien la aceptación de la recentralización y la intervención, CSQP responde con un silencio incomprensible a la cuestión nacional que, de rebote, deja patente la imposibilidad de dar una respuesta satisfactoria a la cuestión social: el silencio aparece también cuando se pregunta de qué manera se llevarán a cabo las medidas socialmente justas que se defienden. ¿Cómo estableceremos una nueva fiscalidad para repartir la riqueza? ¿Cómo haremos leyes que eviten los desahucios y fomenten políticas energéticas de impulso a las renovables? ¿Cómo podremos financiar hospitales y escuelas públicas? Silencio, por tanto, ante las cuestiones más básicas que la población reclama: nos quedamos con la superficie de los lemas y las intenciones moralmente admirables, pero los mecanismos concretos que deben permitir hacer posible las intenciones no aparecen en ninguna parte, y no aparecen porque la acción de gobierno se supedita, haciendo gala de la mejor tradición dependentista, a una regeneración del Estado que, ahora mismo, aparece como una posibilidad muy remota.
Sabiendo esto, sabiendo que a corto plazo no hay un encaje posible, cabe preguntarse por qué ICV-EUiA se han quedado bloqueados en la propuesta de la Tercera Vía. La formación podría haber iniciado, este último año, un acercamiento hacia el independentismo. Podría haber hecho un esfuerzo de sinceridad y admitir que el modelo federalista, anecdótico en el resto del Estado, sólo se puede lograr a partir de la proclamación unilateral de la república catalana, dejando las puertas abiertas a la federación en una etapa posterior, con un Estado Español reformulado. Esto habría permitido plantear un acercamiento a formaciones como la CUP o ERC. El caso es, sin embargo, que no ha habido capacidad o voluntad para dar estos pasos.
¿Los motivos? La debilidad del federalismo, por una parte, impide que haya recorrido político: en la actualidad, el único movimiento político que encabeza iniciativas de gran alcance para forzar cambios estructurales es el independentismo. El federalismo no es una iniciativa entusiasta, surgida de una ilusión colectiva de mejora económica y social. De hecho, se trata de una contrapropuesta de carácter reactivo, surgida exclusivamente de algunos partidos catalanes, y falta de apoyo social y movimiento articulado. Por tanto, no hay una convicción profunda, un anhelo sincero para alcanzar la España Federal: se sabe, en el fondo, que este proyecto no es viable a corto plazo, porque en España predomina una cultura política de fondo, heredada directamente de una concepción franquista del Estado, que no conecta con visiones republicanista capaces de asumir la plurinacionalidad y la descentralización. En Cataluña mismo, incluso, el autonomismo agrupa más partidarios que el federalismo.
Por otra parte, la atávica vinculación que se ha establecido entre las reivindicaciones soberanistas y la burguesía catalana puede ser otro elemento que explique la alergia a cualquier demanda que pase por la reafirmación nacional, y la indiferencia, o incluso el rechazo, ante la idea de avanzar juntos con el independentismo. Las premisas ideológicas que se toman como punto de partida condicionan las posteriores interpretaciones de los acontecimientos: en este sentido, la vieja losa del soleturismo pesa excesivamente y constriñe la capacidad de interpretar los actos masivos de las últimas jornadas como un movimiento autónomo y de extracción popular. En esta cuestión intervienen elementos conceptuales en torno a los cuales sería interesante reflexionar, y que giran en torno a la concepción de lo que es Cataluña, la valoración de su derecho como pueblo a su plena libertad, y ciertos caminos conocidos del autoodio y la falta de confianza que se tiene en las capacidades colectivas.
Lerrouxismo latente
Así pues, la recuperación del soleturismo ha estallado de manera dramática: la reaparición de los discursos de sabor «antisoberanista» es decepcionante, teniendo en cuenta que otras formaciones como la CUP o ERC habían ido superando el debate identitario. Relacionar estrechamente soberanismo y burguesía, reducir de manera simplista las demandas de soberanía a una simple estrategia de poder de la clase dominante, y apelar al clásico no-nacionalismo y cosmopolitismo propios del nacionalismo oculto y normalizado que impone el Estado, nos devuelve a los escenarios superados del autonomismo. Los que dan importancia a la cuestión indentitaria necesitan, de hecho, que esta cuestión aflore: la insistencia en señalar las demandas de soberanía como expresiones identitarias y burguesas, habiéndose constatado que estas demandas son transversales y multiclasistas, y están centradas en la reclamación de derechos y de soberanía popular, es, de hecho, la verbalización del deseo de una realidad inexistente, y exhibe, en el fondo, la mentalidad nacionalista subyacente de determinados sectores hasta ahora felizmente instalados en un marco territorial incuestionable. El lerrouxismo siempre se ha caracterizado por esquivar la asunción plena e irrenunciable de las libertades de Cataluña como pueblo, y se ha sentido cómodo relativizándolas y circunscribiéndolas dentro de esquemas reduccionistas de meros intereses de clase.
La inadaptación y la falta de propuestas viables ante un conflicto irresuelto, la insistencia en conservar un tablero de juego sin piezas para mover, se ha acabado traduciendo, en el día a día, en un repertorio espectacular de mensajes improvisados y contradictorios: se habla de urgencia social, pero se defiende una tercera vía que, de poder ser posible, no lo podrá ser hasta dentro de unas cuantas legislaturas dolorosamente austeras. Se justifica la oposición a la independencia por estar, supuestamente, liderada por una formación de derechas, obviando que la oposición a la independencia está liderada por sectores situados aún más a la derecha. Se argumenta que no se está de acuerdo con las fronteras, pero nunca se cuestiona el Estado Español. Se habla de procesos constituyentes -que son anticonstitucionales- y simultáneamente se defiende el acatamiento de la Constitución y se habla de la reforma de ésta como la única vía posible para hacer cambios. Se defiende la república y la monarquía a la vez. Se pide que antes de la independencia hay que saber qué país queremos, pero el rechazo a la independencia comporta igualmente un modelo de país impuesto desde fuera, no elegido por nosotros. Se habla de «nueva política», habiendo participado en gobiernos que hacían «vieja política». Se abandera el desafío a la troika, y el modelo a seguir es una Syriza que finalmente ha acatado nuevos rescates con recortes y privatizaciones. El argumentario más repetido es, en definitiva, pura munición de usar y tirar, no una arquitectura de pensamiento honesta y coherente que dé sentido profundo a la acción política.
En consecuencia, este cúmulo de mensajes contradictorios conducen a sospechar que CSQP se ve imposibilitada para hacer planteamientos viables y adaptados al momento actual, con discurso comprensivo y atractivo para amplias capas de la población catalana. Más bien parece que opta por retirarse al fortín seguro de una fidelización electoral restringida a unos sectores sociales muy delimitados, opción que no ayuda nada a lograr la unidad de las clases populares, y en cambio sí que alimenta fenómenos clásicamente divisores y reaccionarios, como lo fue el lerrouxismo en su momento.
La aportación de Podemos
En este sentido, la aportación del flamante nuevo socio de ICV no ha ayudado nada a mitigar estos «handicaps» mencionados. Más bien ha contribuido a reforzarlos: ha reforzado por ejemplo un estilo poco participativo de plantear programas y candidatos, muy lógico teniendo en cuenta que Podemos es un partido que, desde un primer momento, se ha construido a partir del convencimiento elitista que desde un laboratorio universitario, y sin base social activa, se puede diseñar la fórmula milagrosa de ocupación del poder por la vía exprés.
Podemos también parece haber aportado confusión añadida en el encaje de Cataluña en el Estado, así como un rebaje en los contenidos políticos más visibles: mensajes simplificados que rozan el insulto a un electorado potencial que es tratado como si fuera estúpido. En este sentido, el «Derroquemos a Mas», presentado como lema de cabecera, se ha convertido en un eslogan pueril que alimenta una concepción caudillista de la política, haciendo una utilización poco escrupulosa de la demagogia. Probablemente debido a la falta de hoja de ruta definida, el lema revanchista parece que ha pasado a ser la razón principal de la coalición. Al focalizar el discurso en este derribo mágico, haciendo recaer toda la responsabilidad de la crisis en una sola persona (y negando la complejidad de una responsabilidad múltiple, en la que también se podría incluir los antiguos gestores de la Generalitat durante el Tripartito) se cae en una especie de idolatría del adversario, y en última instancia en una infantilización de la política, lo que no ayuda mucho a hacer comprensibles las razones profundas de la crisis sistémica, estructural, que padecemos.
La agresividad simplificada y efectista, sin embargo, ahora ya no se utiliza contra una persona concreta (Mas), ni siquiera contra un partido (CDC), sino contra un grueso social y político más amplio, que engloba también a ERC, la CUP, la ANC, Súmate, y a personas independientes declaradamente de izquierdas. El estilo francotirador persiste, a pesar de los cambios de escenario, por lo que, lo que hace unos meses, en un contexto de elecciones con listas separadas, podría haber sido una estrategia electoral más o menos exitosa, ahora se ha convertido en torpe y contraproducente: es absurdo que una formación de izquierdas cargue de manera tan explícita y prioritaria contra quienes en un futuro próximo deberían ser socios preferentes. Insultar a estas formaciones, definiéndolas como «comparsas de la derecha», es buscar un distanciamiento que parece que pretenda debilitar las necesarias complicidades futuras, y que se opte por la reclusión o la preferencia de entendimiento con fuerzas unionistas y de derechas, contra las que las invectivas son menos frecuentes.
Conclusión
Considerando esta serie de incoherencias, da la impresión de que CSQP ha optado por la renuncia a tener un papel destacado en la acción política transformadora y rupturista que se vislumbra en un horizonte inminente, y que se ha resignado a convertirse en una traba, un escollo, un instrumento reaccionario para moderar y neutralizar, más que para participar en un encuentro de fuerzas de cambio social. Ya sea por indisposición a leer el momento histórico, ya sea por sentimiento de superioridad intelectual y pereza a la autocrítica, ya sea por reticencias identitarias de parte de la militancia, ya sea por una deuda de doce millones de euros contraída con la oligarquía bancaria, o ya sea un poco por todo ello, el caso es que esta formación se ha instalado en la trinchera de la reacción.
No es, en este sentido, nada casual la coincidencia de discurso con las oligarquías: en todo lo relacionado con la cuestión nacional, los argumentos son calcados a los de Unió, PP, PSOE o C’s. Utilizar como argumento la capacidad de coerción los poderes fácticos -y por lo tanto, sutilmente, aplaudir esta amenaza, en lugar de denunciarla- a fin de justificar la inconveniencia de una ruptura unilateral, es bajo y propio de una cultura política basada en el abuso de poder. Plantear escenarios hipotéticos de indefensión, marginación financiera y boicot internacionales, y utilizarlos como argumento para forzar la renuncia a ideales absolutamente legítimos como el de la independencia, se aleja mucho de los planteamiento atribuibles a la izquierda.
A las puertas de una campaña electoral de alto voltaje, se hace difícil imaginar un cambio de rumbo por parte de CSQP. Todo apunta a que su opción será la de insistir en la estrategia frentista, y centrarse, como hacen los partidos unionistas, en cargar contra las dos listas independentistas, atraer votos que sean contados como NO, y buscar el bloqueo del proceso de independencia para asegurar el inmovilismo, el ahogo de la soberanía y la imposibilidad de hacer políticas sociales, coincidiendo y reforzando la estrategia de las oligarquías del país. Nunca es tarde, sin embargo, para recapacitar, al menos por parte de su electorado potencial que siempre está a tiempo de decantar el voto hacia un rupturismo nítido y coherente.
EL CRITIC