Dialéctica en el umbral: cabronazo, ¿hablamos?

¿Te puedo pedir, lector de Crític, que por un momento dejes de pensar que soy un cabronazo de derechas intentando venderte una moto, la misma moto de siempre, y leas las palabras que ahora escribiré como el intento confuso y desarmado de decirte que la libertad que tú quieres y la igualdad que yo quiero no son un juego de suma cero? Esta aproximación tiene dos ventajas: (a) no pretendo convencerte de nada en particular y (b) incluso un cabronazo, en el momento más intensamente equivocado de la vida, ve cosas que están en tu punto ciego. Que sí, Karl, las condiciones materiales y tal: lo discutiremos toda la vida.

Pero hablamos de las municipales.

Incluso si incluimos Barcelona -o vaya, sobre todo si incluimos los 176.337 votos que Barcelona en Común ha sacado a mi casa-, la teoría con la que percibo el laberinto de los mapas electorales que se han puesto tan de moda es poco viàgrica. Aquí mi tesis número uno: todo sigue igual.

Sí, claro, Ada. Sí, claro, el aumento del voto soberanista desde las municipales de 2011. Oh, sí, la CUP aparte. Ok, Trias en la calle. El País Valenciano, Baleares: ‘je t’aime’. La grieta abismal del bipartidismo español, ‘indeed’. No pretendo desecar tus labios menores ni ablandarte la erección. Las victorias cuentan y también las prioridades de inversión pública. Pero de fondo, en el corazón del laberinto, todo sigue igual. Las cosas parece que cambian porque la vida, como la historia, no es nunca circular, siempre avanza en espiral. Cambiamos las altitudes, pero no las latitudes.

El Principado de Cataluña se define políticamente por una dialéctica, una tensión ciega y bestial, un estado de naturaleza irresuelto, que habita perennemente en el umbral que separa la política de la adrenalina. A diferencia de otros rincones de mundo, nuestra tensión encuentra su punto de fuga en el vacío político. Me resisto, ahora y siempre, a hacer uso del esquema cartesiano de los politólogos según el cual tenemos dos ejes, el eje izquierda-derecha y el eje nacional, que explican las superposiciones y los desencuentros de nuestros partidos. No porque no sea verdad, sino porque sólo lo es, de verdad, en el sentido ilusorio de la geometría analítica: yo no soy un punto en una gráfica y tu tampoco. Las grietas ideológicas no explican ni la esperanza, ni la ambición, ni el enamoramiento. Ni el odio.

Pero si tenemos que ir al grano, y esto significa simplificar, supongamos que tenemos tres espacios: el espacio de eso que se ha querido llamar catalanismo, que es sobre todo un espacio de la conciencia, el espejo donde se afeita y se lava los dientes y se maquilla el sentido del gusto de nuestra historia; el espacio españolista, que es antes de que otra cosa un espacio de lealtad y, como todas las lealtades, también las mías, solapa sentimiento y razón en partes indistinguibles, que tiene el sabor de todas las clases sociales y también de todos los pliegues históricos -Imperialismo, proteccionismo, ciudadanismo, proletarianismo, inmigración, XVII, XVIII, XIX, XX: elige-; y el espacio social, que es, por encima de todo, un magma impuro de materialismos, teleologías seculares, espíritus de revuelta y organización sindicada: el espejo cóncavo de la voluntad popular, pulido una y otra vez con el trapo sucio de la necesidad.

Ya sé que se me entiende poco, pero lo es expresamente. Todo es una nube oscura y estoy fuera de mi zona de confort, desarmado.

Estos tres espacios son porosos y Cataluña obtiene su personalidad política de la tensión entre estos tres espacios, que son espacios de prioridad, pero no unívocos. Argumenta el catalanismo desde el socialismo o desde el conservadurismo indistintamente, argumenta el españolismo desde los mismos ídem, y se argumenta la revuelta popular desde el espejo convexo de la comunidad histórica tanto como desde el desarraigo racionalista de los estados modernos y las superestructuras internacionalistas.

Por encima, la cúpula institucional: el Estado, la Generalitat, las diputaciones, los consejos comarcales y los ayuntamientos. Por debajo, las asociaciones voluntarias: del grupo scout al sindicato, pasando por el grupo de investigación y el diario digital. Luego está el amor y la amistad y el paisaje y el barrio y etcétera.

Para mí, la clave de todo es que los tres espacios atesoran un legado de exclusión. Y cada vez que la cúpula institucional española y sus agentes de representación entran en crisis, los legados de exclusión se actualizan. La subida y bajada de la marea se puede ver periódicamente en cada siglo desde hace al menos tres, y no pongo más porque las categorías premodernas se nos escapan del imaginario. Pero si eres una marxista dialéctica, que todo podría ser, seguro que eres capaz de hacer la traducción sola. Espiral. Y ahora estamos en luna llena y las aguas se agitan y se mezclan y flotan las basuras como proyectiles afilados.

Pero en este contexto nadie es lo suficientemente fuerte ni lo suficientemente débil para hacer nada más que un conjunto de gestos contingentes, momentáneos, espurios, pírricos, autocomplacientes. Cada vez que sube la marea, se produce una enmienda a los presupuestos de la estabilidad estatal y se desvelan unos discursos más claros y más limpios de culpa, una excitación adrenalítica, un deseo de victoria que no acaba de hacerse voluntad de triunfo porque no está claro que estemos dispuestos a pagar el precio. Y todo precio, por definición, es una renuncia.

 

Tesis uno

Y en la marea confundida y la claridad de la luna llena, todas las fuerzas se anulan unas a otras y todo acaba quedándose igual. Tesis uno. Cuando la revuelta de izquierdas acumula fuerzas suficientes para sacar la cabeza, las fuerzas del orden pretenden explotar la revuelta para mantener los espacios de poder y hacen uso de las fuerzas vivas del poder material. Cuando la revuelta nacional se alza sobre los melindres de la dignidad, las fuerzas vivas de la confluencia socialista arrugan la nariz y hacen uso de la debilidad nacional para hacer avanzar su agenda como un chantaje emocional. Cuando todo se remueve, el españolismo trata de acelerar el caos, porque en el caos el más fuerte no tiene necesidad de ser el más bestia y el pueblo, el pueblo español catalán, reclama su protagonismo con razón.

Mira el mapa de las municipales. Míralo en el contexto de los últimos años. El soberanismo ha llegado al 44%: es su techo y su consolidación. Espejo donde limpiarse los dientes. Hay un claro decantamiento hacia la izquierda: Barcelona, ERC, la CUP. CiU continúa ganando las elecciones globalmente. La aglomeración urbana de las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona se atrinchera en la lealtad a la única ciudadanía disponible, que es la española, y refuerza su lealtad sentimental y racional, tanto como su historia, que es la del PSC. Todo sigue igual: un poco diferente, espiral, siempre en el mismo lugar. Por encima la paciencia del paisaje, los tres espacios se fragmentan en grupos más pequeños, confluencias contingentes, muertos en el armario y deudas pendientes. La victoria institucional -ser Alcalde o tener más presencia en las diputaciones- es más barata. Colau: 176.337 votos, 11 concejales de 41; Maragall sacó 400.280 en 1987, 21 concejales, y CiU, 325.463, 17 concejales. Los 17 mil votos que esta vez han separado a Trias de Colau son la medida de la inmovilidad. Las diferencias entre barrios son la manifestación de las debilidades atávicas. Todo podría haber ido del revés y todas las diferencias serían contingentes, de modo, temporales, a pesar de las divergentes pulsiones de justicia y los evidentes cambios que veremos.

Todo sigue igual porque somos una comunidad con las mismas pulsiones de justicia que cualquier otra, pero vivimos de las debilidades estructurales de nuestros adversarios, sus legados de exclusión. La debilidad del españolismo es su tensión con el paisaje histórico y económico. La debilidad del catalanismo es su tensión con el poder del Leviatán. La debilidad del socialismo cultural es la tensión con la subordinación al statu quo estatal para hacer la revolución o la reforma -que hay de todo-, en la viña del Capital.

Ahora mismo, la ortodoxia del pensamiento bámbico (de Bambi) receta que yo diga que lo que necesitamos es ampliar las mayorías, convencer a los indecisos, conjugar un país posible que no excluya a nadie. ¡Hagamos un país más justo! Guay. En la versión muncipalista, el estupefaciente se resume en el mantra: arrastrar el colauismo hacia el independentismo. Me niego, sobre todo porque me parece una posición paternalista, sustentada en las mismas debilidades que nos han llevado hasta aquí.

Los colauistas que no son independentistas -hay de todo- tienen sus razones: les parece que es un retroceso civilizatorio. Y ni siquiera, pongamos, la muerte de la lengua catalana les parece un precio demasiado alto a pagar -que yo creo que es el precio más obvio, pero no el único-: la lengua es textura y condición material, también. O mercado, si quieres. Dicho de otra manera, el retroceso civilizatorio que sería hacer la independencia, por causa de la hegemonía del discurso nacionalista, les parece un precio demasiado alto para salvar una lengua, aunque sea la suya. O quizás mejor: justamente porque también es la suya, la lengua, el sacrificio universalista es sincero. Este discurso tiene todos los defectos de las ficciones racionalistas, pero es igual eso, todo el mundo tiene sus ficciones, yo el primero. La cuestión es que tienen una razón sólida para no ser independentistas y que, en la práctica, esto quiere decir que suman con el proyecto español, por muy críticos que sean con el mismo. Es la debilidad de la que viven y bien que lo hacen, en el contexto. Que sean partidarios del derecho a decidir está muy bien, y demuestra que todo es poroso, pero importa si creen que pueden salir mejor con la independencia, costes incluidos, y la respuesta es que creen que no. Que ya sé que los hay que sí, quizás Ada incluida, pero entonces es cuestión de urgencias y prioridades, y acabamos en el mismo lugar.

 

Tesis dos

Llegados a este punto, si es que has llegado, y has superado la cantidad de cosas que te deben parecer tonterías de este artículo, confuso y desarmado, aquí tienes la tesis número dos: esto va para largo. Pero cada momento de este largo camino es determinante.

En la dialéctica entre nuestras debilidades, materiales y espirituales, ahora toca la conjugación de la izquierda ante las oportunidades de asaltar los gobiernos. Este hecho, a mí, me parece contingente, que quiere decir circunstancial. No porque piense que la derecha, o el centro-derecha, o la confluencia convergente, volverá, que lo hará tarde o temprano con éste u otro nombre. Sino porque lo fundamental es que por el camino aprendamos algo. En concreto esto: que incluso un cabronazo en el momento más intensamente equivocado de la vida, ve cosas que están en tu punto ciego.

Ahora confieso que te he mentido: sí te quiero convencer de algo. Para hacer lo que sea que acabamos haciendo necesario que la izquierda vele por la derecha, y la derecha vele por la izquierda, es necesario que el catalanismo vele por el españolismo y, en fin, no renuncio a la viceversa, por supuesto en el españolismo popular. Sí, traga el sabor amargo de la adrenalina que se te revuelve en la boca. No quiero decir pactar a él, no quiero decir renunciar a tus prioridades sociales, no quiero meterte un bizcocho por el tímpano.

Quiero decir esto: en un país con instituciones soberanas todos los discursos tienen un espacio más o menos garantizado. Esto es de gran utilidad porque las palabras y las ideas, incluso las de los cabronazos, son un bien preciadísimo, que te permite transmitir el sentido de justicia de tu perspectiva y también encontrar alternativas, polisemias, cuando te encuentras en un callejón sin salida, vital o político, lo admitas o no.

La espiral de nuestras debilidades hace que en un momento de la espiral, cuando la marea de nuestra ambición rompe contra las rocas de nuestra frustración, como no tenemos instituciones que nos garanticen un mínimo espacio de conflicto, las palabras y los objetos que quieren señalar los discursos de nuestros adversarios son automáticamente relegados a la marginación del espacio inarticulado políticamente: el espacio de la adrenalina. Y entramos y salimos de la política por este umbral que hemos tenido a bien llamar Cataluña.

Esto va para largo, y puede durar para siempre, en esta espiral descendente hacia la nada si continuamos viviendo en el umbral. Si, en cambio, mantenemos todas las palabras vivas, todos los discursos, todas las narrativas, existe la posibilidad de que aprendamos algo. Este es un esfuerzo titánico porque es antinatural: la teoría de las posiciones dice que cuando ganas tienes que tratar de derrotar el discurso del cabronazo. Pero esto cobra sentido cuando en medio hay una red -un Estado, si me preguntas a mí- que mantenga vivos no sólo los legados de exclusión, que son material de memoria, sino el legado de los aciertos, que son páginas de historia. Y eso, en nuestro umbral, sólo lo puedes hacer tú por tu adversario.

Ahora me dirás que como mi único instrumento es un martillo toda solución me acaba pareciendo un clavo: los discursos. Pero es sólo metáfora: pasa igual con las políticas. Nuestras políticas se desmoronan hacia la nada porque nuestros consensos nunca los solidifica ninguna institución robusta, sólo contingencias históricas: ahora el pujolismo, ahora el maragallismo, ahora el soberanismo, ahora la revuelta social. Y en consecuencia, a diferencia de otros países, la batalla política se da en la sociedad civil y la batalla de la adrenalina en las instituciones. Es, francamente, un desastre. Es la dialéctica del umbral.

A la hora de la verdad, el único país posible es el que haga de las tres debilidades tres fortalezas. Y así como tu debilidad es el espejo de la de los demás, tu posible fortaleza también lo tiene que ser. Ahora viene la ola de la izquierda, como siempre ha pasado en este despertar cíclico. Pero si tenemos que hacer que esto no siga siempre igual, tendré que tragar el sabor amargo de la adrenalina, joderme el bizcocho por el culo (¡con gran placer, sir!), Y velar por que el discurso de mis adversarios sea muy visible. De lo contrario, yo creo que todos juntos hacemos el ridículo pensando que defendemos una idea de civilización -a derecha o a izquierda- cuando en realidad somos moribundos flotando en la marea de la historia.

La manera de hacerlo, lector de Crític, no sé cuál es, pero adivino que no se trata de dejar ser crítico, o renunciar a mi cabronacismo. Como todavía vivimos en el umbral, para mí, la manera es comprometerse con el discurso del otro desde sus significados. Esto es: entender que hay que entender al otro desde su fortaleza, desde la mejor versión de sus razones. Es la única manera de palpar los límites de tu debilidad.

Esto va para largo, pero si aprendemos algo por el camino, tal vez nosotros saldremos adelante. Habrá un momento en que tendremos que tejer juntos la red, tensarla desde los extremos, y subir a combatir. Llamémosle contrato social. Yo le llamo independencia, pero estoy dispuesto a perder, si estos son los términos.

Desde el umbral, confuso y desarmado: tu cabronazo.

EL CRITIC.CAT

Dialèctica en el llindar: cabronàs, parlem?