Hay quien advierte de los peligros de un exceso de ficción en política, pensando en la Catalunya de ahora. De una manera lúcida, Jordi Mercader -experimentado periodista que conoce el juego político desde fuera y desde dentro- hablaba de esto, el pasado lunes, durante la tertulia de Els matins, de TV3, a propósito de lo que había sido la escenificación televisiva de la firma del decreto de la consulta por parte del president Mas. La reflexión de Mercader es muy pertinente, pero debemos acompañarla de una constatación previa: de la misma manera que la política necesita aferrarse a la realidad para tener sentido, tampoco puede prescindir de unas dosis de ficción para construir oportunidades. Cuidado: cuando digo ficción no quiero decir mentira sino artificio, que no es lo mismo, como saben los artistas y los juristas. Si toda política es representación -eso lo admite incluso la CUP-, es obvio que sólo puede concretarse mediante una forma u otra de artificio.
Alguien podría decir -y diría bien- que “a menos poder, más representación, y viceversa”. Es una regla que encaja en el esquema de la Catalunya autonómica que ahora se resquebraja: Jordi Pujol, durante 23 años de presidencia, llevó la representación de su papel de estadista hasta el máximo de lo que daba de sí la legalidad de lo que realmente era: presidente de una autonomía “histórica” (según terminología de Madrid) y líder regional europeo con buenos contactos. Pero Pujol siempre hacía como si su cargo fuera algo más, una ficción aceptada por todo el mundo, sobre todo por los gobiernos españoles que necesitaban que CiU hiciera de partido bisagra. Como periodista que cubrió algunos viajes oficiales del expresident, puedo decir que el juego de espejos pujoliano funcionaba con eficacia, aunque siempre había riesgo de choque o malentendido con algún diplomático español a quien las audacias simbólicas de la Generalitat podrían sacar de quicio. El como si del pujolismo iba ligado a una tensión permanente -y ordenada- entre las autoridades autonómicas y las del Gobierno. Eran como el gato y el ratón.
Quizás porque el periodismo tiende a no tener memoria, ahora debe haber quien piensa que todo esto empezó con Pujol, cuando no es así. Antes, la gran lección de ficción política creadora de oportunidades la protagonizó el president Tarradellas cuando -de acuerdo con Suárez, los militares y las élites más evolucionadas- retorna del exilio francés gracias a tres reales decretos -firmados entre septiembre y octubre de 1977- que retorcían la legalidad postfranquista para hacer posible el restablecimiento de la Generalitat, antes de que existiera la Constitución de 1978. A los abogados del Estado que hoy mandan en la Moncloa aquella película les debe parecer muy rara, se lo tienen que hacer explicar por Sánchez-Terán, que movía hilos desde el Gobierno Civil de Barcelona. Desde entonces, Madrid no ha hecho una jugada tan buena en Catalunya: parecía que triunfaba la legitimidad histórica pero ganaba la UCD, mientras perdían las izquierdas catalanas, se frenaba el ascendiente de Pujol y se daba tranquilidad a las élites, que temían una Catalunya roja.
Tarradellas no tenía poder y exageró la ficción de su mando y, después, Pujol le imitó hasta superarlo en el artificio (y gracias a tener más competencias). Ambos entendieron que una parte de su acción política pasaba por montar una buena escenografía y asumir el personaje hasta el final. Los presidentes Maragall y Montilla ya se encontraron los decorados y no los cambiaron, lo cual explicaría algunos gestos de explícita complicidad catalanista del segundo, a pesar de provenir de otra tradición. El cargo, a menudo, transforma a la persona.
En todo el proceso soberanista domina la narrativa del como si, que es la misma -por cierto- que dominó la transición. Salimos de la dictadura haciendo como si se hubieran cerrado las heridas de la guerra civil; como si el jefe de Estado de la nueva etapa no hubiera sido preparado y designado por Franco; como si militares, jueces, policías y otros servidores del viejo régimen se hubieran convertido automáticamente a la democracia; como si la corrupción estructural de la dictadura no existiera… Avanzamos gracias a mucha ficción en vena. ¿Cómo puede sorprender, por lo tanto, que una Catalunya sin ningún otro poder que el de sacar gente a la calle explote ahora las ficciones del como si para andar hacia un cambio de statu quo? Como si fuéramos una nación reconocida por España y el mundo; como si fuéramos Escocia y Quebec; como si la Generalitat tuviera más herramientas de las que tiene; como si fuéramos a votar el 9-N… ¿Creen que hay demasiado artificio en todo esto? Quizás sí, quizás no. Hemos visto -desde 1975- que para crear realidad hace falta mucha imaginación: fíjense que Tarradellas todavía es elogiado por fingir que todo iba bien cuando todo había ido fatal. Entonces, los más críticos con el como si eran los ultras nostálgicos y la extrema izquierda purista.
No sé qué pasará, pero no podemos ser tan ingenuos de pensar que el movimiento soberanista alcanzará sus objetivos avanzando sólo en línea recta. Mientras, la gran ficción de hoy no la pone Mas, sino Montoro, cuando presenta unos presupuestos que lo basan todo en un crecimiento de la economía que nadie ha visto.
La Vanguardia