Quien debe demostrar qué?

Cuando alguien afirma algo que, por puro sentido común, tiene muchas posibilidades de ser cierto, no parece necesario exigirle pruebas extraordinariamente exigentes. Por ejemplo, parece razonable que este artículo que ahora están leyendo haya sido escrito en mi ordenador mientras estaba sentado en una silla, etc En cambio, si les digo que lo escribí ayer mientras sobrevolaba los Andes en un globo aerostático, acompañado de Barack Obama y el papa Francisco, sería comprensible que me pidieran al menos una foto del extraño acontecimiento. De hecho, y teniendo en cuenta la rareza extrema de la situación, resultaría también razonable que un experto informático analizara la imagen por si hubiera sido manipulada. En resumen: las afirmaciones extraordinarias exigen pruebas o demostraciones igualmente extraordinarias, mientras que las que se ajustan al sentido común se pueden aceptar sin necesidad de unos protocolos tan severos.

En el proceso político que se vive en Cataluña, en cambio, la carga de la prueba se ha centrado en las afirmaciones más verosímiles, mientras que no se ha exigido ninguna demostración especial o extraordinaria a determinadas aseveraciones manifiestamente extrañas. El gobierno español ha reclamado explicaciones sobre cosas de sentido común, como el posible uso del euro en una Cataluña independiente (sin ir más lejos -más bien poco-, es la moneda de la extracomunitaria Andorra) y al mismo tiempo ha hecho afirmaciones casi delirantes, como que los terroristas islamistas se harían los dueños de este país en un santiamén (Fernández Díaz) o que Cataluña acabaría siendo expulsada incluso del sistema métrico decimal (Margallo). Quien dice cosas tan extremas debe aportar, simétricamente, pruebas extremas que las confirmen. Por supuesto, estas demostraciones no las ha visto nadie. ¿Por qué, en cambio, la carga de la prueba siempre debe recaer en los que afirman lo contrario? He aquí la respuesta a un misterio trivial: porque no es lo mismo cortar el bacalao que no hacerlo, señora.

Hay una segunda cuestión que puede parecer abstractamente epistemológica, pero que aquí tiene una importancia fundamental: la imposibilidad de hacer demostraciones negativas. Volvamos a los ejemplos. Yo puedo demostrar, sin muchos problemas, que tengo un violín: lo puedo enseñar físicamente, o aportar la factura, o el testimonio del vendedor, o mil cosas más. Ahora bien, es imposible que demuestre que no tengo un fagot, por ejemplo: ¿qué pruebas podría aportar, en este caso? ¿Una foto donde salga yo solo, con las manos vacías? ¿Una no-factura, un no-testigo? La exigencia de demostraciones negativas ha sido también una constante en este proceso. «¡Demuéstreme que no existe una mayoría silenciosa en contra de sí-sí!», han interpelado muchos, con diferentes fórmulas, en sede parlamentaria. Bueno, resulta que la cosa funciona justo al revés: quien insinúa la existencia de esta «mayoría silenciosa» es justamente quien debe demostrar su existencia. Todo esto son cosas elementales de teoría de la argumentación, que se pueden encontrar en obras contemporáneas como las de Anthony Weston, Frédéric Cossutta o el mismo fundador de la Escuela de Bruselas, Chaïm Perelman.

¿Quién debe demostrar qué? La respuesta es bien sencilla: las pruebas deben recaer siempre en aquel que hace la afirmación, y deben ser tratadas en función de su verosimilitud o inverosimilitud. Si alguien osa afirmar, por ejemplo, que en una Cataluña independiente desaparecerá la delincuencia común, tendrá que disponer de una prueba muy, muy contundente, en la medida que esto, por puro sentido común, no parece muy probable. Lo mismo se puede decir de las afirmaciones de Margallo o Fernández Díaz. ¿Cuál es la diferencia? Pues que a estos segundos no sólo no se les pide ninguna prueba… ¡sino que son ellos los que exigen a los demás que demuestren lo contrario! (Lo que, como acabamos de ver, no es posible).

Uno acaba constatando que el poder comienza con la apropiación de las palabras y la capacidad de imponer -nunca de consensuar- unas reglas del juego dialéctico ad hoc. Contra esto se puede hacer muy poco -el mango de la sartén lo sujeta quien lo sujecta- pero eso no impide que, al menos, seamos capaces de tener una conciencia clara sobre el asunto, y actuemos en consecuencia. Entre este verano y el 9-N se pueden llegar a hacer las interpelaciones más absurdas del mundo. La lógica mediática invita a responder y, a ser posible, con pirotecnia verbal y todo. Mal negocio. ¿Por qué no interpelamos nosotros? Educadamente, pero con insistencia. Cordialmente, pero sin parar. ¡Cómo cambiarían las cosas, entonces!

Ferran Sáez Mateu
ARA