Desolados, no devastados

Que nadie busque en estas líneas ningún juicio moral sobre los hechos confesados por el antiguo presidente Jordi Pujol. Por una parte, porque ya hay quienes lo han hecho exquisitamente desde una profunda y franca desolación. (Desolación deriva del latín solacium: solaz, consuelo. Es decir, hablo de reflexiones hechas desde el desconsuelo. Una desolación, sin embargo, que también se puede asociar a desolare: devastar, dejar desierto…) Por otra, no me añado porque jamás de los jamases me gustaría verme al lado de los que, más que exigir justicia, disfrutan con los linchamientos públicos, particularmente si se trata de ajusticiar a aquellos adversarios a los que no pudieron derrotar ni en las urnas, ni en la estima del pueblo.

En cambio, repetiré por enésima vez que uno de los déficits más importantes de nuestra democracia es el de la moralidad pública, que, de tan laxa, a menudo es un verdadero lodazal. Ni en todas partes, ni siempre ni para todos, claro, lo que hace aún más heroica la virtud de los muchos que se mantienen apartados, sin que la corrupción les devore o desmoralice. Es cierto que la manzana podrida contagia a las que la rodean, pero en este caso el mal lo tenemos en el cesto. Es aquello de la corrupción estructural del sistema político y social, un mal del que no nos supimos desprender al acabar la dictadura franquista, que la había fomentado y justificado.

No nos hagamos ilusiones: a todos los efectos, en estos asuntos, Cataluña es España. Y cualquier actitud de superioridad moral, a un lado o al otro, envilece a quien la adopta. Por ello, si algún sentido tiene aspirar a la independencia, si una primera razón pasa por delante de todas las demás, es hacer tabla rasa de esta vieja cultura que debilita todo el edificio democrático y que, como se ha visto, no basta con una transición, sino que hace falta toda una ruptura para quitársela de encima. No es que los catalanes seamos mejores, sino que queremos un país que nos haga mejores. Lamentablemente, Cataluña no es un oasis, aunque estos días es el nacionalismo español quien nos trata como si, en corrupción, ya fuéramos una república independiente.

Hace un par de semanas presentábamos el libro de Eugeni Casanova ‘Guerra sucia y discurso del miedo’. Un libro muy bien documentado sobre los últimos quince meses, dice el subtítulo, «hicieron libre a Cataluña». La guerra sucia, sin embargo, poco o mucho, la hemos visto venir, y del discurso del miedo nos hemos sabido reír. En cambio, contábamos poco con el otro gran enemigo: la propia desmoralización. De broma, decíamos que quien sabe si los catalanes haríamos bien el proceso, pero que España nunca nos fallaría. Pues se acabó la broma: ahora hemos comprobado que, si nos desmoralizamos, los catalanes nos podemos convertir en nuestro propio enemigo. He aquí la gran arma, quizás la única, de destrucción masiva de la ambición soberanista.

¿Y hay razones para sentirse abatido por el caso Pujol, más allá de la desolación? Desde mi punto de vista no. En primer lugar, porque el proceso soberanista lo que quiere es liquidar definitivamente la etapa autonomista liderada por Jordi Pujol, y posteriormente enterrada por el tripartito al poner en evidencia que las vías constitucionales de reforma no llevaban a ninguna parte. Pujol, hace más de diez años retirado de la política, se había resistido mucho para dar por terminada su otra herencia -la política-, y se ha añadido a la independencia a última hora y de mala gana. Y ahora su confesión refuerza los argumentos para abandonar el viejo modelo autonómico. En segundo lugar, lo que hace la confesión de Pujol es poner a prueba la fortaleza del país. Ni Estados Unidos se tambaleó por la confesión de Nixon, ni Alemania por la confesión de Kohl, más allá de los respectivos estados de conmoción transitoria. Claro que me hubiera gustado que Pujol nos hubiera ahorrado este final tan poco honorable. Pero si Cataluña tiene ambición de Estado, debe saber superar con serenidad la exposición pública de todo ese pasado -lo que sabemos y lo que descubriremos-, ante el que no se había sido lo suficientemente fuerte como para plantar cara.

Finalmente, sabemos que el camino que queda para hacer posible la libre determinación de la voluntad de los catalanes, y aún después, para hacerla efectiva, exige una gran confianza en nosotros mismos. Una confianza que debe saber convertir la desolación franca en conciencia cívica para evitar la devastación moral y política. Y superar esta prueba de ahora puede ser la señal definitiva de que somos merecedores de lo que aspiramos. No olvidemos: la independencia la hacemos, sobre todo, en contra de nuestro propio pasado de claudicaciones.

 

Salvador Cardús
ARA