«¿Libres e iguales?»

¿Cómo es posible que un novelista que es capaz de crear unos mundos de ficción vivencial y estructuralmente muy complejos pueda ser, a la vez, el mascarón de proa de un manifiesto político tan increíblemente simplista y fanático? Parece como si aquel Mario Vargas Llosa a quien los electores peruanos no quisieron confiar el mando de su país se hubiera autoimpuesto, para resarcirse de su frustración como dirigente político, el deber de ponerse al servicio, como militante entusiasta de la idea esencialista y mítica de la España de siempre. En sintonía, claro, con las directrices intransigentes y guerreras de la FAES.

Del Manifiesto de los «libres e iguales», presentado en Madrid el pasado martes, la primera cosa que sorprende es que los firmantes -más o menos los de siempre-, a la hora de concretar el hecho o hechos que justifican la afirmación de que «España vive un momento crítico», tan sólo acaben encontrando uno, de hecho. A su juicio, el momento crítico no es porque haya un número muy elevado de casos de corrupción, o porque la monarquía haya protagonizado tantos despropósitos, o porque el PP y el PSOE construyeron irresponsablemente la ficción de una España primera potencia mundial con sólo fundamentos tan frágiles como el turismo de masas y la especulación inmobiliaria, o porque el poder político no ha controlado ni impedido los abusos de la banca, o porque el TC parezca la representación de una zarzuela que hace más llorar que reir, o porque el gobierno sea incapaz de encontrar soluciones reales a los problemas de los desahucios o los parados, o porque los servicios públicos estén sometidos a un proceso galopante de degradación, etcétera, etcétera. No, el hecho que determina que España viva un momento crítico es exclusivamente el proceso soberanista de Cataluña. O sea, que haya unos cuantos millones de catalanes que quieran decidir democráticamente su futuro. Que se considere que la ida a las urnas es el gran peligro del momento es un diagnóstico preocupante. Es propio de nacionalistas obsesos la reducción de la realidad a tan sólo la cuestión nacional. Es evidente que los firmantes del manifiesto son un ejemplo de manual del nacionalismo en estado puro. Del español, claro.

Cada frase del Manifiesto se merecería una apostilla. Sin embargo, no disponemos de espacio para hacerla. Lo que parece evidente es que el objetivo básico de su contenido es lanzar un contraataque a la idea -asumida y ratificada por alrededor de un 80% de las fuerzas políticas catalanas- que «Cataluña es un sujeto político y jurídico soberano». Esta afirmación responde a una concepción plurinacional de España y remite a la configuración de carácter confederal que la caracterizó hasta el inicio del siglo XVIII: naciones soberanas que sólo compartían el mismo rey. Frente a la consideración de Cataluña como una nación que tiene existencia por sí misma, está el modelo de la España-nación introducido por los borbones a partir de 1707: la única nación que hay es la castellana, la cual, por el derecho de conquista, adquiere la potestad de ampliar su ámbito a todo el territorio del Estado. La Constitución de 1978 es heredera y beneficiaria de este modelo borbónico de Estado-nación. La interpretación que hacen los Vargas y Llosa y compañía es muy simple: sólo existe el Estado-nación y luego están los ciudadanos. En medio, el desierto. A semejanza de los jacobinos decimonónicos, consideran que sólo son aceptables los ciudadanos que se ajustan a la plantilla de ciudadano que el Estado-nación y su Constitución han determinado que fuera el único válido.

Es realmente increíble que unos firmantes tan sesudos ignoren cosas tan elementales como las siguientes: la Constitución actual es la expresión jurídica del grupo nacional castellano dominante; además de los estados, están las naciones políticas y las naciones culturales; el nacionalismo banal -o sea, el que cuenta con un Estado propio- es el más nacionalista de todos; que hay que distinguir entre el nacionalismo imperialista y el de autodefensa; hay una abundante bibliografía actual -sobre todo anglosajona- que es capaz de concebir los hechos nacionales como unos asuntos de considerable complejidad; que son diversos y numerosos los teóricos del liberalismo plurinacional que han hecho propuestas de conciliación de los derechos generales de los ciudadanos con los particulares de las minorías nacionales con el objetivo de crear un Estado inclusivo y no excluyente; que abunda la legislación internacional -especialmente de la Unesco-, donde se habla con normalidad de grupos lingüísticos, de comunidades etnoculturales, de culturas y de identidades no estatales… Frente a la aceptación de la complejidad cultural y política del mundo real, que se ha incrementado con la globalización, con la consiguiente necesidad de la gestión democrática de la diversidad interna de las sociedades, existe el maniqueísmo anacrónico de quienes definen doctrinariamente el Estado y la nación y que, como consecuencia, terminan concibiendo España como «una unidad de destino en lo universal».

Por cierto, en este territorio maravilloso de libertad y de igualdad que según los Vargas y Llosa y compañía existe por obra y gracia de la España-nación constitucional, es evidente que hay ciudadanos que son más libres y más iguales que los demás. Unos pocos ejemplos: la Constitución impone el deber de conocer el castellano y, en paralelo, lo niega para el catalán; los valencianos no tienen el derecho a tener medios de comunicación en su lengua ni a escolarizar a muchos miles de sus niños y adolescentes, y el Estado no les ampara; en cambio, ese mismo Estado, remueve el cielo y la tierra, con sanción económica a la Generalitat incluida, para que cinco familias de Cataluña tengan una oferta de enseñanza en castellano; en Baleares, hasta un 85% de familias optaron por la enseñanza en catalán y el gobierno de Bauzà se negó a hacerlo posible; a cada ciudadano balear le corresponde una financiación del Estado escandalosamente inferior a la que reciben los de otras comunidades autónomas… En esta granja de cerdos orwelliana que es España, no hay duda de que hay ciudadanos que son más iguales y más libres que los demás.

ARA | Damià Pons