Juego diplomático sucio

Confieso -y no es una confesión retórica- que estoy sorprendido por la práctica diplomática del ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García-Margallo, en relación al proceso soberanista de Cataluña. Margallo, que es uno de los ministros más cualificados del gobierno de Mariano Rajoy -y uno de los pocos a quien, dicen, el presidente español escucha-, fue lo suficientemente listo hace diez meses como para ser de los pocos en darse cuenta de la trascendencia de la Vía Catalana. Por ello, es inexplicable que tanta inteligencia política vaya por caminos tan desoladores.

No me refiero a los objetivos de la diplomacia española. Que el ministro se haya metido entre ceja y ceja impedir que los catalanes tengamos la oportunidad de decir si queremos ser independientes -y sobre todo que no lo llegamos a ser- es de lo más previsible. Como quien dice, por eso cobra. Incluso, reconozco el acierto del Gobierno de darse cuenta de que es en el ámbito internacional donde realmente, tanto los unos como los otros, nos jugamos la partida. España no querrá reconocer nuestra independencia por las buenas. Y nosotros solos, no podemos proclamar unilateralmente si no tenemos la certeza de que alguien, al otro lado, nos escuchará. Sólo el reconocimiento internacional del gesto es lo que puede llenar de contenido real la independencia y hacerla efectiva. Por eso necesitamos fundamentar todo el proceso en una expresión democrática de nuestra voluntad que cumpla los estándares más exigentes.

Por tanto, lo que resulta raro no son los objetivos de Margallo, sino los procedimientos. Por un lado, está la enorme presión sobre las cancillerías de todo el mundo, sobre tantos altos funcionarios a todos los niveles, para boicotear cualquier intento de explicarse de las autoridades catalanas. Algunas voces que piden discreción aseguran que la insistencia llega a extremos tan ridículos y se hace tan incómodo que, a menudo, produce el efecto contrario al buscado. Pero, sin duda, lo más grave son los atentados directos a la libertad de expresión. Unos atentados que comenzaron con el escándalo de la represalia -reconocida explícitamente por Margallo en sede parlamentaria- sobre la doctora Clara Ponsatí, que truncó su estancia en la Universidad de Georgetown. Unos atentados que pasan por las recientes presiones -fracasadas- sobre el embajador de Israel en Ecuador para impedir que Pilar Rahola hiciera el discurso del Yom Ha’atzmaut, que la comunidad judía le había invitado a hacer. Y que llegan hasta la suspensión, la misma víspera de la conferencia que hace tres semanas había de pronunciar Carles Viver Pi-Sunyer, director del Instituto de Estudios Autonómicos y presidente del Consejo Asesor para la Transición Nacional, en el principal think tank de Bruselas, el ‘Centre for European Policy Studies’. Y son sólo algunos de los muchos casos documentados.

Desconozco si el tipo de presiones políticas que Margallo hace sobre los representantes políticos y los altos funcionarios de los estados se ajustan a lo que es habitual en el mundo diplomático. Es difícil imaginar cómo el embajador de Estados Unidos en España, James Costos, se debía tomar la amonestación de Margallo por el hecho de decir una obviedad tan grande como que las empresas estadounidenses en Cataluña, en caso de independencia, se adaptarían a la nueva situación. En cambio, sí tengo la certeza de que los atentados a la libertad de expresión de ciudadanos libres, en pleno siglo XXI, sea en América Latina, los Estados Unidos o Europa, son un escándalo tan grande que no acabo de entender que no merezcan más atención por nuestra parte y la reprobación firme y escandalizada del mundo en general. Aparte, claro, que me gustaría que los catalanes ganáramos el respeto internacional más por méritos propios que por descrédito del contrincante.

ARA