El turista Jorge Cañas en la isla Robinson Crusoe

Recientemente EMPAR Moliner reflexionaba en el Ara sobre la irritación con que un diputado de Ciudadanos negaba que su padre (inmigrado desde Andalucía) fuera un inmigrante. La señora Moliner focalizaba un hecho crucial: la negación del dolor sufrido por los exiliados económicos del franquismo. Que en muchos casos no huían sólo de la miseria, sino también de la represión y las arbitrariedades de caciques y terratenientes.

 

Somos muchos los que pensamos que hacer un país nuevo es una oportunidad única de cambiar muchas de las dinámicas que no funcionan. Y esto implica sustituir las leyes españolas por otras creadas ‘ex novo’ o copiadas de los países en los que nos queremos reflejar. Esto también afectará a la definición jurídica de ‘catalán’, que dejará de significar ‘ciudadano español domiciliado en Cataluña’. No sorprende que los anexionistas den a esto tanta importancia: hay gente que ahora no gozan aquí de ciudadanía y que probablemente pasarán a tenerla; hay gente que ahora son ciudadanos de pleno derecho que quizás preferirán no perder la ciudadanía española o rechazarán explícitamente la catalana. La ley deberá especificar qué requisitos debemos cumplir quienes optamos por solicitar la ciudadanía catalana. Y de ninguna manera la podremos imponer a los que la rechacen, como hacen los españoles con nosotros.

 

Desde la óptica catalana, habrá que ser muy cuidadoso en no discriminar a los inmigrantes según su origen, cultura, religión o lengua; o según si inmigraron con ejército o sin; o si en su país de origen proceden de las élites descendientes de los colonizadores españoles o de los pueblos indígenas. El tema me parece muy delicado y me suscita muchas preguntas y pocas respuestas, pero habrá encontrarlas.

 

Una evidencia de cuán delicado, es que haya un oxímoron como ‘inmigrante de segunda generación’, con más de 75.000 ocurrencias en Google. Si el término tiene tanto uso debe ser, en parte, por actitudes xenófobas de rechazo a los nuevos catalanes con rasgos raciales que evidencian raíces foráneas o que mantienen costumbres, indumentaria, hábitos religiosos que con mentalidad racista se consideran impropios de los catalanes; recordemos la campaña #sócunnoucatalà («soy un nuevo catalán») que invitó al racista Anglada a largarse en respuesta a un twit suyo que despreciaba a una criatura catalana de raza negra. Pero también ayuda a dar sentido al oxímoron la actitud supremacista con que algunos hijos de inmigrantes (incluso desde el parlamento) rechazan la lengua, la cultura, la identidad de la sociedad que acogió a sus padres y donde han nacido ellos.

 

Se les ha producido trabajo a los sociólogos, etnólogos, juristas, políticos… Como lingüista, no sé si les podré ayudar, pero me preocupa la irresponsabilidad con que algunos oportunistas cazavotos prometen cooficialidades que inevitablemente crearán castas lingüísticas entre los inmigrantes y desmotivarán a la mayoría de los ‘otros catalanes’ a integrarse. Una cooficialidad que ni es necesaria ni nos acerca a los países normales.

 

Requerir un determinado nivel de conocimiento de la lengua propia, con exenciones cuando sea necesario o con períodos transitorios, forma parte de los procesos de obtención de la ciudadanía en Francia, en España y en Gran Bretaña, sin ir más lejos. Tal vez por eso algunos se empeñan en tratar al español como lengua propia de Cataluña, como vía para perpetuar los privilegios de una parte de los inmigrantes. El peligro de que estos privilegios hagan inviable la pervivencia de las lenguas autóctonas llevó a los redactores de la Carta Europea de Lenguas Regionales o Minoritarias (CELROM) a no considerar las lenguas de la inmigración ni como territoriales ni como propias de los pueblos nómadas.

 

Conocedor como soy del sesgo cultural que a menudo impregna los conceptos y obnubila nuestro razonamiento, sesgo que suele impregnar los diccionarios, me gusta comparar definiciones entre diccionarios, si puede ser, foráneos. Los veo como la expresión de la jurisprudencia popular. Quizá por eso me irrita que la Real Academia Española de la lengua castellana se constituya en cuarta cámara legislativa, modificando el diccionario para hacer el trabajo sucio a la tercera cámara legislativa (denominada Tribunal Constitucional). La búsqueda del verbo ‘inmigrar’ me ha reportado un ejemplo diáfano de estos sesgos culturales.

 

Si lo buscamos en el diccionario de Oxford University Press, nos remite a ‘inmigrante’, que es ‘A person who comes to live permanently in a foreign country’. En el Larousse, encontramos inmigrante, ‘verbe intransitif’ ‘Venir se fixer dans un pays étranger au sien’. Y el DIEC da ‘inmigrar v. intr. [LC] [SO]’ ‘Venir a establir-se en un país que no és el propi’. Hasta aquí, pequeñas variaciones (extranjero-no propio) y coincidencias como establecerse =’se fixer’ = ‘to live Permanently’, que deja fuera del concepto a los turistas y transeúntes (pero no algunos casos escurridizos, como los de los diplomáticos); o país = pays = country, que contextualizan como marco referencial un término geográfico difuso y no el Estado, como hubiera gustado a Jorge Cañas.

 

La sorpresa nos la aporta el DRAE con una definición que debe venir de la primera edición (1780): ‘inmigrar. (Del lat. Immigrare). 1. Dicho del natural de un país: Llegar a otro para establecerse en él, especialmente con idea de formar nuevas colonias o domiciliarse en las ya formadas’. Empiezo a entender que un español como Jorge Cañas y un catalán como yo no apliquemos el término inmigrante de la misma manera… Y hace entrar en juego una constelación semántica más compleja: si ya estaba poco adecuado el término ‘inmigrante’ para referirse a un diplomático, ahora me doy cuenta que tampoco lo aplicaría a un misionero o a un colono. Y la frontera semántica parece bastante clara, entre la persona que quiere pasar a formar parte de la sociedad de acogida y la que no, especialmente cuando pretende transformarla. Y es que el concepto de ‘inmigrante’ que nos propone el DRAE es casi idéntico al que propone para colono: ‘colono, na. (Del lat. Colonus, de Cole, cultivar). 1. M. y f. Persona que coloniza un territorio o que habita en una colonia.’ En el Weltanschauung de la religión españista, no cabe la posibilidad de integrarse en el país de acogida.

 

Las cuatro definiciones de inmigrar coinciden en dar argumentos a quienes consideran que no podemos hablar de inmigrantes para referirnos a personas nacidas aquí; pero se hace, sobre todo como antónimo de ciudadano en aquellos estados donde la ciudadanía no se obtiene por ‘ius soli’. No sabemos si la República Catalana elegirá entre el ‘ius sanguinis’ y el ‘ius soli’ o adoptará ambos, pero si se adopta cualquier fórmula de vinculación entre ciudadanía y conocimiento de nuestra lengua (la mínima sería exigir el conocimiento pasivo del catalán), tengo por seguro que será necesario que la República Catalana emplee recursos y esfuerzos considerables en lograr que muchas de las personas que ahora no tienen la ciudadanía española lleguen a tener la catalana; y que habrá personas que ahora tienen la ciudadanía española que sólo podrán optar por la catalana según los requisitos que adoptemos (por ejemplo, si copiamos la sabia disposición británica de eximir a los mayores de sesenta y cinco años).

 

Entre las preguntas que me hago, hay una que trataré de responder en el futuro: ¿cuándo deja de verse o ser vista como inmigrante una persona? Partiendo de las definiciones anteriores, parece claro que o bien cuando deja de residir en el país o bien cuando deja de verse-ser visto como extranjera en este país.

 

Me enorgullezco de mi primer apellido (De Yzaguirre) y de las raíces vascas que evidencia, pero nunca me ha preguntado nadie si soy inmigrante (sólo tengo una anécdota divertida con Tísner que quizá algún día explicará Màrius Serra). Será porque mi bisabuelo hizo suyo este país sin reservas.

 

En todo caso, eso que el señor Cañas padre no es un inmigrante, él, al que tanto se llena la boca para decir que la legalidad heredera del franquismo debe pasar por delante de la democracia, él, insisto, lo tendrá que hacer entender a los responsables del Instituto Nacional de Estadística, que publican los datos de los flujos migratorios separando las migraciones exteriores de las que consideran interiores (aunque sean entre nacionalidades diferentes).

 

A mí no me gusta que el señor Rajoy diga que los catalanes somos propiedad de los españoles: me demuestra que me ve como un esclavo, de nombre Viernes (Bosch ‘dixit’), pero no le puedo decir cómo debe pensar; al señor Cañas quizás no le gustará que no veamos a su padre como un turista, un misionero o un diplomático, o que lo invitemos a ‘volver’ como turista a la isla de Robinson Crusoe, pero de la misma manera que no puede imponer que nos sintamos españoles, tampoco puede imponer su visión de la inmigración española como si se tratara de un episodio de mudanzas; mucha gente se vio expulsada de su país por los que nos quisieron convertir en instrumentos del genocidio lingüístico; afortunadamente ni la dictadura franquista ni la dictablanda neofranquista lo han logrado, por mucho que al señor Cañas le pese.

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