El pasado martes, 8 de abril, Mariano Rajoy, presidente del gobierno español, bajó a la arena parlamentaria -esta vez sin esconderse detrás de la pantalla de plasma- para responder al desafío de la delegación catalana. Gustará o no, pero hizo un discurso bien trenzado y pronunciado con la convicción de que estaba diciendo la última palabra sobre el asunto. Ni tomando quinientos cafés con el presidente Mas, dijo, cambiaría de criterio. Un «no» resume bien los casi cuarenta minutos de discurso, pero creo que tiene interés un poco más a fondo en el análisis de su razonamiento para saber qué han entendido de todo.
Y una forma sencilla de hacer este análisis es observar qué pasajes del discurso merecieron el aplauso entusiasta de la actual mayoría absoluta de las Cortes. Porque la intervención de Rajoy, además de los dos aplausos inicial y final de pie -de hecho, largas ovaciones-, tuvo hasta catorce interrupciones. Esto es, prácticamente, un promedio de aplauso cada dos minutos y cuarenta segundos. ¿Y qué aplaudieron sus señorías del PP? Veamos.
En síntesis, los aplausos señalan la línea argumental del discurso, desarrollado en tres apartados y una conclusión. Los primeros cuatro aplausos destacan la apelación a la Constitución para amparar la unidad de la nación, su indisolubilidad y la soberanía indivisible de los españoles. Aplaudieron cuando Rajoy dijo que el asunto afecta a todos los españoles; que la Constitución protege «contra el mal tiempo» -nuestra consulta es, pues, un temporal-; que no se pueden saltar la Constitución ni aunque quisieran, y, además, que los catalanes aceptamos el pacto constitucional sin imposiciones y sin pensar que era un grillete, de manera que aquella ya fue la auténtica autodeterminación de Cataluña.
Los ocho aplausos siguientes fueron para la parte central del discurso, donde se nos trataba con condescendencia: que lo que pedimos no pasa en ninguna parte del mundo; que ya les gustaría a los escoceses tener las competencias de aquí; que gracias a la Constitución nunca habíamos tenido tanto autogobierno; que él creía en Cataluña más que nuestros representantes; que no se puede entender Cataluña sin ser España (¿de España?); que todos los españoles nos reconocen los méritos que tenemos y que ser autónomos no significa ser soberanos. Un aplauso más fue para el argumento final: la democracia no la hacen las urnas sino la Ley, en mayúscula. Finalmente, y como conclusión, los dos últimos fueron para subrayar el desprecio a nuestras aspiraciones: querer la independencia es querer ser la isla de Robinson Crusoe, y que sí que nos escuchan y entienden pero, simplemente, que no tenemos razón.
Queda claro, pues, la respuesta del presidente español, enfatizada por las aclamaciones del hemiciclo. Y yo saco dos ideas definitivas. Una, que aceptan que Cataluña se autodeterminó en 1978 «de la manera más libre y más auténtica». Es decir, que reconocen que hace treinta y cinco años sí que éramos un sujeto soberano, y que consideran el pacto constitucional como un acto de sujeción y renuncia, ahora convertido en un grillete del que no nos podemos deshacer. La otra constatación es la que se esconde en el hecho de que más de la mitad de las ovaciones aplaudieron el trato condescendiente y perdonavidas con que solemos ser obsequiados. La condescendencia es la forma de autoritarismo político propia de las relaciones coloniales. Y si bien en sentido estricto no somos una colonia, es obvio que así nos consideran: están convencidos de que no valoramos la protección que nos proporciona la metrópoli, que somos tan burros que no sabemos qué nos conviene y que nos han de proteger de nosotros mismos. Sí: Rajoy confirmó las razones que nos empujan a emanciparnos de su tutela.
ARA