Llegado a las librerías hace pocas semanas, acabo de leer con fruición ‘Morir Matando. El franquismo ante la práctica armada’, 1968-1977 (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2014), volumen que el joven colega Pablo Casanellas Peñalver ha escrito como derivación de la tesis doctoral que leyó hace un tiempo en la UAB .
Se trata de un estudio extremadamente solvente y documentado sobre la actuación represiva de la dictadura de Franco durante sus últimos ocho o nueve años, y en especial sobre la confrontación entre el régimen y las organizaciones armadas («terroristas», según la terminología oficial de la época) que proliferaron y multiplicaron su actividad en ese período. A pesar de esta colisión, sin embargo, el libro -y esto es lo que lo hace más valioso- lo analiza sobre todo desde la perspectiva del poder franquista.
Por tanto, disecciona el gradual endurecimiento legislativo y los cambios judiciales adoptados en Madrid para hacer frente al «desafío subversivo»; se adentra en los archivos gubernativos y policiales para conocer cómo valoraban gobiernos civiles, comandancias de la Guardia Civil y Jefaturas de la policía la multiplicación de atentados, manifestaciones antirepresivas y convocatorias de huelga; e incluso explora el terreno siempre opaco de las respuestas parapoliciales (los inicios de la «guerra sucia») y del papel de los servicios secretos.
Como ya se deben imaginar, el centro de gravedad del estudio de Paz Casanelles es el País Vasco, donde a partir de 1968 los atentados de ETA y de sus sucesivas ramificaciones, la brutalidad indiscriminada de la represión, la hegemonía social del nacionalismo y el crecimiento vertiginoso de un verdadero antifranquismo de masas dieron lugar -sobre todo en Gipuzkoa, y también en Bizkaia- a una situación semiinsurreccional que no tenía precedentes desde el fin de la Guerra Civil.
En este escenario, aparte de decretar estados de excepción, de organizar consejos de guerra sumarísimos, de promulgar decretos ley antiterroristas o de convertir la tortura de los detenidos en una rutina, algunos aparatos del poder franquista también reflexionaron sobre qué podían hacer en el terreno de la iniciativa política, para recuperar el apoyo social perdido en las provincias vascas. Pau Casanellas da a conocer diversas propuestas de este tipo: un Plan de Desarrollo político elaborado por el Consejo Provincial del Movimiento de Gipuzkoa ya en 1968; el Plan Udaberri, surgido de los servicios secretos en 1969, y tres documentos «sobre la posible acción política», «sobre la posible acción educacional» y «sobre la posible acción cultural» que las estructuras guipuzcoanas del Movimiento sugerían desarrollar con urgencia en septiembre de 1975.
Aunque redactados con siete años de diferencia, este conjunto de textos resultan muy homogéneos. ¿Y qué proponen? Pues básicamente tres cosas. La primera, «estudiar las posibles formas de incrementar la emigración de trabajadores a las provincias vascas y despertar en esos grupos conciencia propia mediante la creación de asociaciones (controladas) ”; o, dicho de otra manera, “ fomentar las casa regionales […] que mantenga[n] el espíritu español en estos inmigrantes», porque «el nacionalismo de un Pérez o un García es peor que el del que lleva un apellido lleno de erres».
La segunda idea pasaba por la neutralización de las ikastolas -descritas como «un fermento para el separatismo», el «caldo de cultivo del que extraer más tarde los activistas del terrorismo» – y por un control más eficaz de todo el sistema de enseñanza, gracias a maestros «de reconocida identificación con el régimen» y a una «depuración política» del conjunto del personal docente. Y la tercera propuesta consistía en fortalecer los diferentes dialectos del euskera, «dificultando la maniobra de unificación artificial del idioma que se desarrolla actualmente», con el objetivo último de «fomentar la personalidad diferenciada de cada provincia, dificultando la creación de un frente vasco unido».
O sea, y en resumen: promover en el País Vasco la fractura social entre autóctonos e inmigrados, y movilizar a estos últimos contra las reivindicaciones nacionales; recuperar la enseñanza obligatoria como una herramienta de españolización de los alumnos, y negar la unidad de la lengua vasca, fomentando la fragmentación dialectal y dificultando la creación de un estándar único, el euskera batua. Y bien, ¿no es eso básicamente el mismo que, respecto de Cataluña y del catalán, anunció Aznar («antes se romperá… «), lo que pretenden las políticas del ministro Wert y del presidente Bauzá, lo que intentan los secesionistas lingüísticos valencianos, los inventores de ‘lapaos’, ‘llengos baléàs’ y otras sandeces?
Que nadie se alarme ni se escandalice: no estoy equiparando las políticas del franquismo final en relación a Euskadi con las del PP de Rajoy en relación al actual proceso catalán. No podría, porque allí hubo muchas decenas de muertos, y aquí ni un contusionado. Hablo del utillaje mental, de las categorías conceptuales, de la clase de ideas con que las estructuras del Estado, enfrentadas a lo que interpretan como un reto extremo -ya sea insurreccional o democrático-, responden. Y sí, las ideas son muy parecidas, tal vez porque las estructuras del Estado también.
ARA