El catalán en un Estado independiente: perspectiva psicológica

La cuestión del estatus que debería tener la lengua catalana en un Estado catalán soberano puede abordarse desde varias perspectivas complementarias. Es obvio que los especialistas en derecho tendrán mucho que decir, así como los excelentes sociolingüistas con que contamos.

La aportación que tengo la intención de hacer con este escrito se centra en el punto de vista psicológico, y en las posibles consecuencias que las diversas alternativas pueden tener sobre el comportamiento de los hablantes individuales, y especialmente, sobre la conducta de elección lingüística.

En cualquier interacción social, las personas que están capacitadas para expresarse en más de un idioma pueden elegir cuál de las lenguas que conocen usarán. En sociedades con la lengua normalizada, como las de nuestro entorno, la elección se ve muy facilitada por múltiples estímulos presentes en el entorno (paisaje lingüístico visual y auditivo) y en la historia de aprendizaje individual (escolarización, medios de comunicación, usos sociales dominantes…). Así es como una persona que se expresa en castellano, en Salamanca, incluso si sabe hablar más idiomas, no dudará en absoluto a la hora de usarlo para cualquier propósito comunicativo, y -un aspecto que no es nada trivial en este ámbito- se sentirá perfectamente cómoda con su elección.

Muy diferente, por el contrario, es la situación para alguien que se expresa en catalán, que en Valencia, en Reus o Barcelona puede experimentar muchas dudas sobre qué lengua le conviene usar en unas u otras ocasiones. ¿Por qué nos pasa esto?

Aprendizaje de lenguas

Cuando aprendemos un idioma, aprendemos también las condiciones de uso. Y esto ocurre tanto si se trata de la primera lengua como de otra de aprendida con posterioridad. Durante muchas generaciones, la mayoría de los que hablamos catalán lo hemos aprendido como lengua familiar, al tiempo que aprendíamos que la norma social era la de usar principalmente el castellano, especialmente en los ámbitos más formales y, por supuesto, con las personas que no se expresan en catalán.

La situación sociolingüística en la que hemos crecido resulta de un supremacismo lingüístico (Moreno Cabrera, 2008; Whitley y Kite, 2010) plasmado en múltiples normas legales y sociales. Para ilustrar esto, basta hacer notar que la Constitución española, que es la ley de rango superior que todavía nos afecta, establece la obligación de conocer el castellano («Todos los españoles tienen el deber de conocerlo y el derecho de usarlo»), independientemente del territorio del Estado donde se encuentren, mientras que, mediante una referencia a los futuros estatutos de autonomía relega «las demás lenguas españolas» (sin mencionar el catalán por su nombre, por lo tanto) a la condición meramente subsidiaria de ser un derecho individual circunscrito a algunos territorios, y sin el deber de conocimiento correspondiente, que garantizaría el ejercicio del derecho. ¿Cómo puede alguien ejercer su derecho a expresarse en catalán si la persona con la que pretende comunicarse no tiene ninguna obligación de saber su idioma? ¿Y si esa persona, además, posee algún tipo de autoridad? ¿Cómo podría alguien hacer valer su derecho, por ejemplo, ante un policía o un juez que no tienen ninguna obligación legal, ni siquiera de entender el catalán?

En términos psicológicos podemos decir que dicho supremacismo lingüístico genera dos consecuencias muy diferentes sobre los hablantes, en función de si se identifican con la lengua dominante o con la subordinada.

Brevemente, podemos decir que los hablantes de la lengua subordinada aprenden mayoritariamente la indefensión (Suay y Sanginés, 2004); una condición profusamente estudiada, tanto en animales como en seres humanos, que resulta de afrontar situaciones de castigo inescapable (Maier y Seligman, 1976), y que genera un conjunto de respuestas de adaptación que incluyen descenso de la motivación, baja autoestima, menor capacidad para reconocer el control y resolver problemas, depresión o sumisión (véase Maldonado, 2002). En la elección lingüística, la indefensión aprendida (también desamparo aprendido) facilita la adopción de conductas sumisas, consistentes en adaptarse sistemáticamente al idioma dominante, con cualquier tipo de interlocutor y en la práctica totalidad de las circunstancias (Suay y Sanginés, 2005; Suay, 2009). Obviamente, la generalización de este tipo de conducta contribuye notablemente a facilitar la sustitución lingüística, en la medida en que hace completamente innecesario el conocimiento -ni siquiera pasivo- de la lengua minorada por parte de los hablantes de la dominante.

En la elección lingüística, la indefensión aprendida (también desamparo aprendido) facilita la adopción de conductas sumisas, consistentes en adaptarse sistemáticamente al idioma dominante, con cualquier tipo de interlocutor y en la práctica totalidad de las circunstancias. Obviamente, la generalización de este tipo de conducta contribuye notablemente a facilitar la sustitución lingüística.

Conviene precisar que uno de los elementos que contribuyen mucho a mantener esta actitud de indefensión es la carencia de modelos públicos y significativos, capaces de mostrar (y recomendar) otro tipo de comportamiento. Recordemos que, incluso los más altos representantes políticos de la sociedad catalana, hasta ahora, se han plegado sistemáticamente a la lengua dominante, tanto en privado como en público. Las escenas que se han repetido después de cada contienda electoral, en la que los mismos candidatos hacían (gratuitamente) de traductores al español de sus propias valoraciones de los resultados, para un conjunto de empresas de la información lingüísticamente incompetentes, es un ejemplo muy adecuado. En un país normal, las autoridades no traducen sus propias declaraciones a otros idiomas. Son las empresas de la información las que ponen los medios necesarios (doblaje, subtitulación…) para facilitar la comprensión de sus audiencias.

En el otro extremo, el supremacismo lingüístico facilita el aprendizaje de una condición que el sociolingüista Bernat Joan llama omnipotencia aprendida y que consiste en considerar que pueden expresarse en su idioma (dominante) en cualquier circunstancia, y más aún, que cualquier interlocutor está obligado (al menos, moralmente) a hablar en su presencia (Joan, 1998). Esta actitud da pie a asumir que (1) cualquier grupo en el que uno de los hablantes omnipotentes ingresa debería pasar a hablar en su idioma, y (2) no hay ninguna necesidad -para ellos- de aprender o ni siquiera entender la lengua minorada. En algunos casos, esta actitud supremacista se extiende hasta la consideración de que cualquier exposición al idioma subordinado (paisaje lingüístico visual o sonoro, documentos o interacciones personales) es una falta de respeto o un insulto hacia ellos.

La actitud de omnipotencia aprendida da pie a asumir que (1) cualquier grupo en el que uno de los hablantes omnipotentes ingrese debería pasar a hablar en su idioma, y (2) no hay ninguna necesidad -para ellos- de aprender o ni siquiera entender la lengua minorada.

Hay que decir que estas son dos categorías muy genéricas, que no excluyen de ninguna manera toda la amplia gama de matices en cuanto a la forma en que cada persona elige una lengua u otra, y hace unos de la misma u otros usos.

En el grupo que hemos calificado como desamparado hay una diversidad de grados de sumisión y de maneras de asumirla. Particularmente, hay grandes diferencias en lo que podríamos llamar el grado de conciencia lingüística. En un extremo tendríamos las personas que han desarrollado una ideología justificatoria de su sumisión, y han llegado a aceptar que el catalán es un idioma secundario, y que es correcto que así sea. En el otro, aquellos que no aceptan la subordinación del catalán, y consideran -en cambio- que debería tener una posición social y legal predominante, tal como la tiene el castellano en su territorio. Sin embargo, es clave constatar que a menudo, tanto los unos como los otros, exhiben conductas lingüísticas sorprendentemente similares, que consisten en cambiar al castellano en muchas ocasiones y con diversos grados de facilidad.

Por otra parte, tampoco en el grupo ‘omnipotente’ son todos los hablantes iguales. Más bien oscilan en un continuo que va desde el supremacismo explícito de quienes consideran que el castellano debería ser la lengua principal (o única), especialmente en cuanto a educación y usos públicos y oficiales, y los que expresan el deseo de un bilingüismo formalmente paritario (todo en los dos idiomas oficiales), pero en la práctica, netamente decantado hacia el castellano, que es considerado como una lengua general (o incluso «internacional») frente a la consideración localista del catalán. Y sobre todo, las formas de expresar esta omnipotencia aprendida pueden diferir mucho individualmente. Algunas personas lo hacen de manera claramente agresiva, mientras que otras pueden optar por formas más suaves de ejercer la superioridad lingüística. Cuando los supremacistas que se expresan de manera agresiva son autoridades (policías, jueces, etc.), su conducta adquiere un valor extra en cuanto al impacto sobre la elección lingüística de los ciudadanos.

Aunque en la mayor parte de las actividades humanas tendemos a considerar que el conocimiento es preferible a la ignorancia, resulta curioso constatar que, conductualmente, la mayor fortaleza del supremacismo lingüístico radica precisamente en la ignorancia. Si uno de los interlocutores puede, de manera creíble, alegar que ignora la lengua del otro, toda la presión para resolver la (pretendida) dificultad comunicativa recaerá indefectiblemente sobre este último. Por tanto, mientras esté justificado suponer que cualquier persona que habla catalán es competente en castellano, alegar ignorancia del catalán (o incluso dificultad para expresarse) puede ser un argumento definitivo para considerar que la comunicación se debe producir en castellano.

Conductualmente, la mayor fortaleza del supremacismo lingüístico radica precisamente en la ignorancia. Si uno de los interlocutores puede, de manera creíble, alegar que ignora la lengua del otro, toda la presión para resolver la (pretendida) dificultad comunicativa recaerá indefectiblemente sobre este último.

Obviamente, las actitudes descritas, y los comportamientos concretos que se derivan de ellas, resultan perfectamente complementarias en una sociedad para facilitar la sustitución de la lengua subordinada por parte de la dominante.

Cooficialismo

Una de las consecuencias del llamado Estado de las autonomías es la consideración de cooficiales de algunas de las lenguas de los territorios bajo soberanía española. Sin embargo, los términos cooficial, cooficialidad no aparecen en la Constitución ni en los estatutos de autonomía. Sin embargo, han sido usados profusamente por los órganos jurisdiccionales que los últimos 35 años han intervenido en los frecuentes conflictos lingüísticos que se han producido. Y han hecho una interpretación de cada vez más restrictiva de ella para el catalán, que ha ido pasando de lengua (también) oficial a lengua cooficial y, finalmente, con la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, a lo que podríamos llamar «lengua subcooficial».

El diccionario (DIEC) establece que cooficial significa «Que comparte la oficialidad, con igualdad de circunstancias legales, se aplica especialmente a lenguas en un mismo territorio». Esto, que legalmente se ha articulado de maneras diversas en Cataluña, Valencia o las islas (y de ninguna manera en la Franja), a menudo ha significado -en cuanto al impacto sobre los que se expresan en catalán-, sencillamente, «oficial pero menos». En la práctica, en Valencia -por ejemplo- significa que todo lo que esté escrito en catalán lo estará también en castellano, pero no viceversa. En general, y en todo el territorio lingüístico, un efecto social de ese «cooficialismo» es que cualquier ciudadano puede vivir íntegramente en castellano, incluso ignorando (o afirmando que lo ignora) el catalán, mientras que es virtualmente imposible vivir normalmente sin conocer (y a menudo, sin usar) el castellano.

Desde el punto de vista de la conducta individual, podemos decir que esto último forma parte del distinto impacto de la condición de cooficialidad sobre los dos grandes tipos de hablantes (omnipotentes y desamparados) descritos más arriba. Los primeros están en condiciones de asumir, creerse y hacer valer la condición de oficial de su lengua, mientras que los segundos no pasan de entenderla como una especie de aspecto formal, sin ningún impacto sobre las relaciones interpersonales en que participan. No hay duda de que las frecuentes actitudes omnipotentes que se dan entre autoridades judiciales y policiales, fundamentalmente, contribuyen en gran medida a consolidar esta situación discriminatoria.

Si nos centramos en las consecuencias conductuales que podría tener la cooficialidad del catalán y el castellano en un Estado catalán, la cuestión central es cómo impactaría la cooficialidad en cada uno de los dos tipos de hablantes. Con la condición de que, tal como ya se ha precisado más arriba, sólo se trata de dos grupos genéricos, podríamos aventurar que el impacto sería muy diferente para cada uno de ellos.

No hay duda de que unos (los de la omnipotencia aprendida) estarían en perfectas condiciones de aprovechar todas las oportunidades que el carácter oficial de su idioma les otorgaría, mientras que los otros (los de desamparo aprendido), probablemente no.

Entiendo que los que defienden que el castellano también debe ser oficial en un Estado catalán no piensan en una doble oficialidad sesgada a favor del castellano, como la que conocemos actualmente. Probablemente impulsarían un reconocimiento del castellano como idioma también oficial, sin cuestionar el rol de lengua nacional del catalán. Sin embargo, es probable que, entre el grupo de los desamparados, esa cierta continuidad del statu quo facilitaría una estabilidad, en consonancia, de los habituales usos lingüísticos, que no favorecen nada la vigencia del catalán. No hay que negar que los cambios legislativos que probablemente se producirían (normativas lingüísticas más respetuosas con el catalán, mayor presencia social y visibilidad pública…) podrían propiciar algunos cambios de conducta, en el sentido de una mayor normalidad en el uso social del catalán. Estos cambios, sin embargo, suelen tener efecto más bien a largo plazo, y quizá durante los primeros años no serían muy perceptibles. Esto genera el riesgo de profundizar la actual debilidad del catalán frente al castellano, que continuaría teniendo a favor toda la potencia del aparato del Estado español (incluyendo, de manera especialmente relevante, la gran profusión de medios de comunicación) y seguiría disponiendo del apoyo explícito del Estado catalán. Por el contrario, el catalán sólo contaría con el apoyo de su Estado, que también debería velar por el castellano.

Propuesta

Como he dicho al principio, mi formación no me autoriza a emitir ningún tipo de opinión experta sobre asuntos de carácter legislativo. Más aún, entiendo que quizás la disputa entre doble oficialidad o no es algo simplista, en la medida en que la forma concreta como se articule el nivel de oficialidad puede resultar tanto o más relevante. En cuanto al impacto sobre el comportamiento, en cambio, mi opinión es que, más importante que la condición de oficial o no, es qué actitudes lingüísticas promoverá la nueva legislación en la población en general, y muy particularmente en los funcionarios y las autoridades.

Los ciudadanos podemos recurrir a las instancias judiciales en determinados casos, cuando el acuerdo por otros medios ha resultado imposible o, al menos, muy difícil. Sin embargo, cotidianamente funcionamos de maneras que, si bien se encuentran generalmente dentro del marco de los comportamientos que la legislación vigente considera aceptables, no hacen referencia explícita a ello. Quiero decir que una persona no consulta qué dice la ley, antes de dirigirse, en uno u otro idioma y de una u otra manera, a un interlocutor. Lo hace, en cambio, de acuerdo con otro tipo de «leyes», que son las normas sociales vigentes. Estas son las que deberán cambiar para garantizar la vigencia social y la buena salud del catalán.

Por tanto, habría que construir una cultura del respeto lingüístico que abarque tantas instancias de la futura sociedad catalana como sea posible. Es por eso que las actitudes (y las conductas que se derivan), tanto de las autoridades políticas (desde el presidente del Gobierno hasta los funcionarios municipales) como de jueces y policías son especialmente relevantes. No quiere decir que las de otros profesionales no lo sean. Obviamente que maestros, médicos o bancarios también ejercen su influencia, nada descartable.

Esto depende en parte de las leyes que se articulen. También dependerá, sin embargo, de otros aspectos, no tan específicamente diseñados y redactados, como las conductas que se promuevan. El modelo inverso lo tenemos bien a mano. El Estado español ha construido un modelo de supremacismo lingüístico, que incluye varias formas de ridiculización de los idiomas nacionales distintos del castellano, así como la humillación frecuente de sus hablantes. Entre las fuerzas de seguridad, particularmente, hemos encontrado, sólo en los últimos pocos años, una larga lista de ejemplos de esto mismo. Desde policías de aduana que hacen desnudarse a una señora porque se les había dirigido en catalán, hasta guardias de tráfico que formulan acusaciones falsas a un conductor por el mismo motivo, o revisores de la RENFE que expulsan del tren a un abuelo y su nieto, el elemento común es siempre una cultura en la que el abuso lingüístico no sólo no está mal visto, sino que es sistemáticamente tolerado, y quizás incluso estimulado.

Es exactamente eso lo que debemos evitar. Esta cultura del abuso que se basa en una profunda consideración de la superioridad intrínseca de nuestro grupo frente a los otros. Para escapar de esta cultura supremacista disponemos de buenos predictores de éxito, entre los que destacaría los siguientes:

1.- La población que habla catalán nunca ha desarrollado la actitud de prepotencia lingüística descrita más arriba. Por tanto, no debe ser muy difícil evolucionar, desde el actual desamparo aprendido, hacia una actitud de respeto sincero a los otros idiomas, incluyendo el español.

2.- Siendo el catalán una lengua de tamaño medio, la conveniencia de conocer uno o más idiomas europeos se hace evidente.

3.- Todo el que actualmente habla catalán domina al menos dos idiomas, lo que, como se ha documentado sobradamente, facilita mucho el aprendizaje de nuevas lenguas y -aún más- la comprensión de idiomas que no se dominan plenamente.

Con este panorama, diría que no debería ser una tarea particularmente difícil generar un modelo de conducta respetuoso con el uso de distintas lenguas, diametralmente opuesto al que nos ha impuesto durante siglos España. Quizá la dificultad esté en lograr esto sin perjudicar la imprescindible revitalización del uso social del catalán en todos los ámbitos. Entiendo, sin embargo, que este objetivo no es contradictorio, sino más bien complementario, con la construcción de una auténtica cultura de respeto lingüístico, capaz de garantizar el debido respeto a todos los hablantes de cualquier idioma.

Resumen

1.- El estatus legal del castellano en el futuro Estado catalán no es un asunto menor, porque afectará a la probabilidad de que los ciudadanos elijan con normalidad el catalán como lengua de comunicación habitual.

2.- Se puede esperar que el estatus de cada una de las lenguas tenga impactos diferentes sobre sus hablantes actuales, ya que han sido sometidos a aprendizajes muy distintos.

3.- Tan importante o más que el grado de oficialidad son las actitudes que se promuevan institucionalmente respecto al uso de otros idiomas.

4.- Tanto si el castellano adquiere un cierto grado de oficialidad o no, hay dos puntos que habría que garantizar si queremos avanzar en la normalización real del uso social del catalán:

4.1.- Ninguna persona debería poder alegar válidamente ignorancia del catalán en cualquier situación. Esto se puede dar sin perjuicio de que los ciudadanos, en sus relaciones con cualquier administración, puedan disfrutar del derecho de usar el castellano, o aprovechar el hecho de que prácticamente todo el mundo domina esta lengua para utilizarla ellos mismos en todos los ámbitos.

4.2.- La actitud oficial ante el uso de cualquier lengua debería ser la de intentar facilitar la comprensión mutua. Evidentemente, esto no implica que maestros, médicos o policías catalanes estén obligados a dominar media docena de idiomas. Se trata, sencillamente, de que no adopten ninguna actitud supremacista respecto a alguien que se expresa en otro idioma, con independencia de si es oficial o no. Los humanos estamos muy bien dotados para entendernos, y por poco que lo queramos encontramos la manera de hacerlo.

4.3.- El reto será conseguir que el catalán se convierta en un idioma plenamente normal, en el que se puedan realizar todas las actividades, a la vez que ni se persigue ni se desalienta el uso de otros idiomas.

4.4.- Uno de los factores decisivos será la capacidad de mostrar modelos públicos, en todos los ámbitos, de un uso realmente normal (no subordinado) del catalán.

Tanto si el castellano adquiere un cierto grado de oficialidad como si no, hay dos puntos que habría que garantizar si queremos avanzar en la normalización real del uso social del catalán: ninguna persona debería poder alegar válidamente ignorancia del catalán en ninguna situación; la actitud oficial ante el uso de cualquier lengua debería ser la de intentar facilitar la comprensión mutua.

Referencias

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