Iñaki LASAGABASTER HERRARTE
¿Puede la judicatura pronunciarse a favor?
Gara
Con fecha de 12 de febrero del año en curso, se ha hecho público un manifiesto firmado por 33 jueces y juezas de Catalunya donde defienden el derecho a decidir del pueblo catalán, justificando jurídicamente la existencia de ese derecho. Poco tiempo ha necesitado el sindicato Manos Limpias para dirigir un escrito al Consejo General del Poder Judicial reclamando la adopción de las medidas que resulten procedentes frente a esta actuación de algunos miembros de la judicatura catalana. A su vez el Consejo General ha sido diligente, trasladando la denuncia al órgano del Consejo competente para entender de estas cuestiones. En concreto, parece que se trataría de determinar si la firma de un documento de ese tipo puede entenderse como una conducta ilegal y por tanto objeto de sanción.
Ciertamente, la intervención de jueces y juezas en el debate público puede producir una cierta incomodidad. Creo que durante años hemos estado acostumbrados a que la judicatura no se pronuncie a título individual sobre cuestiones de actualidad, en especial si son políticas. Parece que el papel del juez, cuando decide sobre los derechos de las personas, debe ir acompañado de una conducta personal neutral. Por esta razón, los miembros de la judicatura no pueden militar en partidos políticos o presentarse a las elecciones. Se persigue con ello garantizar su imparcialidad.
La realidad ha puesto de manifiesto, sin embargo, que los jueces y juezas participan en el debate público, manifestándose sobre cuestiones y de forma muy diversa. Ya es frecuente la figura de los jueces y juezas participantes en debates, tertulias radiofónicas, actos públicos de diverso tipo, o que escriban o realicen entrevistas en la prensa escrita. Por una parte considero que la neutralidad judicial aconsejaría una forma discreta de dirigirse en la vida, de no intervención en el debate público. Si un juez o jueza manifiestan una preferencia ideológica, la ciudadanía puede pensar que en la aplicación de la ley no serán inmunes a esa ideología. A su vez, aunque no lo digan, alguna ideología tendrán, por lo que podría considerarse más adecuado conocer lo que piensan.
Así que mejor que la judicatura participe en el debate público, porque así conoceremos su ideología. Desde su propia perspectiva, también tienen derecho a ejercer los derechos que el ordenamiento jurídico les reconoce, entre ellos la libertad de expresión, libertad que no deben sacrificar por tener la condición de miembros de la judicatura.
Dicho esto, y sobre un tema complejo que requeriría un análisis mucho más profundo, obviamente, quisiera volver al título de este artículo. La firma por miembros de la judicatura de un manifiesto sobre el derecho a decidir ¿está cubierta por el ejercicio de su libertad de expresión? La respuesta es positiva. Las razones de la misma se desgranarán a continuación.
La actuación de la judicatura encuentra sus límites especialmente en la regulación de las infracciones que pueden cometer los jueces y juezas. Así, en su actuación no pueden dirigir felicitaciones o censuras a la actuación de otros poderes públicos, invocando su condición de juez o sirviéndose de la misma. Si pensamos en épocas recientes en la política vasca, la actuación de algunos jueces habría incurrido claramente en esta infracción.
En el caso que se está considerando, se achaca a los y las firmantes del manifiesto que no están siendo fieles a la Constitución. Ciertamente, en la Constitución están también las normas que prevén su reforma, por lo que habrá que entender que reclamar una reforma constitucional no es ser infiel a dicha norma. Pero más allá de esta consideración, quisiera concretar el significado de esa fidelidad a la Constitución. La fidelidad a la Constitución en el ejercicio de la función jurisdiccional se regula en la propia Ley Orgánica del Poder Judicial. En ella se establecen cuatro obligaciones que concretan ese principio de fidelidad, que, de forma sintética y evitando matices que hagan compleja la comprensión, son las siguientes: la Constitución y la interpretación de sus preceptos realizada por el Tribunal Constitucional vinculan a jueces y tribunales; los tribunales ordinarios deben aplicar las leyes, dirigiéndose al Tribunal Constitucional si estiman que el precepto de una ley, aplicable al caso, puede ser inconstitucional; en la interpretación deberá intentarse la acomodación de la norma interpretada al ordenamiento constitucional; podrá plantearse recurso de casación ante el Tribunal Supremo en caso de infracción de algún precepto constitucional.
El lector o lectora no experto estará ya fatigado de la lectura, al encontrarse con consideraciones técnicas, propias de expertos o especialistas. Sin embargo, quiero llamar su atención para decirle que no cunda el desánimo, que están en disposición de contestar la pregunta que encabeza el artículo. Si la fidelidad a la Constitución consiste en respetar las cuatros cuestiones a que se ha hecho referencia, ¿contra cuál de ellas se puede entender que chocaría la firma de un manifiesto a favor del derecho a decidir del pueblo catalán?
Es evidente que la fidelidad a la Constitución requiere que el poder judicial aplique esa norma, en el ejercicio de su jurisdicción, de acuerdo con lo establecido en el art. 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Esa fidelidad, sin embargo, no implica ninguna limitación en el ejercicio de la libertad de expresión de jueces y tribunales diferente a la que afecta al resto de la ciudadanía.
Puede ser que nos sorprenda, nos incomode, o resulte simplemente extraño o extravagante que los jueces y juezas participen en el debate público. Eso es una cuestión y otra muy diferente que se pretenda la limitación de su libertad de expresión más allá de lo previsto por las normas que regulan su actuación.
La legitimidad del ejercicio de su poder por jueces y juezas la pondrá de manifiesto y se valorará por la práctica que realicen, será consecuencia de la experiencia. Esta experiencia será tanto la propiamente jurisdiccional como la ciudadana. La participación de jueces y juezas en el debate público podrá ser tanto favorable como desfavorable en la valoración de su legitimidad.
Esta última duda no existe, sin embargo, cuando se habla del ejercicio de la libertad de expresión. Ese ejercicio podrá ser considerado más o menos afortunado, según los casos, la forma o en el momento en que se produzca, aunque en ningún caso podrá negarse el derecho de jueces y juezas a firmar un manifiesto sobre el derecho a decidir, en este caso del pueblo catalán.
TRIBUNA CATALANA
Guillem Clapés
No tenemos derecho a decidir porque (no) somos catalanes
En el debate sobre el estado de la nación que tuvo lugar la semana pasada en el Congreso del Diputados pudimos ver y oír cómo el presidente del Gobierno español mantenía su postura de inmovilismo absoluto.
Una postura respecto a la voluntad del pueblo de Cataluña de celebrar el referéndum de autodeterminación el próximo 9 de noviembre.
En su discurso Rajoy reiteró la postura de que no quiere ni puede negociar, acordar, autorizar o convocar el referéndum de autodeterminación basándose en el argumento, ampliamente repetido pero no por ello menos falso, de que la Constitución no lo permite. Y esta vez añadió un segundo motivo diciendo que «nadie unilateralmente puede privar al conjunto del pueblo español de su derecho a decidir sobre su futuro. Ni el Gobierno, ni ningún otro poder del Estado, ni siquiera esta cámara puede hacerlo».
En esta frase descubrimos un motivo, si se quiere, aún más democráticamente execrable que la -ya de por sí- lo suficientemente escandalosa negativa a dejar votar a los catalanes en base a una ley que a su vez llaman «democrática». En esta frase, el autor del discurso, obviamente ha querido jugar con el concepto del «derecho a decidir» y la ha aplicado al pueblo español. Pero al hacerlo ha aceptado de facto que el «derecho a decidir» existe (algo que hasta ahora el PP negaba en sus discursos Y cuando hablaba de «un supuesto e imaginario derecho a decidir»).
Si en esta frase sustituimos pueblo español por pueblo catalán convendremos que semánticamente funciona exactamente igual de bien, y que si alguien cree de verdad que nadie puede privar al pueblo español del «derecho a decidir» su futuro, también debería creer que nadie tiene derecho a privar al pueblo catalán de este mismo derecho.
Y aquí es donde aparece con toda su crudeza, el argumento de fondo del PP, el PSOE y el del Estado para querer prohibir el referéndum. El problema ya no es el «derecho a decidir» -un derecho que se reconoce que existe-. El problema es el sujeto que ha de ostentar este derecho. Sencillamente, se presupone que el pueblo catalán no existe. Y algo que no existe no puede ser sujeto ni objeto de derechos. Es la negación de nuestra propia existencia como entidad nacional y política colectiva.
Los catalanes somos simples convecinos de una región administrativa llamada Cataluña. Y, como tales, tenemos los mismos (pocos) derechos individuales que cualquier otro súbdito del Reino de España. Y punto. Este planteamiento lleva la cuestión más allá de la discrepancia política. Nos encontramos ante la negación de la realidad. Ante la voluntad de supresión del mismo concepto de catalanidad. Y si miramos los últimos siglos de nuestra historia, no es ninguna novedad, ¿verdad?
La democracia sospechosa
JAUME LÓPEZ
ARA
¿Cuánta democracia se puede permitir una sociedad? Hace unas semanas esta parecía la pregunta que suscitaba a muchos críticos los resultados del referéndum sobre la inmigración en Suiza. Los defensores nos explicaron pronto por qué los suizos no son tan xenófobos como una lectura precipitada de los resultados haría pensar. En medio, sin embargo, todavía espero una defensa nítida y contundente de la democracia directa, sin fisuras.
Defender la democracia (representativa) es hoy casi un dogma, pero como en cualquier sistema de decisión su resultado final vendrá condicionado por el buen diseño del proceso decisional. En este sentido, es bueno introducir filtros diversos. Como en el caso del agua, no sirve de nada hacerla pasar por tres filtros idénticos si queremos aumentar su calidad. En pleno siglo XXI, eso lo tenemos claro muchos defensores de la democracia cuando afirmamos que hay que articular en tres dimensiones diferentes: la representativa, la participativa y la directa. Al hacerlo no hacemos otra cosa que recuperar la sabiduría de los antiguos que defendían el gobierno mixto, no tanto para protegerse del gobierno desbocado (como en el equilibrio de poderes liberal), sino como una búsqueda de la mejor decisión posible.
Deliberar se hace mejor en un pequeño grupo (ya sea un Parlamento nacional o un Ayuntamiento), aunque las tecnologías mediáticas pueden favorecer su ampliación. Lo que sí puede hacer muy bien mucha gente es proponer cosas para que sean deliberadas después, o vetar cosas que ya han sido deliberadas pero que no tienen suficiente aceptación general. Y aquí es donde Suiza lleva una gran ventaja respecto de muchas otras democracias, con su sistema de iniciativas ciudadanas y de referendos. Recogiendo 100.000 firmas (un número fijo desde el 1874) los ciudadanos suizos pueden proponer una modificación constitucional a nivel federal (el mecanismo también existe en niveles inferiores) que será consultada en referéndum. Este fue el caso del referéndum del 9 de febrero. Con 50.000 firmas se puede pedir un referéndum para vetar una ley.
La virtud del veto democrático es doble. Si una ley no tiene suficiente apoyo popular quizás vale la pena seguir trabajando antes de ser impuesta sobre los que teóricamente tienen el poder soberano, el pueblo. La ficción roussoniana de que la voluntad general se elabora en el Parlamento y es idéntica a la voluntad de la gente no parece muy razonable. Pero hay una segunda virtud, mucho mejor. Como dice el abogado suizo de origen español Daniel Ordás, defensor de una reforma de la Constitución española, el verdadero poder del veto es la forma de hacer política que implica: los políticos no tomarán ciertas decisiones si están convencidos de que toda su trabajo se irá al traste en un referéndum. En sus palabras el mejor referéndum es el que no se celebra.
Un sistema político inteligente es el que da salida a las demandas de la ciudadanía, institucionaliza la protesta y canaliza la energía creativa y transformadora de la sociedad. Allí donde la gente no tiene poder de veto institucionalizado hay que ganar, cada vez empezando de cero, en la calle, con huelgas, protestas, escraches y, en definitiva, disturbios. La pregunta es: ¿qué es razonable hacer cuando 1,4 millones de firmas no son tenidas en cuenta, como ocurrió en el Congreso español con la iniciativa legislativa popular sobre la dación en pago?
Los detractores de la democracia directa suelen relacionarla con la inestabilidad y pasiones poco razonadas. Algunos dicen que el sistema puede colapsar con la participación, que si es posible vetar se veta todo. Sin embargo, los datos de Suiza lo desmienten con rotundidad. Desde el año 2000, a nivel federal se han dado 62 iniciativas populares (incluyendo las del día 9), de las que sólo 53 fueron aprobadas por el conjunto de los ciudadanos. Y los 38 referendos opcionales (vetos), en 30 se aprobó lo que había propuesto el gobierno. No hubo, sin embargo, que salir a la calle para conseguir que se diera marcha atrás en los 8 restantes. La democracia directa es una garantía, que debe ir de la mano de una buena educación y unos buenos medios de comunicación. No una amenaza.
Más cerca, me parece evidente que la consulta sobre el futuro político de Cataluña se puede entender como el resultado de un fracaso institucional producido por la imposibilidad de ejercer el veto sobre ciertas decisiones que conciernen, en primer término, a los ciudadanos catalanes.