Sé que no es prudente dar consejos a quien no te los pide. Todavía más: hay un refrán castellano que advierte: “Los consejos hay que darlos la mitad en dinero”. Aplicado al caso, el refrán diría que, además, si mis consejos no responden al interés de quien los debería seguir, más vale dejarlo correr. Y sin embargo tengo la convicción de que sí, que bien atendidos, mis consejos son la mitad en interés de quien no me los pide. Y la otra mitad, lo reconozco, son en interés mío. Por eso, a pesar de todo, los voy a dar.
Voy a referirme a la actitud con que España está respondiendo al desafío soberanista de Catalunya y que –es una evidencia– no tan sólo no sirve por distensionar el proceso, sino que lo encabrita. Y mis consejos son estos. En primer lugar, aconsejo a España que abandone su estilo amenazador y advierta que sus intimidaciones son absolutamente contraproducentes. La amenaza sólo es eficaz en una relación de sumisión que la haga creíble y no esté cuestionada. Pero hay dos razones que explican por qué en Catalunya las intimidaciones no impresionan a los que deberían asustarse. Una, porque se ha abandonado la actitud victimista y cuando llegan las conminaciones no hacen otra cosa que confirmar el acierto y la urgencia de abandonar la relación de dependencia. La segunda, porque la amenaza no tan sólo no ofrece ninguna alternativa a aquello que ha provocado el desafecto, sino que exaspera la huida.
En segundo lugar recomiendo a España que juegue limpio y se olvide de los pronósticos apocalípticos sobre la posible secesión de Catalunya. La mayoría de las desgracias que se anuncian no son el resultado inevitable del proceso, sino que vendrían provocadas intencionadamente, como expresión de un resentimiento político fruto del despecho por el abandono de la relación. Sólo hay que ver la diferencia entre un divorcio de común acuerdo y un divorcio con batalla campal, donde uno está dispuesto a hacerse daño con tal de hacerlo al otro. Pongamos el ejemplo del debate sobre si una Catalunya independiente seguiría o no en Europa. Cuando se asegura que quedaríamos fuera, sabemos que no sería por razones inevitables, sino porque España vetaría la entrada, a sabiendas de que la primera y gran perjudicada de la exclusión sería ella misma, y después, claro, Europa.
Aconsejaría a España, en tercer lugar, que empezara a hacer buenos estudios sobre la viabilidad de una España sin Catalunya. Sobre una Catalunya sin España ya tenemos muchos trabajos, el último presentado la semana pasada por el Col·legi d’Economistes. Hasta ahora, España ha preferido gastar todos los cartuchos en demostrar la inviabilidad política, jurídica, económica y moral de la Catalunya independiente. Pero en el punto de no retorno en que nos encontramos, y ni que sólo sea por si finalmente el proceso soberanista no fracasa, lo más inteligente sería empezar a estudiar en qué situación quedaría España después de la secesión. Yo soy de los que están convencidos de que España, sin Catalunya, tiene tanto o más futuro. Ahorrarse la tensión política que provoca la diversidad cultural y el pluralismo nacional podría darle la serenidad necesaria para redefinir y cerrar su proyecto nacional, eternamente inacabado. Por otra parte, económicamente no tendría por qué no salir adelante, particularmente si fuera cierto lo de “Catalunya pide, Extremadura paga” que afirma el presidente de esta comunidad. Y sobre todo, si como sostiene el exministro José Borrell, Catalunya no sufre ningún déficit fiscal y, por lo tanto, no va a notarse su pérdida.
En cuarto lugar, aconsejaría a España que aceptara el diálogo con Catalunya. Ciertamente, para dialogar hay que estar dispuesto a escuchar. Y la primera condición para escuchar es dejar que el interlocutor hable. Catalunya tiene que hablar para que la voz sea lo más clara e inteligible posible a través de una consulta o referéndum. El diálogo no es imposición, sino que parte de la capacidad de ponerse en la piel del otro. Es decir, primero hace falta escuchar, y después querer entender. Catalunya también, claro está. Pero lo que por ahora se escucha y entiende desde Catalunya es que España no quiere escuchar porque no quiere entender. Por eso, el ministro Margallo nos ha aconsejado, en un momento de franqueza que se agradece, que pasemos directamente a hacer una declaración unilateral de independencia. Pero permita, señor ministro, que insistamos en hablar, porque la mayoría creo que preferiríamos un buen acuerdo de secesión.
Finalmente, España haría bien en empezar a imaginar el día siguiente de la independencia de Catalunya. El ideal sería que en la celebración del primer año de la República catalana ya pudiéramos contar entre los invitados con los máximos dirigentes españoles. Y, a la hora de imaginar el día después, recomendaría que se pensara en qué tipo de relación se podría establecer entre las dos naciones vecinas con el fin de profundizar y estrechar los lazos tradicionales que han tenido, ahora de igual a igual. La buena relación pasaría también por un trabajo mutuo de reconocimiento de errores históricos cometidos. Es decir, deberíamos contar con un trabajo de reconciliación a partir de un ejercicio honesto de memoria histórica.
Son consejos dados desde la mayor modestia, consciente de que dirigirme a España, a los que llevan las riendas en cualquiera de sus campos, es un gesto verdaderamente descomedido por mi parte. Sin embargo, qué quieren que les diga: tengo la convicción de que si se siguieran, la independencia de Catalunya acabaría estando más cerca de un trámite administrativo que del diluvio universal. O más cerca de la separación de terciopelo checa y eslovaca que de otros casos que no oso ni mencionar. Al fin y al cabo, son los que más hablan de choque de trenes los que, precisamente, tienen en sus manos evitarlo.
La Vanguardia