Entre las diversas aportaciones que se atribuyen a Maquiavelo destaca que fue uno de los primeros autores en distinguir entre moral y política y, de hecho, en admitir que las reglas de la política, dedicada a la asunción del poder y su mantenimiento, son incompatibles con las reglas de la moral, o al menos de la moral cristiana, que era el marco mental del que Maquiavelo buscaba emanciparse. La reflexión viene a cuento aplicada al objetivo del Estado catalán porque el discurso hegemónico está llegando a unas cotas de defensa de la razón moral que pueden acabar frustrando el objetivo independentista. La razón no sirve de nada si no culminamos la secesión y no consolidamos el nuevo marco político. Por eso siempre he desconfiado tanto de la estrategia de dilatar el proceso para «cargarse de razones», porque esto se está convirtiendo en un mantra de los convencidos para afianzarse en su fe, pero es ingenuo pensar que tenga ninguna relevancia para la comunidad internacional, que es la que debe reconocer la nueva entidad soberana. Puestos a ser pragmáticos, hay que recordar que, a pesar de todos los discursos sobre la legitimidad democrática que operan en Cataluña y, curiosamente, que se exhiben ante un Gobierno español que no está dispuesto a permitir que ninguna mayoría democrática se exprese sobre la cuestión, para crear un Estado hace falta una declaración y, sobre todo, que los otros estados te reconozcan la soberanía. En la inmensa mayoría de los estados existentes la independencia no se ha producido debido a un referéndum, sino como consecuencia de alcanzar el control sobre un territorio, una población, y articular un aparato de gobierno, además de saber jugar con los intereses de las potencias de cada época que salen beneficiadas de la nueva realidad política ya sea porque tienen un nuevo aliado o porque la secesión ha contribuido a debilitar al adversario.
Por eso, en mi opinión, es tan nociva y tan cándida la autoexigencia de grandes mayorías para materializar la ruptura que no se han exigido a ninguna comunidad política antes y que, de hecho, son un obstáculo fundamental para alcanzar el objetivo. La propia formulación de las preguntas encadenadas sobre el Estado y el Estado independiente que deberían someterse a consulta el 9 de noviembre de este año son fruto de esta autoexigencia moralista obsesionada en ampliar un consenso que puede llevar a la parálisis y al fracaso sin que ni siquiera sea necesaria la mediación española.
Porque en todo el debate sobre las mayorías y sobre la bondad de la independencia a menudo se olvida una obviedad: que para el independentismo sólo debería contar la independencia. Aquí no estamos formulando una teoría sobre el Estado ideal, sino que sólo se trata de ocupar un asiento en las Naciones Unidas con todas las virtudes y los defectos que puedan tener los demás estados, virtudes y defectos que ya discutiremos cuando disfrutemos de nuestras instituciones soberanas. En cambio, el discurso prevaleciente no se fundamenta sencillamente en la evidencia de que toda comunidad nacional aspira a maximizar la cuota de poder que representa tener un Estado, sino en la falta de calidad democrática española y en hacernos las víctimas porque «no podemos votar». Seamos realistas, no poder votar quizá importe a alguien en la Europa occidental, a algún Estado transparente y civilizado del norte, pero con ello no se convencerá, por ejemplo, ni a Rusia ni a la República Popular China, que son los que no te deben vetar en el Consejo de Seguridad. De momento, como se lamentaba Sala i Martín en Davos, ha entrado en la UE Croacia, surgida de un conflicto cruento, y quizás entrará Serbia en un futuro cercano, responsable de una de los mayores carnicerías de la historia reciente. Y esta misma UE presiona para que no haya secesiones en sus miembros amenazando con dejar fuera de su ámbito nuevos estados surgidos de un proceso democrático. Quizá es que la UE sólo se interesará por los catalanes cuando seamos capaces de crear un foco de inestabilidad en Europa occidental (cosa que, por cierto, quizás también desvelaría el interés de Rusia y China), y por eso hay algo más que «no poder votar», aunque sea más de lo que la moral independentista y su rastro de religiosidad puedan soportar.
EL PUNT – AVUI