Durante la primera mitad del siglo XX, en el contexto de los inicios de la sociedad de masas, se emplearon instrumentos de nacionalización nuevos y más eficaces (prensa, radio, producción cultural escrita, etc.) junto con la escuela. Entonces Cataluña protagonizó dos experiencias nacionalizadoras, la de la Mancomunidad (1914-1925) y la de la Generalitat republicana (1931-1939), ambas liquidadas por dictaduras militares con descaradas voluntades uniformistas.
La Mancomunidad, a pesar de la precariedad de medios y sus limitadas competencias, comenzó a poner en marcha una política de «nacionalización de Cataluña», como reclamaba Antoni Rovira i Virgili. Se adelantó también durante la Generalitat de los años treinta, gracias a proyectos ambiciosos como los del consejero Carles Pi i Sunyer durante la guerra. El éxito de estas experiencias residía en la complementariedad existente entre los mensajes transmitidos desde las nuevas administraciones catalanas y los valores que iban haciendo suyos tanto la sociedad civil como buena parte de la esfera privada.
Y esto se intentaba iniciar mientras persistían actitudes hostiles, o de incomprensión, en la mayoría de las fuerzas políticas españolas. Podríamos recordar algunos episodios significativos de estas actitudes, como las movilizaciones anticatalanas contra los dos proyectos de Estatuto de Autonomía, el de 1918 y el de 1931, ambas acompañadas de llamadas al boicot de los productos catalanes. O el hecho bastante revelador de que más de un centenar de diputados españoles de izquierdas no fueran a las Cortes republicanas para no votar a favor del Estatuto catalán de 1932. Y también que la conocida frase pronunciada por José Calvo Sotelo en 1936, «Antes una España roja que rota», fue seguida, dos años después, de una muy similar de Juan Negrín, cuando declaró que antes dejaría pasar a las tropas de Franco que tolerar una hipotética Cataluña independiente.
Los historiadores hemos estudiado la «nacionalización negativa» que significó el franquismo. Entonces buena parte de las asociaciones y entidades de la esfera semipública catalana se convirtieron espacios de resistencia y de nacionalización alternativa frente a una política oficial que empleaba instrumentos tan poco eficaces como la Formación del Espíritu Nacional, el No-Do, el cine pseudohistórico y una incipiente televisión en blanco y negro que combinaba un adoctrinamiento raído con un costumbrismo antropológico de poca monta.
Desde la Constitución de 1978 el discurso nacionalista español, si bien ha adoptado unos planteamientos democráticos, continúa basándose en los elementos más tradicionales del nacionalismo exclusivo: firme defensa de la nación única y persistencia de la identificación de lo nacional con lo que es castellano -lengua, cultura, historia, etc.-. No ha habido, así, ninguna propuesta política oficial que aceptara realmente la pluralidad de identidades existente en España, ni siquiera se ha admitido ese equívoco bien intencionado de la nación de naciones.
Por su parte, y desde 1980, la Generalitat ha creado unos instrumentos propios que han actuado como agentes de catalanización, especialmente en sectores tan sensibles como la enseñanza y los medios de comunicación (TV3, Cataluña Radio, etc.). Así, se ha construido una esfera pública catalana en clara competencia con una esfera española. La acción de la Generalitat ha sido bastante trascendente, dado que no sólo se trataba de sustituir una lengua por otra, sino, y sobre todo, de cambiar los mensajes sobre el país, su cultura, su historia y su identidad. Porque en este terreno es tan importante o más el contenido -el mensaje- que el mismo instrumento -la lengua-.
Durante estos últimos 34 años la activa esfera semipública catalana, la sociedad civil, ha continuado teniendo un notable protagonismo como espacio de reforzamiento de la identidad al ampliar el consenso hacia la conciencia de catalanidad, y ha sido una privilegiada instancia del desarrollo de las formas de nacionalización calificadas de «banales» o informales, como son las derivadas del ocio, el deporte, la música o el arte (canción, Barça, castellers, excursionismo, etc.). Además, dentro de la esfera privada, por ejemplo, se asumía con total normalidad la inmersión lingüística como factor clave para la integración y el ascenso social de los recién llegados.
Hoy el discurso nacionalista español es poco aceptado por una buena parte de los catalanes porque consideran que no se adapta a su realidad. De forma cada vez más mayoritaria, la esfera semipública, y también buena parte de la esfera privada (familia, amistades, etc.), rechaza los rasgos más esencialistas adoptados por el nacionalismo español porque no encajan con el conjunto de sus valores y de sus experiencias vitales. El resultado de todo este proceso es bastante claro. Sólo hay que ver los cambios experimentados estas tres últimas décadas en las encuestas sobre la identidad de los catalanes: mientras que los que se afirman sólo o mayoritariamente españoles han disminuido del 15% a menos del 6%, y los que manifiestan que tienen una identidad compartida han pasado del 45% al 38%, el porcentaje de los que se sienten exclusiva o mayoritariamente catalanes, en cambio, ha subido del 40% a más del 55% (datos de la encuesta de septiembre-octubre de 2013).
Es a partir de esta realidad como podemos entender el nerviosismo de diferentes ministros de Educación del PP, muy obsesionados por la débil españolización de la sociedad catalana. Primero Esperanza Aguirre y Pilar del Castillo, y ahora José Ignacio Wert, todos han manifestado su voluntad de emplear diferentes medidas de la política educativa y cultural para reespañolizar los catalanes. Ahora bien, sorprende la ignorancia que este último manifiesta respecto a lo que puede ser hoy, a inicios del siglo XXI, una política nacionalizadora eficaz, cuando están en plena decadencia los instrumentos más tradicionales, incluyendo la escuela. La campaña de españolización que pretende Wert difícilmente podrá prosperar, porque, a pesar de la utilización a fondo de la esfera pública de titularidad estatal, ha perdido buena parte de su capacidad de influencia y de credibilidad tanto en la esfera semipública como privada de Cataluña y, además, está en clara situación de competencia con los instrumentos públicos de la Generalitat. Porque las batallas entre proyectos identitarios distintos se ganan básicamente dentro de la sociedad civil. El ministro Wert debería darse cuenta de que lo tiene negro si pretende españolizar a base de imposiciones administrativas y de mensajes tan trasnochados como los que aparecen en los proyectos de nuevos planes de estudios. En el tiempo de la era digital, con internet y las redes, ya es imposible adoctrinar a la gente. Y todavía lo es más si resulta que el discurso que se pretende divulgar recuerda demasiado al rancio españolismo de la posguerra. Y es que, ideológicamente, la derecha española apenas se ha renovado y piensa que se pueden españolizar los niños de hoy a base de sublimar la «unidad nacional» forjada por los visigodos. Ahora bien, como se trata de «la nación más antigua de Europa», quizás la cosa podría funcionar, a saber…
ARA