Al consejero Santi Vila le cayeron encima un monyón de reproches por haber dicho que había que evitar los «planteamientos adolescentes» del independentismo. Como también hablaba -y con el mismo énfasis- de «proceso irreversible», no parece que se tuvieran que poner en duda sus convicciones soberanistas. Probablemente, Vila sólo se refería a determinadas exigencias simplistas fruto del exceso de entusiasmo. Y no sé si la referencia a la adolescencia fue afortunada, pero está claro que la intención era recordar la necesaria serenidad que exige un proceso tan complejo como éste en el que nos hemos enfrascado.
Pues bien: no sé qué me caerá encima a mí mismo por decir ahora que habría que evitar las exigencias que se hacen al independentismo del tipo «Lo quiero todo, todo y todo», y que quizás nos remitirían a periodos aún más tiernos de nuestra vida. Efectivamente, me refiero a los que ponen en el mismo plano la consulta por la independencia con la exigencia de consultar «todo». Es decir, que afirman que sólo están de acuerdo con la primera consulta si, indisociablemente, también se enganchan otros objetivos que ellos ponen al mismo nivel de relevancia o aún más arriba.
La demanda de independencia, en nuestro país, no es mayoritariamente identitaria (por usar un término que me parece inadecuado, pero que ahora sirve para entendernos). Aquí la voluntad de independencia no es una reivindicación de fondo étnico, entre otras cosas porque los catalanes, si algo no somos, es una etnia cultural. Somos, por historia, demografía y economía, una nación cívica de orígenes extremadamente plurales. Por tanto, parece claro que se trata de una ambición que combina, en proporciones diversas según las posiciones sociales, una expectativa de más prosperidad y justicia social, una exigencia de radicalidad democrática y una afirmación de dignidad nacional política.
Más o menos, pues, lo que se espera. Incluso, pienso que a menudo se espera demasiado, porque la independencia es sobre todo una oportunidad de cambio pero en ningún caso una garantía de nada. Ahora bien, lo que me parece inaceptable es que se quiera aprovechar la gran movilización a favor de un proceso de autodeterminación política para unirle todo tipo de revoluciones que, por ahora, tienen el apoyo popular que tienen. Y es que autodeterminarse políticamente, convertirse en un Estado soberano, es un proceso que, si bien reconocemos sus muchas dificultades, tiene precedentes en nuestro entorno político, es tan claro en el propósito de que se puede decidir con un sí o un no y, precisamente, se puede hacer sin tener que cuestionar todo el sistema. De hecho, en un marco democráticamente civilizado y de buena vecindad, la independencia no es ningún gesto revolucionario, no tiene consecuencias traumáticas y no nos sitúa fuera del entorno político, cultural y económico en el que nos encontramos. Al contrario: para algunos, la esperanza es que nos debería servir para una mayor integración en el círculo de países de nuestro entorno que son similares en población y desarrollo y que sobre todo, como explican bien Guinjoan, Cuadras y Puig en ‘Com Àustria o Dinamarca. La Catalunya possible’, Pòrtic 2013 (‘Cómo Austria o Dinamarca. La Cataluña posible’, Pórtic 2013), son los países con más prosperidad económica y social y, sobre todo, con menos desigualdad de todo el mundo.
En cambio, exigir a la independencia política la «independencia de los mercados y del capital», o repetir la letanía de que «derechos nacionales y derechos sociales -sin saber exactamente cuáles- son indisociables», como también pretender que el proceso incluya de manera inmediata a todos los Países Catalanes, es la manera perfecta de sabotear el proceso antes de terminarlo. La independencia es una apuesta de riesgo pero de límites precisos, y no como aquellos seguros que lo garantizaban «todo, todo y todo».
ARA