La Constitución de Cádiz de 1812 ha sido considerada por los representantes del nacionalismo español, como la partida de nacimiento de la nación española, lo que no es óbice para que, en una muestra más de la incoherencia a la que nos tienen acostumbrados, haya entre ellos quienes quieran remontar su origen a los tiempos de Maricastaña. Sin embargo, si se leen los textos de esa Constitución y de la de 1978, la cosa no esta tan clara.
La Constitución de 1812 afirma que “la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, artículo 1, y que “la soberanía reside esencialmente en la nación”, artículo 2. Si tenemos en cuenta que, según el artículo 5, “españoles son todos los hombres libres -de las mujeres no dice nada- nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos” y que en el artículo 27 se dice que “las Cortes son la reunión de todos los ciudadanos que representan a la Nación”, nos encontramos con un silogismo, ciertamente complejo, cuya conclusión es que la soberanía reside en las Cortes.
En la Constitución de 1978, actualmente vigente, se dice que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”, artículo 2, y que “las Cortes Generales representan al pueblo español”, lo que nos lleva a la misma conclusión. Sin embargo, desaparece la distinción implícita entre nacionalidad y ciudadanía, conceptos ambos que se confunden.
Así se entiende el poco énfasis que el gobierno español puso en la conmemoración del segundo centenario de la Constitución de Cádiz, ya que la actualmente vigente introduce el escamoteo de la distinción entre nación y pueblo y entre nacionalidad y ciudadanía.
En los tiempos anteriores a 1812, no había ningún problema en aceptar que los súbditos del rey de España, quien era depositario de la soberanía, pertenecían a distintas naciones, así como que no existía un pueblo español propiamente dicho. La Constitución de Cádiz unifica todas esas naciones en una, pero diferencia los conceptos de nacionalidad y ciudadanía, aunque sin desarrollarlos.
Todas las Constituciones y proyectos de Constitución del siglo XIX, van a repetir estos términos, bien que cada vez de manera más insustancial.
Entre esas Constituciones decimonónicas y la actual, la Constitución de 1931 establecerá que “La República constituye un Estado integral”, artículo 1, y tampoco distingue entre nacionalidad y ciudadanía. Aclara en el artículo 51 que “la potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las Cortes o Congreso de los Diputados”, el cual se compone de “los representantes elegidos por sufragio universal”, artículo 52, aclarando en el artículo 53 que “serán elegibles para Diputados todos los ciudadanos de la República mayores de veintitrés años”, sobrentendiendo que los ciudadanos son aquellos que están en posesión de la nacionalidad española. Añade, en el mismo artículo que “los Diputados, una vez elegidos, representan a la Nación”.
Entremedio, el Fuero de los Españoles, remedo de Constitución franquista, no hace alusión, como era de esperar a soberanía ni ciudadanía, únicamente en su artículo 33 advierte que “el ejercicio de los derechos que se reconocen en este Fuero no podrá atentar a la unidad espiritual, nacional y social de España”. Como es natural, el franquismo, en su Ley Orgánica del Estado, de 1967, deja bien claro que “la soberanía nacional es una e indivisible”, artículo 2, y que es al Estado a quien “incumbe el ejercicio de la soberanía”, artículo 1.
Sin ánimo de molestar, esto se parece mucho a la situación actual con el Partido Popular con mayoría absoluta en los tres poderes del estado.
Sirvan estos preliminares para evidenciar que todas estas disquisiciones actuales, acerca de la soberanía de la nación y de la lealtad constitucional resultan, como todo en esta vida, relativas y, por lo mismo, sujetas a debate, práctica a la que el nacionalismo español tiene especial aversión. No resulta extraño pues que el pueblo catalán, constituido en nación, harto de negativas y desplantes haya optado por la vía de la emancipación, reivindicando la urgente recuperación de su soberanía, para constituir un estado propio e independiente.
Al final, los argumentos españoles para oponerse a la segregación de territorios anexionados por la fuerza en otros tiempos, se reducen a uno, que España es “indivisible”, categoría que ellos mismos adjudican, al parecer sin demasiada convicción, ya que en caso contrario no les haría falta poner al ejército como garante de esa indivisibilidad. Luego hay que deducir que España es divisible y los españoles lo saben.
En contraste con la situación en Catalunya, el panorama vasconavarro se caracteriza en estos momentos, como casi siempre, por el desconcierto, la indefinición y la desunión. A menudo hemos resaltado la preocupante falta de estrategia de las fuerzas políticas vasconavarras, pero lo que evidencia el momento actual es aún más preocupante si cabe, una ausencia de concreción de objetivos.
Si algo tendríamos que aprender del proceso catalán, es su cuidadosa distinción entre objetivos tácticos y objetivos estratégicos, su desarrollo del proceso emancipador desde las bases y su decidida apuesta por el protagonismo de la sociedad civil sobre los partidos políticos.
Creo que, de una manera u otra, la independencia es el objetivo de un porcentaje significativo de ciudadanos y ciudadanas de nuestro país. La vía idónea para conseguirlo sería la articulación de un movimiento cívico, el cual no debería sustituir ni oponerse a los partidos políticos, sino integrarlos en la medida en que estas organizaciones partidarias son necesarias para el proceso de nuestra biología social. Un movimiento que integre a ciudadanos y ciudadanas, desde sus ámbitos locales y desde sus particularidades culturales, sociales, laborales y económicas, en la consecución del objetivo común de la independencia.
Fuimos una nación, tuvimos un estado, pero ahora no somos más que un pueblo desunido, al que al nacionalismo español le basta con acentuar sus contradicciones para mantener controlado.
¿Qué escenario se nos presentará en el momento en el que la situación catalana se resuelva de una u otra manera? Opino que sólo se puede resolver de una manera, con la independencia, pues cualquier otra cosa sería posponer esa resolución, manteniendo por la fuerza las situaciones de injusticia. Tal como están las cosas, las únicas alternativas que se presentan son la represión del movimiento soberanista, previa anulación de la autonomía, y la declaración unilateral de independencia, con su más que probable represión. En cualquiera de las dos posibilidades resultará un factor fundamental la presión internacional, cuya importancia actual se nos escapa. En cualquier caso la repercusión de estos acontecimientos sobre nosotros sería notable. Me temo que nuestro grado de preparación ante estas eventualidades es, en estos momentos, nulo.
Por lo tanto, es urgente el inicio del proceso vasconavarro hacia la independencia, que no se debe demorar por cuestiones banderizas. Paralelamente sería conveniente una eficaz acción exterior, en la perspectiva de males futuros, tales como maniobras preventivas por parte de España.
En estas circunstancias la salida más apropiada, a mi juicio, será la de implementar una estrategia que contemple los puntos anteriormente expuestos que recuerdo: Definición de objetivos tácticos y objetivos estratégicos, desarrollo del proceso emancipador desde las bases, protagonismo de la sociedad civil sobre los partidos políticos, articulación de un movimiento cívico por la independencia.
Dentro de este proceso sería muy importante, como componente táctico, el ejercicio de la abstención en las elecciones a Cortes de España, ya que si la soberanía reside en los representantes de cada circunscripción en esas Cortes, la ausencia de representantes, o la presencia de unos electos por un porcentaje minoritario de votantes, implicaría en el plano teórico la recuperación de esa soberanía, a la vez que establecería un toque de atención en el plano internacional.
A mí me gustaría pertenecer a un país de ciudadanas y ciudadanos libres, administrados por su propio gobierno, que unas veces sería más de izquierdas y otras, deseo que las menos, más de derechas, un país en el que los conflictos se resolviesen sin generar injusticias, un país con constitución o sin ella, como Inglaterra, en el que se respetasen los derechos de todos y se sancionase al que incumpliese sus deberes, un país con sus grandezas y sus miserias, orgulloso de su cultura, de su lengua, de su historia, de su patrimonio, en definitiva, un país como otro cualquiera, pero sería el nuestro.