40 años después

Aquel 28 de octubre de 1973, Johan Cruyff jugaba por primera vez con el Barça, contra el Granada, en un partido que acabó cuatro a cero. Yo tenía 21 años, entonces, y de eso no sabía nada, ni me interesaba. Ahora, francamente, tampoco. Con Jordi Carbonell y Teresa Comas fuimos a la iglesia de María Mediadora, en la calle Entença. Para los de casa, estábamos en Montserrat, en un encuentro de jóvenes. La reunión de la permanente de la Asamblea de Cataluña comenzó con normalidad, pero hacia media mañana, los responsables de seguridad (M. Sellarès, P. Portabella) decidieron suspenderla al detectar cantidad de furgones policiales en los alrededores del lugar donde estábamos. Demasiado tarde… Fuimos a la azotea, pero la policía ya bajaba y también llegaba escaleras arriba. Al volver a la sala, un montón de papeles llenaban el suelo, si bien los más comprometedores (nombres, direcciones, teléfonos) nos los comimos, una vez desgarrar de la agenda las hojas con datos. Las imágenes de la poli entrando por la puerta nos recordaban, por los procedimientos y el estilo, el golpe de estado de Pinochet, en Chile, un mes y medio antes. Hacía sólo una semana que se había muerto Pau Casals, en el exilio, y parecía que el viento venía de cara.

Nos esposaron y subieron al mismo furgón que Solé Barberà: «cambrilense, tú no sabes nada, no has visto nada, no conoces a nadie. ¡Pacem in terris y basta!» Y así fue. Todos declaramos que conmemorábamos el décimo aniversario de la encíclica Pacem in terris, aunque, obviamente, la policía franquista no se lo creyó. Nos metieron en unas celdas repletas de gente y algunos, como Jordi Carbonell, fueron torturados, a él por hablar sólo en catalán. Oscuridad, suciedad, miedo a lo desconocido, todo se mezclaba. Siendo vicepresidente volví a la comisaría de Via Laietana y pedí ver de nuevo los calabozos, que no me pareció que hubieran cambiado mucho. Sólo he estado dos veces. La primera salí esposado, con 112 presos políticos. La segunda hice la entrada y la salida en coche oficial. Habían pasado casi cuatro décadas… Quizás puede costar entenderlo, pero vivimos la ida a la cárcel como una especie de liberación, lejos de las arbitrariedades, los métodos y los abusos de la brigada político-social de la policía.

En la Modelo, donde frecuentaba la celda en la que estaban Carbonell, Guti y Solé Barberà, aprendí muchas cosas y descubrí otras. También iba a veces, a la de Sellarès, que ya practicaba la cultura de la transversalidad, y fue con él y allí donde, paradójicamente, tomé conciencia de la importancia de una policía democrática en una sociedad respetuosa con los derechos humanos. Y catalana, claro. Creo recordar que a Ramón Espasa el aniversario la pilló en la cárcel y la familia le pasó un pastel de cumpleaños que llevaba licor… Fue Solé Barberà quien me hizo darme cuenta de que, en una botella de agua metida por la familia, me habían escrito «San Clemente». Allí supe dónde me había tocado hacer la mili. Compartíamos celda -e inodoro, chinches y suciedad- Joan Subirats (Bandera Roja), Marcel Cereza (PSU) y yo (PSAN). La prisión fue un aprendizaje de muchas cosas sobre la condición humana, pero en mi memoria reinan más los buenos recuerdos, quizás por esa capacidad que tiene el tiempo de pintar de bellos colores las horas pasadas. Desde entonces siempre he sentido una conexión y una complicidad especiales, por encima de siglas e ideologías, con los compañeros de aquella caída y con los luchadores antifranquistas, en general. Este 11 de septiembre, entre Alcanar y Vinaròs, además de Lluís Llach, nos dábamos las manos Carles Santos, Pere Portabella y Teresa Comas, los cuatro de los 113. Habíamos ido juntos a la cárcel, convocados por la Asamblea de Cataluña, por defender la autodeterminación. Ahora estábamos en la carretera, siguiendo a la ANC, para defender la independencia. Hemos tenido que esperar 40 años, pero valió la pena.

EL PUNT – AVUI