Uno de los mundo más desconocidos en nuestro son los cuarteles y edificios militares de todo tipo que salpican las ciudades y montañas del país. Muchos de ellos llevan años y años, han hecho su vida al margen de lo que pasaba fuera, reductos de la España que manda -la que sea-. Nos hemos acostumbrado tanto, que parece normal su presencia. Hablemos un poco de ello.
Antonio Muñoz y Josep Catà, en su excelente libro sobre la Represión borbónica y resistencia catalana (1714-1736) dedican todo un capítulo a hablar de la ocupación militar del Principado. «No conviene olvidar que el ejército que entró en Barcelona y ocupó el Principado no fue de paso; entró y se quedó». Se estima en cincuenta mil soldados borbónicos (para una población de 500.000 habitantes). Algunos datos ayudan a entender las proporciones: en Barcelona, los soldados significaban más del 25% de la población, en Girona, el 62,5%, en Tarragona, el 35,9% en Lleida, el 34,7%, en Vic, el 18,5%, en Tortosa, el 20,4%, etc. (Datos todas ellos de Muñoz-Catà). El duque de Montemar, capitán general de Cataluña en 1722, escribió: «… cuyo genio y osadía los impele naturalmente a la sedición, y que esta procurarán entablarla en cualquier accidente por este país como parece tan acostumbrado a rebeliones… a fin de situar las tropas de este ejército en los puestos más ventajosos y convenientes a contener cualquier movimiento de estos naturales…» Así hemos sido siempre vistos los catalanes: sediciosos en potencia. Así, pues, todas las medidas posibles han sido tomadas, incluido el bombardeo de la ciudad sin reparos (tesis que Azaña supo formular como nadie: «Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. El sistema de Felipe V era injusto y duro, pero sólido y cómodo. Ha durado para dos siglos»). Por lo tanto, hay que tener presente, pues, para entender nuestra historia, el peso importantísimo de la presencia militar ininterrumpida y constante en nuestro país.
Por lo que respecta sólo a Barcelona, es bastante evidente que la construcción de la Ciudadela, colosal fortaleza, fue la pieza maestra de la ocupación («Su Majestad ha resuelto fabricar en esta Plaza una Ciudadela para sujetar eternamente a esta obstinada gente”; “La Ciudadela ha de hacerse en Barcelona, para mayor seguridad y cautela contra aquel Pueblo.. se fortifiquen contra la ciudad…) … pero no la única. La Universidad de Barcelona, en el comienzo de la Rambla, fue clausurada, como todas las universidades catalanas, y transformada en cuartel militar; las Atarazanas se convirtieron en un cuartel de artillería (y no fueron recuperadas por la ciudad hasta 1936), el Convento de San Agustín se convirtió en un edificio militar también (allí estuvo yo reclutado); Montjuïc, etc … Sólo por hablar de algunos de los efectos directos de 1714 que transformaron radicalmente el paisaje urbano de la capital del país.
También el convento de la Merced, como tantos otros edificios religiosos, fue ocupado por los regimientos borbónicos. Cuando se devolvió a los religiosos en 1718, su estado era ruinoso. Había sido construido entre 1605 y 1653 bajo la dirección de Jerónimo Santacana. El edificio se articula alrededor de un gran claustro de dos pisos, hecho con arcos de medio punto sobre columnas clásicas. La puerta barroca que da a la plaza de la Merced es obra de Jaume Flori, del 1641.
Recuperado por los mercedarios (no hay tiempo para explicar esta extraordinaria orden), en el siglo XIX vivió de lleno la guerra del Francés, siendo saqueado, y la desamortización, en 1835, que supuso pasar a manos del Estado que lo destinó a usos militares: cuartel (1844-45) y sede de la Capitanía General desde 1846, que es lo que, un siglo y medio largo después, sigue siendo. En el año 1929 fue profundamente transformado por Adolf Florensa, uno de los arquitectos claves para entender la Barcelona por la que paseamos.
Pues bien, por la fiesta de la Merced de la semana pasada, Capitanía Militar permitía la entrada al edificio. Fui. La entrada es por el Paseo de Mar, justo por debajo de una de las enormes banderas españolas que lucen al sol sin que nunca ninguno de nuestros progres oficiales se haya referido a ellas, quejándose o pidiendo que se retire. Es curioso como sólo sobra o molesta la bandera catalana.
El patio es magnífico, bellísimo. En el medio, una columna contiene, entre otras, la siguiente inscripción: «En 1923, reinando Don Alfonso XIII, el Cap. General de Cataluña, Excmo. Sr. D. Miguel Primo de Rivera inició en este edificio su patriótico movimiento». En el piso de arriba está la pieza más importante: el Salón del Trono, usado en recepciones militares y algunos eventos. Decorado con las imágenes de los reyes borbónicos, empezando por el retrato de Felipe V. También destaca la lista de todos los Capitanes generales que ha tenido Cataluña, empezando por el duque de Berwick hasta la actualidad. El edificio guarda también, por otra parte, una colección notable de pinturas de Cusachs y a la entrada en el despacho del Capitán General, hay dos fotografías extarordinàries: una, del capitán López Ochoa cuando se hizo cargo de Capitanía la noche del 14 de abril de 1931 y otra del general Batet. Curioso detalle. Mundos desconocidos.
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