Uno de los vicios más arraigados en el mundo político (e incluyo aquí a los que escriben de la cosa pública, no sólo nuestros representantes) consiste en percibir como político solamente el gesto del opositor, y nunca el propio. Mentalidad de la Guerra Fría: confundir la política de uno mismo con una moralidad superior, lo que da excusas para el espionaje, las estrategias de bloques, los partidos que se organizan en formato leninista… A un nivel extremo lo estamos viendo estos días: intervenir en Siria es una infamia, como si la no intervención, la no acción, fuera automáticamente pura y no otra forma de incidir (posiblemente peor). Cuando se maneja el destino colectivo siempre se están tomando decisiones, incluso cuando no se toman, como nos tiene acostumbrado el gobierno de Rajoy. Cuando decimos que no queremos cambiar el mundo sólo estamos diciendo que nos es indiferente la forma en que nos lo cambian los otros.
Así, cuando un Gobierno se posiciona a favor de una manifestación -e incluso participa-, hace política y se le critica, pero no si se pone en contra o se mantiene en silencio… Un editorial de La Vanguardia lo afirmaba con todas las letras: el trabajo de un gobierno es gobernar, no manifestarse, porque eso equivale a evidenciar que lo que reivindican los ciudadanos no puede ser resuelto por la vía de la representación pública.
Cuando un Gobierno representativo sale a la calle, pues, estaríamos asistiendo a un fracaso de la política tradicional o democrática, ya que el trabajo de los ejecutivos no es salir en las plazas, sino resolver los problemas desde las cámaras de representación. Y esto es así, sin duda, pero precisamente porque ya no hay nada que hacer, es cuando nos hemos de plantear el derecho de manifestación democrática. Salió Montilla a la calle en septiembre del año 2010, y nadie se puso filosófico.
Si el Gobierno catalán fuera plenipotenciario (si este país fuera realmente soberano) no tendría sentido la participación del ejecutivo en la Vía Catalana o en cualquier reivindicación nacional: como no lo somos, y queremos serlo, al parecer, no queda más remedio que participar, porque toda forma de acción conjunta es política en un grado o en otro. Sin embargo, por aquello de las formas, el gobierno no puede asistir como tal, porque la gracia de la manifestación es su amplitud y su falta de línea de vanguardia. Una cadena no tiene pies ni primeros eslabones: todas son idénticas -adscripción nominal, dicen-, no tiene sentido que nadie lo quiera apropiarse a título de un único partido. Pero la gracia es ésta: ser capaz de formular un mensaje que hable por la mayoría.
Ahora se ha puesto de moda decir que el independentismo catalán ha desbordado a los políticos, que todo esto es un movimiento que se les ha escapado más allá de sus redes tradicionales. Nos dicen que los políticos son gente que no lidera, sino que busca ponerse al frente de una masa que ya sabe a dónde va, el proceso sería ‘de la gente’, ‘la calle’, o de alguna otra entidad socialmente al margen de las estructuras de poder clásico.
A ello suman el declive de los dos grandes partidos, los de centro tradicional, lo que vendría a confirmar la sospecha: la gente sabe lo que quiere, más allá de los discursos cursis de izquierdas y del viejo -pútrido- ‘pájaro en mano’ nacional… Pero en tiempos de crisis es cuando con más firmeza se debe insistir en la cosa pública, más allá del pragmatismo catalán al que nos habíamos acostumbrado desde las últimas décadas, se manifieste este desde el izquierda o desde la derecha.
La izquierda del PSC ha tenido la mala suerte de encontrarse ahora gobernada por hombres y mujeres demasiado despistados y maliciosos. Hacer política de papeles recortados es fácil -cualquiera lo sabe-; hacer política en tesituras como las que vivimos es más complejo. CiU está haciendo el mismo proceso de reflexión trágica, pero con más generosidad, apertura de miras y sin hacer tanto ruido incoherente; su entrada en la dinámica del PSC sería no sólo fatal para la formación política sino para todo el país.
El alma del centro derecha catalán es catalana, pero el alma de la izquierda catalana -PSC- no ha demostrado ser lo suficientemente fuerte para encarar esta ordalía. Ahora sólo le queda el humor negro, la marginalidad, el linchamiento mutuo y el juego de puñales. A CiU le queda rascar en el pozo nacional, porque el discurso moral y económico ya tampoco se lo cree nadie con dos dedos de frente. El PSC no supo prever que las identidades se tragan las ideologías -y eso que era ‘el partido de los intelectuales’-, y continuaron confiando con un discurso socialdemócrata, que sólo termina teniendo sentido cuando uno sabe 1) quién es y 2) qué quiere. Las izquierdas de Europa aguantan porque son nacionales -ERC-, y siendo nacionales se pueden permitir el lujo de hacer políticas de izquierdas. El resto son sonrisas y subvenciones.
Este verano hemos podido ver lo de siempre: una ciudadanía decidida y una política que busca a qué color debe apostar el capital. Que la Vía sea por la independencia ofende a algunos partidarios del ‘derecho a decidir’, y el éxito de la convocatoria les asusta tanto que ya parecen su propia parodia.
La cadena sólo puede ser por la independencia -que no depende de nuestros representantes-, ya que por el ‘derecho a decidir’ no hay que hacerla: para eso ya hicimos las últimas elecciones. El derecho a decidir es la tarea política para la que se supone que está luchando el Parlamento catalán. También la parte del PSC, de ICV, y de Unió que ahora hacen tantos aspavientos. ¿Un partido político pide una manifestación a favor de un proyecto que él mismo lleva en el programa, y para el que ha sido elegido? ¿Dónde se ha visto eso? Pues en nuestra casa.
Las sutilezas están quedando anacrónicas. Ir contra el sentido común es cosa de esnobs, de gente que quiere distinguirse o bien porque van de radicales chic o de químicamente puros. No nos engañemos, todas las pruebas empujan hacia una simple constatación: es más peligroso ser independentista catalán en España que ser españolista en Cataluña.
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