Salir del bucle

La buena noticia es que actores internacionales muy poderosos empiezan a tener la certeza de que Cataluña se convertirá en independiente, ya que interpretan que la mayoría ciudadana que apoya el proyecto es abrumadora. También hay que valorar positivamente que algunas cancillerías occidentales vean con muy malos ojos que el gobierno español esté dispuesto a impedir por todos los medios la expresión de la voluntad democrática del pueblo de Cataluña, aunque esto último tenga un punto inquietante porque significa que son conscientes de la capacidad española para reprimir de forma bárbara un gesto secesionista pacífico. Un incremento de la tensión propiciada por una reacción desproporcionada del Estado se encuentra más allá de lo que puede permitirse la Unión Europea y el equilibrio de poderes en Europa Occidental. En esta línea, reflejo de estas conclusiones (y también de estos temores) se pueden situar las declaraciones de la semana pasada del primer ministro británico, David Cameron, ante un Rajoy desconcertado y con cara de perro. Espetó al presidente del gobierno español en presencia de todos los periodistas que no se pueden ignorar «los temas de nacionalidad, independencia e identidad» y que hoy «permitir a la gente decidir» es un reflejo nada sutil de la incomprensión que genera la posición española, además de una humillación de la política exterior que García-Margallo ha intentado desplegar para silenciar el caso catalán.

 

El optimismo que se puede extraer de los últimos movimientos en el tablero internacional contrasta, sin embargo, con la preocupante falta de dirección política que se expresa en el interior. Tenemos mayoría social (una «mayoría movilizada», como diría el profesor de derecho constitucional de Yale, Bruce Ackerman) tenemos una serie de complicidades fuera, pero todavía hay que hilvanar el estado mayor.

 

El Presidente Mas comparece para dibujar una hoja de ruta con la que recuperar la iniciativa y todo lo que expone denota que navega sin rumbo, o al menos expresa una total falta de orientación en cuanto a la cuestión central de este mandato: la soberanía. Si se quiere presentar de forma creíble que vamos hacia un nuevo Estado, ¿qué sentido tiene asegurar que no habrá elecciones hasta 2016? ¿Por qué se pretende transmitir una situación de normalidad ceñida a la gestión cotidiana si el gesto que debería prepararse es excepcional? ¿Es que la aparición de un nuevo sujeto político no es un fenómeno suficientemente relevante como para hacer un llamamiento a unos nuevos comicios parlamentarios? ¿Es que los estados que se independizan no convocan, en un plazo breve, elecciones constituyentes que han de perfilar las estructuras sobre las que se fundará el poder que acaba de afirmarse? Y en otro sentido, si se descartan las llamadas elecciones plebiscitarias una vez se confirme que el gobierno español no piensa autorizar una consulta, ¿qué otra vía de legitimidad queda para exhibir ante una comunidad internacional que, afortunadamente y como vemos, cada vez parece más comprensiva con nuestra causa? También recuerdo que el mandato de la manifestación de la Diada no era una consulta sino hacer la independencia, un objetivo ciertamente inalcanzable si quien se presenta como depositario de aquella voluntad descarta el único medio que hay para conseguirlo, la declaración unilateral posterior a unas elecciones libres, cuando el aparato del Estado aborte el referéndum. Tampoco resulta demasiado alentador que sean las voces dentro de la federación gobernante las primeras en anunciar fórmulas de autolimitación, como sucede con la imposición de exigencias de hipermayorías para llegar a la independencia que no se han solicitado en ningún proceso de secesión ni en el pasado ni en el presente. Del acuerdo de Edimburgo de otoño de 2012, firmado entre Alex Salmond y David Cameron, sobre las condiciones para celebrar un referéndum sobre la independencia de Escocia, por ejemplo, no se desprende la exigencia de ninguna mayoría cualificada para admitir la victoria del «sí».

 

Como ya he expresado en varias ocasiones en estas páginas, el vicio originario que explica cómo la mayoría del Parlamento avanza a trompicones en el supuesto proceso hacia el Estado propio se fundamenta en que los designados para liderarlo, empezando por el presidente, no han confiado nunca en ello. Si verdaderamente se quiere hacer algo, no se invocan eufemismos, ni el propio agente que dice defender la causa se pone obstáculos adicionales para justificar su inacción. Las dudas y las ambigüedades de ahora revelan con demasiada crudeza que el viraje de Mas hacia el soberanismo tras la manifestación de la Diada (hasta entonces no olvidemos que se limitaba a defender el pacto fiscal) fue instrumental para retener el apoyo de una mayoría social que le había desbordado en sus planteamientos. Entonces Mas aún esquivó la acometida y pudo ganar unas elecciones. Ahora CiU pagará mucho más cara la parálisis y la ausencia de concreciones en el camino hacia la libertad nacional. Pasar 2014 sin resultados será letal para la federación si es que la descomposición interna no ha comenzado antes. Que los partidos del viejo orden corran el riesgo de volatilizarse con el advenimiento del nuevo orden no es problema del nuevo orden sino de los viejos partidos y de haber tejido la red que integra su poder en el régimen que se quiere superar. O se aceptan este tipo de costes (no de los más elevados cuando se trata de una secesión) o los catalanes nos exponemos a circular durante una larga etapa por este bucle agónico entre la extinción y la plenitud. Quizás bien mirado es eso lo que nos proponemos y eso es lo que votamos, no salir del bucle, incluso contra el sentido común que vaticinan los poderes internacionales que nos observan con expectación.

 

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