Entiendo que el debate en Cataluña sobre el proyecto de nueva ley de educación del ministro Wert, la Lomce, se haya centrado en la cuestión de los usos del catalán como lengua vehicular. La ley añadiría riesgos a un modelo de inmersión que ha funcionado medianamente bien, pero que podría estropearse si se le pone en tensión. Y, en este sentido, se agradece la defensa firme que han hecho la consellera Irene Rigau y el gobierno entero. Sin embargo, la ley merece otras objeciones tanto o más de fondo. Las hay de carácter pedagógico. La ley parte más de consideraciones morales que propiamente educativas. Por eso quiere mejorar la calidad escolar a base de volver a formas de presión y control como los exámenes de nivel y las reválidas. Hace poco tuve el placer de participar en una jornada donde se presentaba un modelo de aprendizaje con soporte digital llamado Supérate. Y, ciertamente, eso sí que es una manera de responder a los desafíos actuales, en las antípodas de las soluciones que propone la ley del PP. Los retos de la escuela de hoy en ningún caso se resolverán a golpe de (otra) ley.
Ahora bien, la objeción principal a esta ley es de carácter político. Con la excusa de la calidad, la ley se propone reespañolizar a los niños y niñas a base de exigir unos contenidos curriculares comunes que quedarían garantizados con unas pruebas generales. La señora De Cospedal, secretaria general del PP, así lo afirmó. Pero atención: el error de fondo no es que quieran españolizar. El caso es que, progresivamente, la escuela ha dejado de ser un buen instrumento político de nacionalización. Por lo menos, a través de homogeneizar currículos. La escuela en la que piensa el ministro Wert españoliza tan mal como catalaniza mal la escuela de la consejera Rigau. Creer que la cuestión depende de si se explica quién era Jaume I o quién era Don Pelayo es seguir pensando la escuela de hoy con los esquemas de la escuela de hace cincuenta años.
La escuela siempre ha sido una mala adoctrinadora, incluso cuando se lo ha propuesto a fondo. No nos españolizó aquella Formación del Espíritu Nacional que nos hacía el profesor de la Falange, ni nos hizo católicos el catecismo que aprendíamos como unos loros, de memoria y sin entenderlo. De modo que confiar en la escuela para conseguir una regeneración nacional para reforzar la unidad de España es tan iluso como pensar que las lecciones de historia de Cataluña han sido la causa del actual independentismo.
Lo cierto es que los instrumentos para mantener los vínculos y la lealtad a la nación son cada vez más complejos y sutiles. La escuela, el ejército y la Iglesia -y en Francia los sindicatos- ya hace años que fueron sustituidos principalmente por la radio y la televisión públicas. Pero ahora mismo estos instrumentos también han perdido la potencia de los primeros tiempos para crear espacios comunes de conversación, de relato político, de identificación con un star system… En la medida en que el espacio comunicativo se ha fragmentado con la llegada de decenas de canales, ya no hay mirada nacional unificadora. Ni el meritorio liderazgo de TV3 en Cataluña le asegura ser el instrumento de socialización política y cultural que fue en sus inicios.
¿Qué nos socializará políticamente, pues, en pleno siglo XXI? Esta es una buena pregunta que habría que poder responder con cierta precisión. Primero, para no hacer el ridículo como hará la Lomce, si es que se llega a aplicar. Y, segundo, para poder resolver el verdadero problema de fondo, que es el del mantenimiento del sentimiento de pertenencia que exige una vida democráticamente organizada a través de una cultura general compartida.