La incoherencia revela uno de los principales vicios que se ciernen sobre el proceso
La pregunta no es si tenemos una mayoría social favorable a la independencia, la pregunta es si hay una minoría dispuesta a sacrificarse por ella. Teniendo presente el bloqueo que ejerce España sobre toda expresión democrática relativa a la secesión (como se manifestó de forma implacable con la admisión a trámite y la suspensión por parte del Tribunal Constitucional de la Declaración de Soberanía), cada vez parece más claro que la aparición del nuevo Estado catalán sólo será posible a través de un gesto de ruptura constitucional, una declaración unilateral de independencia, tal como por otra parte se ha convertido en el noventa por ciento de secesiones que ha habido en el planeta a lo largo de la historia. ¿Esto puede producir un acto de fuerza por parte española, como la activación del artículo 155 de la Constitución y la suspensión de la autonomía? Sí. ¿Puede derivar en un conflicto de mayor envergadura? Probablemente. ¿De qué manera reaccionarán las instituciones del continente europeo y la comunidad internacional en general? No lo sabemos. Empieza a ser evidente que en Cataluña no se puede exigir el máximo rigor democrático cuando esta expresión democrática es abortada por el sistema constitucional español sin que la supuesta Europa de las libertades haga nada para impedirlo. Como ya hemos afirmado en otras ocasiones, la Unión Europea o el Consejo de Europa sólo reaccionarán cuando tengan el conflicto sobre la mesa, y este conflicto, tal como se va perfilando por la actitud española, sólo llegará si el estamento político catalán tiene el coraje de romper con la legalidad vigente y adentrarse en una nebulosa de completa incertidumbre.
Si la democracia no se puede manifestar (y, en parte, el gobierno español reprime esta manifestación porque ya ha habido constancia de una mayoría contraria a sus intereses, como la composición parlamentaria que se concretó tras el 25-N), entonces el debate se traslada a una mera cuestión de poder, un ámbito en el que los catalanes, precisamente por no tenerlo, hemos sido tradicionalmente bastante torpes. Los acontecimientos actuales no invitan al optimismo ni hacen pensar que nos desviamos de esta fatídica tendencia. Mientras el Parlamento y el gobierno se lían con la creación de comisiones, con la constitución de consejos y con la redacción de informes diversos, España despliega una ofensiva arrolladora por todos los frentes (estrangulamiento económico, agresión lingüística, cerco judicial) que amenaza de raíz el país. Hay que decir, sin embargo, que la reacción española por completo normal y el desconcierto catalán, ingenuo: es comprensible que el Estado utilice todos los instrumentos que tiene a su alcance para aplastar a una comunidad que aspira a separarse . Si has lanzado un gran desafío que plantea un cambio radical de equilibrios, luego no puedes esperar la generosidad de quien lo puede perder todo. ¿Por qué debería potenciar Rajoy el corredor mediterráneo, tal como hace unos días le reclamaba el presidente Mas, si se trata de una vía de comunicación con Europa que permanecerá en el nuevo Estado catalán y de la que España no se beneficiará en absoluto? ¿Qué incentivo tiene Montoro para enjugar el déficit fiscal que oprime a Cataluña si cualquier recurso que consiguiéramos retener debería servir para financiar el período de transición hacia una independencia en el que se acaben para siempre las transferencias a España? Con la secesión en el primer punto del orden del día, entrar a negociar sobre aspectos propios de una comunidad autónoma de régimen común demuestra, o bien que no nos estamos tomando en serio que vamos hacia un cambio de marco político, o bien el autoengaño de nuestros gobernantes en pensar que el adversario te tratará con deferencia cuando ya le has dicho que quieres marchar.
La incoherencia revela uno de los principales vicios que se ciernen sobre el proceso catalán y que amenazan desguazarlo: la improvisación. La federación en el gobierno, CiU, tuvo que esperar que la sociedad catalana entrara en una situación límite y que más de un millón de personas salieran a la calle en la Díada de 2012 para materializar el giro soberanista. La maniobra, que en un primer momento tuvo el efecto positivo de descolocar las autoridades estatales, sufría riesgos de perder efectividad si las condiciones sociales y económicas se seguían deteriorando (como así ha sido) y si no se concretaba en un plazo breve después de su verbalización. Es aterrador pensar que no hay ningún plan mientras España ejecuta con precisión su proyecto asimilacionista y la sensación de vértigo se hace aún más acuciante cuando a estas alturas ya tenemos muy claro que el escenario de la declaración de independencia parece el único viable, ya sea porque el Estado español se blinda en su coraza constitucional, ya sea porque el bombardeo continuado contra el autogobierno y los atributos nacionales hace del todo innecesario cargarse de razones. Ahora bien, ¿están dispuestas nuestras élites a mantener la pugna? ¿Tenemos un estado mayor preparado para asumir una fase de conflicto más intenso que al menos coloque el problema catalán en la agenda europea? La clave dependerá, pues, de si un sector relevante de la sociedad catalana está en condiciones de aguantar la acometida de una España rabiosa, cegada y que está conjurando el abordaje sin cuartel en parte porque cuentan que en el momento decisivo se producirá la desbandada. Puestos a romper, hay que plantear el corte con urgencia, una prisa que no impida pensar ni actuar fríamente pero que llame al desenlace porque cada día que pasa somos más débiles y corremos el riesgo de llegar al choque final completamente desahuciados. Un arrebato nuevamente improvisado cuando el asalto sea contundente (cuando intervengan el autogobierno, por ejemplo) nos puede colocar en una posición demasiado humillante como para remontar en las próximas décadas.