Unas declaraciones recientes de una persona querida y admirada, y con bien ganado crédito público político, me han vuelto a confirmar lo que escribí hace pocos meses en otro lugar: que sigue circulando por el ancho mundo toda una corriente de discursos, libros y papeles que coinciden en lamentar la maldad propia de cualquier forma de «nacionalismo» (definido siempre negativamente, claro, no como responsabilidad positiva), lo que implica una curiosa posición mental condenatoria sobre el hecho nacional mismo, como si fuera una especie de sarampión de la humanidad, una desgracia histórica, una plaga, y en todo caso un arcaísmo a extinguir, algo «antigua» o pasada de moda.
Extraña ideología que pretende pasar a menudo por progresista o liberal, mientras ignora que ya hace mucho tiempo que las sociedades humanas (primero en Europa, luego en el resto del mundo) organizan el progreso y la libertad dentro de unos espacios que llaman naciones, y que quien no dispone de este espacio, o no de forma suficiente y satisfactoria, difícilmente puede encontrarse cómodo entre tantos otros que sí disponen plenamente del mismo. Porque afirmar que la «vida en nación» es la forma y el marco que define la vida moderna en sociedad no es ningún «nacionalismo» de peligrosa especie doctrinal, no es una posición ideológica superada: es una constatación.
Pensar, por tanto, que el «tema de la nación» es materia superada y arcaica, sin interés práctico ni teórico, o incluso que es fuente de todos los males, equivale simplemente a navegar por el mundo de las ideas volátiles y sin peso. O pensar -pensar poco, en realidad- con una muy interesada mala fe, por mucho que se disfrace de liberalismo constitucional. O bien, como en tantos discursos y papeles del profesor Savater, una serie de falacias perfectamente indignas de un catedrático de ética. Por si fuera poco, los «nacionalistas», y más aún los partidarios de la independencia de la propia nación (es decir, todo el mundo y en todas partes: franceses, españoles, portugueses, suecos, noruegos, holandeses, cubanos o venezolanos ), serían personas de cerebro averiado.
Tal como afirma, en una entrevista en el diario El País, el filósofo Jesús Mosterín, que cuando el periodista le pregunta: «¿La independencia está en los genes o en las gónadas?», Lo mezcla todo enseguida y dispara: «No tiene nada que ver con los genes. Es un producto cultural. Lo que depende de los genes es la inteligencia y las personas inteligentes no suelen ser independentistas”. Personas inteligentes, por lo tanto, debe existir pocas en el mundo: sólo aquellas que preferirían que su país o nación fuera dependiente de otro. Despreciar determinados aspectos y dimensiones de la realidad, cuando esta realidad no encaja en unos modelos conceptuales previos, es un viejo hábito mental que ya viene de Platón, pasa por Marx y llega igualmente a los sociólogos de la escuela de Frankfurt y a los economistas de la escuela de Chicago.
Es interesante, por otra parte, que las dos grandes ideologías llamadas «de la modernidad», el socialismo más o menos marxista y el liberalismo más o menos democrático, pretendan ser ideologías de la racionalidad económica, o más aún: ideologías para las que todo es reductible al modelo económico, sea el mercado o sea la planificación. Aplicando el mismo método y modelo, la economía -la producción, el capital y los mercados a escala continental o planetaria- enseñaría que las naciones no «tienen sentido» ni espacio en el futuro, y sobre todo, ay, las pequeñas naciones. El hecho, sin embargo, es que las naciones, grandes o pequeñas, no son construcciones folklóricas particulares que se puedan desmontar y sustituir con un folclore universal, ni conjuntos de obradores de artesanía que serán anulados por la Microsoft o la General Motors, ni simples estructuras de poder local que se desvanecen ante Wall Street o los eurócratas de Bruselas.
Son otra cosa: son el hábitat propio de las sociedades modernas dentro de un hábitat universal compartido, o más exactamente la forma moderna de habitar el mundo, y eso es ineludible. Al menos, hasta que no se invente otra forma de «estar en el mundo», sustitutoria de esta e igualmente universal. Otra cosa es que todos nos encontremos, o no nos encontremos, cómodos y pacíficos, en la nación o el trozo de nación que nos ha tocado. Supongo que son más felices los que tienen la nación en paz -por lo menos porque tienen un problema menos-, pero quizá a nosotros no nos ha tocado esa felicidad. Nos queda el deber, o la pasión, de seguir buscándola. Y si, por esta modesta y humanísima pretensión, debemos asumir el calificativo de «nacionalistas», nos resignaremos practicando alternativamente el comprensible vicio de la indignación y la universal virtud de la paciencia.