Hasta el momento presente, fundamentalmente, la discusión sobre las consecuencias de que Catalunya se convierta un nuevo Estado de Europa se ha limitado a dos tomas de posición. Por parte catalana, se ha hecho saber que el proyecto soberanista pasa inexcusablemente por continuar en Europa. Por parte española, se han limitado a amenazar con el veto a una hipotética petición de adhesión y con un supuesto retorno forzado a la peseta. Con respecto a la voluntad del independentismo catalán de formar parte de Europa, esta se ha manifestado a todos los niveles imaginables. No tan sólo en una tradición europeísta muy arraigada desde el nacimiento del mercado común, sino en la opinión popular y como criterio transversal de todos los partidos soberanistas. No es casual que el eslogan de la manifestación del 11-S fuera, precisamente, “Catalunya, nou Estat d’Europa”. Tampoco es casual que la adhesión mayoritaria a una Catalunya independiente dependa de la continuidad en la Unión Europea, tal como señalaba la encuesta reciente de La Vanguardia. Además, sería un olvido imperdonable no tener presente el papel determinante durante estos últimos años de los eurodiputados Romeva y Tremosa, y hasta hace poco Junqueras, en la europeización de nuestro contencioso, ahora perfectamente conocido a las instituciones europeas. Y el propio presidente Artur Mas ha condicionado el sentido y el éxito del proceso al europeísmo constitutivo del derecho a decidir: queremos ser soberanos para tener voz propia en Europa, no para hablar con nosotros mismos en un soliloquio autista. No queremos fronteras propias: nos bastan las de Europa. Y por si alguien todavía no se ha dado cuenta de ello, el presidente Mas habla de interdependencia no por cobardía sino porque el proyecto de emancipación tiene que ver menos con el final de la dependencia de España que con el inicio de una estrecha vinculación europea i del reconocimiento mundial que, hoy por hoy, pasa por tener un Estado propio.
De las amenazas que llegan de la parte española, pienso decir poco. Los expertos han hablado de sobra para desmentir la veracidad de estas patrañas. La resolución de la incorporación de Catalunya no se hará según unos tratados que no prevén nada, sino con criterios políticos. Y aquí sólo mencionaré tres o cuatro ideas. Primera, cabe recordar cómo se produjo la reunificación de Alemania para saber que la política resuelve en pocos días aquello que los tratados tardan años en regular. Segunda, como explicaba hace poco el eurodiputado Ramon Tremosa, es difícil que una España intervenida y rescatada –de derecho o de facto– pueda decidir unilateralmente si nos quiere dentro o fuera sin atender la opinión de Europa. Tercera, y muy significativamente, hasta ahora los estados de Europa no han tomado ninguna posición de apoyo inequívoco a la unidad de España: el criterio de no entrar en asuntos internos tanto vale para no apoyar nuestro proceso de emancipación como para no avalar las amenazas antidemocráticas en contra el derecho de decidir de los catalanes. Finalmente, es curioso que hasta ahora nadie haya especulado –al menos en público– sobre los intereses que podrían favorecer el proyecto soberanista de Catalunya, y en dos direcciones bien diferentes. Una, en el sentido que una España más reducida en población y PIB facilitaría reequilibrios de poder en Europa que favorecerían a determinados países y a sus políticas internas. Y dos, porque a la UE y a muchas de las multinacionales hoy en Catalunya les podría ser muy conveniente tener a una Holanda en el sur de Europa como motor de un cambio de mentalidad económica sin la cual el proyecto europeo no avanzará.
Sin embargo, con las declaraciones de europeísmo de los catalanes y del juego de intereses favorables o contrarios a nuestro proyecto soberanista no basta por salvar todas las dificultades que van a presentarse. Así que propondría avanzar en las siguientes direcciones. En primer lugar, la incorporación de Catalunya como nuevo Estado de Europa no tan solo no debería crear problemas a la UE, sino que tendría que ser vista como ejemplo de solución a los que ya tiene formulados.
Particularmente, creo que Catalunya, con la ventaja de que prácticamente empieza de cero, podría presentarse en Europa con un modelo de Estado lo más adaptado posible a las exigencias que, generalmente, son muy difíciles de encajar por los estados tradicionales. Habría que definir unas estructuras de Estado pensadas de principio a fin para que encajara como un guante en el proyecto europeo. Lisa y llanamente: que la República de Catalunya pudiera ser vista como modélica para la consolidación del proceso de construcción europea.
En segundo lugar, Catalunya no debería conformarse con un acomodo pasivo a la UE actual, sería imprescindible que pudiera presentarse en Europa con un proyecto avanzado de Estados Unidos de Europa. Probablemente no podría hacerlo en solitario, pero nadie podría impedir que desde aquí se liderara un plan diseñado por los mejores expertos internacionales. ¿Quién puede estar en mejores condiciones para innovar, quién puede sentirse más libre de lastres del pasado, quién puede presentarse con una hoja de servicios más limpia de intereses particularistas que un Estado recién constituido?
La viabilidad de un proyecto de Estado propio depende menos de las dificultades de la separación con el pasado que de la capacidad para crear lazos hacia el futuro. Sólo los que miran atrás hablan de fronteras y divisiones de pequeña escala. Los que miramos al futuro hablamos de cooperación y participación en proyectos de unión superiores. De manera que hay que decirlo fuerte y claro: no es que Catalunya quiera quedarse en Europa, es que Catalunya debería agrandar Europa.