Primeros apuntes de batalla

Aunque estamos en pleno fragor de la batalla política provocada por el 11-S y las decisiones posteriores del presidente Mas, ya hay suficientes elementos sobre la mesa para empezar a analizar el combate y hacer las primeras crónicas de guerra. Ciertamente, la evolución es todavía incierta. Pero de lo que llevamos visto podemos destacar algunas características. Por ejemplo, el riesgo de caer en el menosprecio del contrincante ante el hecho de que hasta ahora haya usado armas risibles, y que, a base de caricaturizar, nos lo hacemos más cómodo sin poderlo contrarrestar.

 

Un primer factor a considerar, y que afecta a todas las partes, ha sido la sorpresa en el momento y la manera en que se ha planteado el desafío. Este efecto sorpresa ha forzado respuestas improvisadas. Por el lado de los que se oponen a la expresión democrática de la voluntad de los catalanes para decidir si quieren un futuro dentro o fuera de España, han tirado por la vía fácil de multiplicar por setenta las siete plagas de Egipto. Por el lado de los que la defienden, sin esconder las grandes dificultades que entraña salir bien parados de la aventura, lamentablemente se han dirigido más a la propia parroquia que a los que se sentían asustados por los primeros. En ambos casos, me temo que los más atemorizados por los cataclismos que se han anunciado no han encontrado sosiego en los segundos, y los entusiastas de la posibilidad de dar una respuesta favorable a la independencia, a cada provocación han conformado con pocas excepciones, sintiéndose cada vez más afianzados en su posición.

 

Ahora bien, creo que hay tres observaciones pertinentes si queremos participar con inteligencia en la batalla dialéctica en la que estamos comprometidos. La primera es que hay que tener muy presente que el combate es desigual. Quiero decir que los argumentos que tienen el Estado a su favor pueden disimular su propia contingencia, mientras que los que están huérfanos, quedan muy debilitados. Ejemplos hay mil, pero podemos tomar el argumento que dice que el mundo va hacia las uniones y no hacia las divisiones. La evidencia empírica muestra exactamente lo contrario: en los veinticinco últimos años -y en los cien últimos- encontraríamos muy pocos casos de uniones -la de Alemania, sí- pero muchas decenas de nuevos estados fruto de secesiones de todo tipo. Pero, además, deberíamos preguntar cómo es que el Estado que argumenta la necesidad de unión no parece nada dispuesto a renunciar a su propia independencia. Y no sólo eso, sino que el orgullo de defenderla le hace tomar graves decisiones, como no pedir un rescate cuando lo necesita. ¿Por qué nuestra independencia separa, y la de España no?

 

La segunda observación es para advertir que no me parece correcto limitarse a hablar de «discurso del miedo» para referirse a la clase de calamidades que anuncia Alicia Sánchez-Camacho o el mismo Pere Navarro, por mucho que el PSC haga ver que habla de sensatez. En realidad, cuando la calamidad la anuncia quien tiene el Estado a favor, lo que hace realmente es amenazar. El gran peligro, pues, no son las dificultades de una Catalunya independiente, que las tendrá, sino las amenazas hechas bajo el amparo del Estado. Y finalmente, la tercera observación es para hacer notar la aparición incipiente de un victimismo a la inversa al que recurren los que siempre se habían sentido protegidos por el Estado y les da pánico tener que mantener sus argumentos a la intemperie, que es como lo ha estado haciendo el soberanismo hasta ahora. Si es un sentimiento honesto, hay tranquilizar a los que lo tienen. Pero si es una estrategia para crear malestar, hay que denunciarlo y no dejarse atrapar.

 

No creo que estemos ante un combate demasiado largo, pero sí muy intenso. Y se puede encarar de muchas maneras, pero en ningún caso con ingenuidad. La peor ingenuidad de todas es pensar que el combate político ya está ganado.

 

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