Más allá de si había o no intención provocadora –cosa que no puedo ni quiero juzgar–, la cuestión que me parece más interesante de las recientes palabras del ministro de Educación español, José Ignacio Wert, es su opinión sobre el hecho de que tenga que ser la escuela quien españolice a los niños catalanes. Es decir, me interesa la idea de que la escuela tenga que seguir siendo la institución que asegure la adhesión nacional, sea la española, sea la catalana. Dejo de lado, por tanto, el combate propiamente político para pasar a analizar la supuesta utilidad de la escuela como institución garante de la lealtad a la nación.
Ciertamente, en tiempos no demasiado lejanos, instituciones como la escuela, el servicio militar obligatorio, la Iglesia e incluso los sindicatos en algunos países habían tenido un papel fundamental en lo que se denominaba “formación del espíritu nacional”. Todas estas instituciones habían sido puestas, cuando menos en parte, al servicio de la unificación de las perspectivas culturales y sociales que se consideraban necesarias para la construcción de los estados nación: una misma lengua, unas mismas leyes, un mismo pasado histórico reinterpretado al gusto del vencedor… Y sus estrategias unificadoras y uniformizadoras servían a los intereses de unos mercados políticos y económicos cerrados, cuyas fronteras protegían el comercio interior. En estas condiciones, cuanto mayores eran los estados, más fuertes.
Sin embargo, lo sepa o no el ministro José Ignacio Wert, el mundo ha cambiado mucho. Y una de las principales consecuencias de la globalización de los mercados económicos y de la mundialización de la cultura es que las fronteras ya no protegen los intereses de los grandes estados. Ahora, como han demostrado muchos economistas, funcionan mejor los espacios pequeños favorecedores de los “apareamientos selectivos”. Tal como escribe el economista Daniel Cohen en Riqueza del mundo, pobrezas de las naciones, “la integración económica encoge el espacio de las comunidades políticas”. Es decir, la heterogeneidad y el tamaño de las grandes naciones se convierte en un obstáculo grave para su desarrollo económico. Cohen advierte que la heterogeneidad de los grandes estados “hace necesarias redistribuciones importantes que agobian el presupuesto, perjudican las finanzas públicas y hacen recaer el peso de la deuda y la inflación en la economía”. “Las naciones pequeñas, más homogéneas, no se exponen a este riesgo”, añade. Por otra parte, y respecto a la mundialización de la cultura, también sabemos que las fronteras ya no son territoriales, sino que se establecen por grupos de edad, afinidades ideológicas, estilos de vida, nivel socioeconómico…
La principal consecuencia de todo eso, en relación con lo que estamos discutiendo, es que los viejos aparatos estatales de construcción nacional han dejado de ser útiles para esta misión. La escuela ya no promueve espacios simbólicos cerrados, sino que, al contrario, invita a la movilidad transnacional. La Iglesia, por su parte, cuando no se mantiene anclada en un pasado periclitado, es más universal que nunca. Los sindicatos también han perdido su virtud nacionalizadora. Y el servicio militar obligatorio pasó a mejor vida incluso antes de que los ejércitos también se organizaran en una lógica transnacional. ¿Qué adhesión patriótica suscita hoy en día entre la población el papel de un ejército profesional –por no decir mercenario– como el actual cuando participa en una misión internacional en Afganistán?
Durante una cincuentena de años, mientras se iba diluyendo el papel nacionalizador de estas instituciones tradicionales, las radios y las televisiones estatales fueron asumiendo este papel unificador. Recuerdo perfectamente que en mis clases de Formación del Espíritu Nacional de mediados de los años sesenta, cuando el profesor de la Falange salía del aula, ya nos partíamos de risa por la extemporaneidad del personaje, de sus métodos docentes y de los contenidos de la asignatura. Entre tanto, Televisión Española iba ocupando el espacio adoctrinador que dejaba libre al profesor de FEN. Era la televisión quien establecía los nuevos referentes comunes siguiendo la lógica de la cultura de masas y no de la historia, quien proponía los temas de conversación cotidianos o quien creaba expectativas políticas populares… Y todo eso, hasta que en las postrimerías del siglo XX este espacio comunicativo único también se fue resquebrajando y dejó de ser común y compartido. En definitiva, tampoco los medios de comunicación de masas sirven ya para nacionalizar a la antigua manera.
Es cierto que quedan algunos instrumentos clásicos todavía lo bastante potentes en el mundo del ocio: las selecciones deportivas, ciertos cantantes, alguna estrella televisiva… Sin embargo, hoy en día, los mecanismos para crear el sentimiento de pertenencia necesario para mantener la cohesión de la nación y, con ella, el sistema de representación democrática en las sociedades complejas también son muy complejos. Están conformados por redes de vinculación múltiples, con identificaciones y reconocimientos dinámicos y cruzados. Entre otros, estoy pensando en internet y sus redes sociales. No tengo ninguna duda: sin internet, Catalunya ahora no estaría desafiando el Estado español con la exigencia de una soberanía propia. La nacionalización –la españolización, la catalanización– ya no la hacen ni la escuela ni la televisión. Sólo la puede conseguir una promesa cooperativa de futuro, construida principalmente a través de redes que ya no son fácilmente manipulables por los gobiernos. Como mucho, las pueden liderar. Se ha acabado, pues, el adoctrinamiento: es la hora de las promesas tejidas en la red. Y me temo que el ministro Wert, en este terreno, no tiene nada que ofrecernos.