Claridad y democracia

En Europa y en el mundo occidental entenderían que una ley no puede frenar la voluntad de un pueblo, pero esto sólo ocurriría si este pueblo hace la independencia. En cualquier otro contexto la regla es más bien la contraria: las constituciones son un límite a la democracia. Se considera que hay aspectos esenciales en una comunidad (como la protección de derechos fundamentales, por ejemplo) que ni la voluntad de la mayoría puede transgredir. Por eso es decisivo que, si en el litigio entre Cataluña y España, Cataluña pretende apelar a la comunidad internacional, quede bien claro que la mayoría invocada, el título democrático, es para crear un Estado independiente. Si en algún momento las fuerzas soberanistas tienen la tentación de utilizar la mayoría para reclamar un cambio de marco político que no sea la independencia, o si la propuesta política mantiene algún rastro de ambigüedad, hay muchas posibilidades de que las potencias occidentales se laven las manos y den la razón a una España que alega la vulneración de su Constitución.

 

Ante cualquier proyecto que no implique la ruptura del orden constitucional español para fundar el orden constitucional catalán (que en vez de declarar la independencia la mayoría promueva, por ejemplo, una hacienda propia, un estado asociado o una apropiación de facto de recursos y de competencias…) España se encontrará en condiciones de activar las cláusulas de ejecución forzosa y de desplazar el gobierno de la Generalitat sin que la comunidad internacional mueva un dedo en favor de las pretensiones catalanas. Me parece que ni el presidente Mas ni CiU, en su supuesto giro soberanista, son muy conscientes de este riesgo. De la misma manera como me parece que no son nada conscientes de que si se pretende construir algún tipo de legitimidad por la ruptura, a saber, para celebrar un referéndum no autorizado por el gobierno español, debe presentar a las próximas elecciones del 25-N con la independencia en el programa. No el Estado propio ni ningún otro sucedáneo. La independencia. Sólo así, la mayoría que surja de los próximos comicios se encontrará en condiciones de pedir al pueblo una «respuesta clara a una pregunta clara» (tal como en su día exigió la Corte Suprema de Canadá a soberanistas quebequeses) pese a la prohibición constitucional española. Ciertamente el presidente Mas en una de sus intervenciones en el curso del último debate de política general llegó a afirmar que quería que Catalunya fuera un Estado «como Dinamarca o Eslovenia», estados soberanos en el marco de la Unión Europea. Pero también es verdad que en otras intervenciones ha mencionado el concepto de Estado propio refiriéndose a Massachusetts (estado miembro de la federación de los EE.UU.) o incluso en Puerto Rico, un Estado asociado a la federación de EEUU el que, no obstante, mantiene una situación de carácter casi colonial si tenemos en cuenta que Puerto Rico se encuentra sujeto a las leyes federales norteamericanas sin que esta isla pueda enviar representantes al legislativo de EEUU. Insisto: presentarse a unas elecciones con cualquier sombra de duda que permita insinuar otras soluciones que no sean la plena soberanía y la subjetividad internacional y que, por el contrario, signifiquen un desafío al orden constitucional español pero sin acabar de romper con España, dotará al gobierno español de argumentos suficientes para abortar el proyecto catalán ante la indiferencia del mundo.

 

Aparte del tema principal de la legitimidad internacional, en otro sentido, el imperativo de referirse a la independencia en la campaña electoral también será un elemento determinante para la credibilidad de las diversas fuerzas políticas ante la ciudadanía y ante los actores sociales que reclaman el cambio de ciclo, una credibilidad que, constituido el nuevo Parlamento, permitiría identificar la mayoría parlamentaria con la mayoría independentista. Tampoco aquí no valen subterfugios en los lemas. La trascendencia del momento pide que no se invoquen confusiones para satisfacer la voluntad de poder partidista, una confusión que sigue incluyendo términos como Estado propio (o incluso república catalana) mientras puedan denotar tanto por los emisores como para los receptores realidades políticas equivalentes en Massachusetts, Puerto Rico, Baviera o incluso el fallido plan Ibarretxe de estatuto político para la comunidad de Euskadi. Con el fin de ilustrar hasta qué punto llega a ser absurdo guarecerse en este tipo de vaguedades cabe destacar que si entendemos incluidos en el concepto de Estado propio también los Estados miembros de una federación, y formaciones como CiU se refugian en esta expresión precisamente para no cerrar puertas a alguna otra alternativa que no sea la independencia, en el fondo están defendiendo lo mismo que el PSC de Pere Navarro: el federalismo con España que, como ya he mencionado, o se hace a través de una reforma en profundidad de la Constitución española o, como le sucedió a Ibarretxe, está destinado a estrellarse contra el muro de las Cortes Generales o del Tribunal Constitucional.

 

Lo más inquietante es que esta paradójica (e incluso inesperada) coincidencia de proyectos de reforma entre CiU y PSC, una afinidad de fondo que estas dos formaciones también pueden compartir, y de hecho han compartido, con ERC e ICV, no se traduzca después del 25-N en una complicidad que rija la praxis política cotidiana. Podría abrirse paso la nueva fantasía de simular que Cataluña se constituye por la vía de los hechos en una entidad federada dentro de una España obligada a reinterpretar su Constitución de forma que se permitiera al estamento autonomista (con la connivencia de los poderes fácticos) ir alimentando otro delirio durante una larga legislatura dedicada a encubrir incompetencia, recortes, corrupción y endulzar la quiebra financiera. De momento la aproximación de CiU y el PSC en el Ayuntamiento de Barcelona, que continúa sin adscribirse a la AMI, parece confirmar estos temores. Las grandes proclamas soberanistas por parte de CiU a veces parecen dirigidas a cumplir la máxima del príncipe de Lampedusa según la cual hay aparentar que cambia todo para que todo siga igual.

 

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