Los referendos, las asambleas, las manifestaciones, son para la democracia como las armas: las carga el diablo. Confieso que tengo una cierta prevención. Quiero decir que la naturaleza de este tipo de instrumentos de expresión política de masa, al tiempo que les da una gran fuerza popular, también los hace indefensos ante toda clase de interpretaciones contradictorias. En su enorme potencia simbólica pocas veces corresponde la misma capacidad para producir los cambios políticos de fondo que se proponen. E, incluso, muy a menudo son herramientas que pueden acabar provocando lo contrario de lo que se proponían. Sólo hay que recordar cómo el sí al referéndum del Estatuto de 2006, paradójicamente, ha terminado marcando el punto final del autonomismo y un no definitivo a todo lo que significó aquel último y agonístico esfuerzo de encaje en España. Centrémonos, sin embargo, en las manifestaciones.
Cataluña no es un país de grandes manifestaciones. Hacemos pocas y dispersas. En cambio, las dotamos de una gran significación política. Desde mi punto de vista, de una significación excesiva. Tanta, que necesitamos inflar su participación. Está el caso de la mitificada manifestación del Once de Septiembre de 1977, la de la «Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía», que del supuesto millón y medio de participantes -este parece ser el umbral emblemático-, los expertos de Contrastant no dieron ni 270.000. (Por cierto, el «millón» de la manifestación contra el asesinato de Lluch, bien contados, Contrastant los redujo a poco más de 108.000 participantes. Y para bien o para mal, el 10-J de 2010 Contrastant ya no existía…)
El problema de tener que recurrir a este mecanismo de excepcionalidad en una sociedad democrática es que en los sectores más implicados se generan unas grandes expectativas que después suelen frustrarse por la falta de efectividad de un gesto que ha costado dios y ayuda de organizar. En la euforia del 10-J de 2010 todos recordarán que fue seguida por una gran depresión por la supuesta «inutilidad» de la gran concentración. ¿Qué se esperaba? ¿Que al día siguiente el presidente Montilla proclamase la independencia? Por mi parte sostengo todo lo contrario: aquella manifestación fue extraordinariamente efectiva. Eso sí, no deberíamos haber exagerado ni la magnitud de asistentes, ni la significación política ni las expectativas que debía tener en una sociedad democrática, donde la verdadera fuerza de una voluntad política se mide a través de unas elecciones y de las mayorías parlamentarias correspondientes. Y vamos a la manifestación del 11-S de 2012.
En primer lugar, aunque estamos hablando de la Diada Nacional de Cataluña y que, por esta razón, la celebración deben caber todos, hay que recordar que la manifestación siempre ha tenido un carácter estrictamente reivindicativo. El debate entre celebración y reivindicación es propio de cada 11-S, empezando por las discusiones sobre los contenidos de la celebración institucional en el Parque de la Ciutadella. Pero la manifestación, hace años, es un clamor independentista. Y este año todavía lo será más. En todo caso, quien no quiera polvo que no vaya a la era.
Ciertamente, y en segundo lugar, este año concurren unas circunstancias especiales. El país hierve ante la certeza definitiva de que la vía autonómica está cerrada -por fallecimiento- y que a estas alturas, sostener alternativas federalistas se ha convertido en una broma de muy mal gusto. Se puede entender que, desde la responsabilidad de gobierno, se hagan gestos tan inútiles -y quizás a la vez tan necesarios- como el de la propuesta de pacto fiscal, entendido como la última frontera antes de la ruptura con la legalidad constitucional vigente. Después de todo, este gobierno no puede ir legítimamente más lejos de aquí porque éste era su compromiso electoral. Para ir más allá, necesita nuevas elecciones. Ahora bien, sólo hay que escuchar cómo el mismo gobierno defiende el pacto fiscal para ver que sabe perfectamente que, más temprano que tarde, tendrá que cruzar esta frontera. En absoluto minimiza la importancia de haber llevado el 80 por ciento de los catalanes hasta esta última frontera. Y por eso, desde mi punto de vista, no veo ningún inconveniente -todo lo contrario- en que en la manifestación de este año haya una buena representación de los que han llegado hace poco a este punto fronterizo. Si se dice que el hambre llega comiendo, no tengo ninguna duda de que -como ya ocurrió el 10-J- tras el 11-S, muchos de los que puedan haber ido con la bandera del pacto fiscal regresarán de allí con el estelada. ¡Que nadie les prive, pues, de esta extraordinaria experiencia!
[La segunda parte de este artículo se publicará pasado mañana, sábado.]