Pero nadie se preguntaba de dónde salían los dineros que engordaban el milagro, y nuestros gobiernos sonreían satisfechos: mirad si somos fantásticos, mirad si progresamos, aseguraban
A veces da un poco de vergüenza (como si la modestia quedara anulada por un punto de vanidad) constatar que se tenía razón cuando casi todo el mundo erraba: que la opinión propia, el juicio extraído de la observación y la reflexión, ha resultado más ajustado a los hechos que las visiones y opiniones de los expertos, especialistas y responsables. Por ejemplo, en la historia reciente de la economía tal y como ha ido en este Reino de España. Los que escribimos columnas o páginas enteras como ésta, llamadas de opinión, a menudo hablamos de lo que no entendemos, quiero decir de temas en los que no somos expertos, técnicos o especialistas: si no fuera así, no sería sólo «opinión». Desde el punto de vista de la autoridad más o menos académica o científica, se supone que sólo los filósofos pueden hablar de filosofía, sólo los médicos de medicina y salud, los psiquiatras de los estados emocionales, los climatólogos del tiempo que hace o que hará, y así unos y otros. O que sólo los arquitectos tienen un criterio sólido sobre arquitectura, o los economistas sobre economía, afirmaciones sin ningún fundamento constatable. En cualquier caso, los que escribimos sobre la salud y las emociones, sobre los paisajes urbanos, el clima o el dinero, sin ser licenciados ni doctores en la disciplina correspondiente, en realidad hacemos poco más que literatura, que ya es suficiente. Quizás la literatura con reflexión y criterio que solemos llamar «ensayo», aunque sea un ensayo de pocas líneas.
Escribir o hablar sobre materias en las que no somos expertos es nuestro privilegio, que es un privilegio democrático, bien mirado: faltaría más, que sólo los especialistas legales pudieran opinar sobre tales cuestiones y tantas otras. Hace casi diez años, en otro papel público, ya hacía esta introducción innecesaria, para avisar de que no había estudiado las ciencias económicas (si es que son efectivamente ciencias, cosa por otra parte muy cuestionable, tan dudosa como las ciencias políticas o de la información, por ejemplo), pero que eso no me impedía leer asiduamente los artículos de economía en la prensa diaria o semanal, ni me privaba de observar la calle con una cierta perplejidad, comentar mis observaciones con amigos y conocidos más entendidos que yo, y después hacerme una idea, o no hacerme ninguna y persistir en una posición perpleja. Perplejidad producida, sobre todo, por el caso tan admirable del supuesto buen camino que hace quince años, o diez, o aún cinco, prácticamente todo el mundo aseguraba que seguía la marcha triunfal de la economía española. Y los responsables políticos, no hay que decirlo, estaban tan convencidos y pagados como el conjunto de la ciudadanía: sólo discutían de quién era el mérito, si de un partido político o del otro.
Entonces yo escribía que el «buen camino» (la afirmación de que todo «va bien» o «va bien», no importa: en español o en catalán) sólo se puede decir bueno, en economía, cuando significa que caminamos hacia una mayor felicidad monetaria, más creación general de riqueza, más beneficios y mejor reparto, más calidad y volumen de servicios y de bienes producidos, y sobre todo más solidez y más seguridad en las bases que harán que tan gran progreso sea consolidado y duradero. Todo ello -felicidad, riqueza, beneficios, producción, solidez- eran cosas que entonces, hace una década, se encontraban en estado pasablemente crítico en países como Francia o Alemania: era la recesión, o al menos el estancamiento, que afectaba a las grandes economías de Europa (sin contar el largo retroceso de Japón, efecto, entre otras causas, de la descontrolada inflación inmobiliaria y del exceso de créditos, si no me equivoco). En la poderosa Alemania el crecimiento era insignificante, o cero, o negativo, y parecía que esto iba a durar. Pero en el singular reino de España, milagro prodigioso, el crecimiento económico era mucho más alto y visible, se creaban más puestos de trabajo, el déficit había desaparecido, y el gobierno de turno se atribuía sin empacho el mérito del milagro. Muy bien, escribía yo, nos alegramos muchísimo: el problema, sin embargo, es que el milagro tiene algunas explicaciones muy terrenales.
Empezando por el comienzo, ya nadie recordaba que los países más ricos de Europa, aquellos que estaban «en crisis» (justamente, a los que ahora acusamos de insolidarios) nos pagaban cada año la alta limosna de los fondos de cohesión, o como se llamen, que con el paso de los años suponían muchísimos miles de millones de euros. Perfecto, pero eso no podía durar. Continuando con las explicaciones del milagro, la segunda, mucho más grave, es que el motor y el grueso de tan prodigioso crecimiento era la construcción de viviendas y el incremento espectacular de su precio. O sea -continuaba yo, con mi opinión de inexperto irresponsable-, la economía española no crece porque aumente la productividad general (de hecho disminuía, global y comparativamente), ni porque la manufactura, la agricultura o los servicios de más valor y calidad incrementen sólidamente la riqueza; a la postre, la producción industrial parece que no está en muy buena forma: textil, metal y maquinaria, madera, calzado, química, etcétera, no son ahora mismo (año 2003) motores fuertes y seguros. Pero se hacen muchas casas, muchísimas, el 40% de todas las que cada año se construyen en la Unión Europea: de cada diez viviendas nuevas en Europa, cuatro en España, algo increíble, imposible.
Y el país, en conjunto, con la inflación constructora, la Alta Velocidad Española, y otros lujos de rico que algún día habría que pagar, gastaba cada año más o menos un 10% más de lo que producía. Pero no se preguntaba nadie de dónde salían los dineros que engordaban el milagro, y nuestros gobiernos sonreían satisfechos: mirad si somos fantásticos, mirad si progresamos, aseguraban presidentes, consejeros o ministros. Así, como resultado de una ley que los ignorantes sabíamos y los expertos ignoraban, cada pocos años los precios de las casas se multiplicaban por dos o por tres, y mientras cientos de miles de viviendas se quedaban vacíos y millones de familias se hipotecaban, las inmobiliarias seguían viviendo en la gloria. Debe ser, escribía yo, el mayor despilfarro de recursos de la historia, la mayor burbuja, la mayor tontería colectiva: explotará un día, indefectiblemente, y nadie quiere saber qué pasará. Los expertos en finanzas, casi unánimemente, aseguraban que los legos no entendíamos nada. Los gobiernos, mientras tanto, tan contentos, y la ciudadanía también: no hacíamos fábricas nuevas, hacíamos pisos sobrantes, pero la gente parecía muy feliz. ¿Qué más podían pedir los políticos, asesorados por los expertos?