Uno de los caminos más interesantes que sigue el acelerado proceso de maduración del independentismo es el del abandono progresivo y decidido de su tradicional antiespañolismo. Aunque con resistencias notables que tienen incluso expresión parlamentaria, cada vez la voluntad de independencia política se expresa más como una esperanza en positivo para decidir el propio destino que como un ajuste de cuentas con la tricentenària condición colonial. Siempre he mantenido que si la emancipación del país se iba a construir sobre el resentimiento, además de no tener ninguna posibilidad de éxito, en el hipotético caso de triunfar, más valdría desentenderse y buscar un exilio doloroso pero éticamente digno. Ocurre que en España no nos quieren como nación con todos los atributos, pero como somos gente pacífica -y no nos gusta gritar, más allá de una pitada de vez en cuando-, no queremos violentar su proyecto políticamente unificador y culturalmente homogeneizador. Para no molestar, pues, más vale irse.
Vamos bien, pues, pero esta superación del resentimiento aún no es suficiente para avanzar en positivo. Se han de superar las sentimentalidades negativas, sí, pero además hay que construir una nueva emocionalidad política capaz de crear los vínculos de pertenencia necesarios para el enorme desafío que supone emprender el camino de la emancipación. Y, en este punto, creo que estamos varados hace tiempo. Se pudo ver en algunos de los testigos del reciente 30 minutos en TV3, donde a pesar de los magníficos grados de incorporación a la realidad social e incluso lingüística, lo que nos reafirma como sociedad razonablemente abierta -y, hasta hace poco, capaz de ofrecer prosperidad a los nuevos catalanes-, en cambio, nos fallan los mecanismos que hacen posible la pertenencia nacional. Y esta carencia se repite, no sabemos muy bien en qué proporción, en parte de los catalanes provenientes de migraciones anteriores. Se da una buena acomodación social, una razonable disolución de la condición de inmigrante, pero se mantienen los déficits en la adhesión nacional.
Es cierto que en muy buena parte, este proceso difícilmente se puede resolver sin tener un Estado propio. Porque, del mismo modo que hay que reconocer que un Estado propio no garantiza la incorporación social y lingüística automáticamente, también hay que decir que la vertebración efectiva del recién llegado en las redes sociales y culturales de llegada no fabrica sin más ni más una pertenencia política nacional. Es un caso claro de círculo vicioso: necesitamos un Estado para favorecer la pertenencia política, pero necesitamos mejorar el sentimiento de pertenencia nacional para conseguir el apoyo democrático que hace falta para tener Estado. Tenemos un problema, pues, y este problema tiene nombre: es necesaria una nueva inteligencia emocional para el independentismo, por ahora en estado balbuciente.
No es aquí donde hay que desarrollar una estrategia precisa de maduración emocional independentista. Pero sí puedo poner un ejemplo para precisar de qué hablo. Esta nueva inteligencia emocional, entre otras cosas, debería combatir los miedos que pueden tener muchos catalanes ante el dilema de tener que elegir entre dos identificaciones nacionales. Quiero decir que un referéndum por la independencia de Cataluña no debería convertirse en una especie de si prefieres el padre o la madre. Quizás habría, pues, garantizar la doble nacionalidad a los nacidos fuera del territorio y, como es habitual en otros países, ofrecerla a sus hijos hasta la mayoría de edad. En definitiva, el independentismo debe demostrar de manera creíble que el nuevo Estado permitirá superar los malestares actuales y se convertirá en un espacio de más confortabilidad emocional para todos.