Este país lleva años con su ambición nacional lastrada por la amenaza de una hipotética ruptura de la cohesión social. El implícito que hay detrás de la defensa obsesiva de la cohesión es el falso supuesto de la existencia de dos comunidades, consecuencia del gran proceso migratorio de los años cincuenta hasta mediados setenta y que trajo en torno a un millón cuatrocientos mil españoles a Catalunya. Según este cliché dominante a lo largo de los últimos cuarenta años, Catalunya estaría formada, más o menos a partes iguales, por una comunidad autóctona y otra de raíces forasteras, de lealtades nacionales y lingüísticas contrapuestas. Es sobre este supuesto que un partido como el PSC ha construido toda una teoría política autojustificadora de su sumisión al PSOE, pretendidamente para salvarnos de una amenaza lerrouxista, o que CIU se ha excusado para aplazar la consecución de sus objetivos fundacionales.
Sociológicamente, el estereotipo de las dos comunidades confrontadas no se aguanta en absoluto. Pongamos que al inicio de la transición tal dualidad tuviera una cierta verosimilitud y que marcara el debate político catalán de la década de los ochenta. Pero no es lógico que a estas alturas se mantenga una realidad ampliamente superada como eje de discusión. En todo caso, aquellas dos supuestas comunidades han dado lugar a una compleja heterogeneidad que, lamentablemente, nadie ha sido capaz de estudiarla a fondo como para poder acabar con los tópicos más resistentes. Por otra parte, las lealtades nacionales y lingüísticas tampoco han estado nunca exactamente identificadas con el lugar de nacimiento sino por otro tipo de intereses económicos y vínculos sociales, y sobre todo han evolucionado en función de expectativas sociales de futuro y no por rígidas adhesiones al pasado. Por si fuera poco, la llegada masiva de población extranjera en poco más de una década ha añadido más heterogeneidad demográfica, lingüística, cultural y política. Actualmente, seguir hablando de una hipotética división del país en dos comunidades, es una falacia política cargada de mala fe.
Dicho de otra manera: si es que ante un hipotético proceso de independización de Catalunya existiera algún peligro para la cohesión social, esta ruptura no estaría causada por una realidad dual previa, sino que sería consecuencia de la división provocada irresponsablemente por los que querrían frenar la voluntad política mayoritaria. Me refiero a que si democráticamente se confirmara la existencia de una mayoría social favorable a la independencia, ya no sería legítimo querer colgar el sambenito de la división a esta mayoría. Al fin y al cabo, la idea de “cohesión social” no puede referirse, en una sociedad plural, a la unanimidad de opinión. Se trata de algo más sustantivo, como la esperanza de movilidad social que ofrece un país en función de criterios meritocráticos y no de privilegios. O a los vínculos con la nación conseguidos gracias a políticas eficaces de justicia social y a la posibilidad que el ciudadano se sienta protagonista de un proyecto colectivo de progreso social. Y va a depender del hecho de que la escuela haya transmitido un patrimonio común de cultura general, en el cual tenga un papel destacado el de la propia nación, para que el alumno pueda admirar un pasado de excelencia y quiera continuarlo. Cohesión social es también la que se consigue con los instrumentos de dominación simbólica a los que recurren todos los estados, como es la adhesión a unos símbolos comunes y que van desde los emblemas nacionales –himno y bandera– hasta las selecciones deportivas, pasando por la obra de los artistas que se internacionaliza representando a la propia nación.
El verdadero peligro para la cohesión social de los catalanes, pues, no es la hipótesis de una independencia política, sino todo lo contrario: la inexistencia de los instrumentos necesarios para garantizar tales vínculos sociales. Un peligro que deriva de la imposibilidad de garantizar el nivel de bienestar que corresponde al esfuerzo que hace el país en la creación de riqueza. Debo al escritor Joan Lluís Lluís las referencias a Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt, citadas en un magnífico artículo en el Avui, “Revolució social i independència catalana” (27/IX/2010). Arendt desarrolla la tesis de Alexis de Tocqueville sobre las causas de la Revolución Francesa, que este vinculaba al hecho de que la nobleza hubiese dejado de ser una clase potente para pasar a ser vista como una clase parásito, considerando su posición “menos como un poder que como una fuente de ingresos”. Arendt desarrolla la idea afirmando que “existe un tipo de instinto racional que permite presentir que el poder ocupa una cierta función y posee una utilidad general”. Pero el problema llega cuando “un comportamiento altivo sin influencia política es visto como privilegios de parásitos, inútiles e intolerables”, y se hace visible que “el opresor no tiene ningún interés por aquellos a los que oprime”. Y Lluís añadía: “Y desde Catalunya, ya no es autoridad, sino autoritarismo. Ya no es poder, sino parasitismo. Ya no es voluntad política, sino narcisismo de quien conserva los mecanismos del poder para obtener beneficios sin dar nada más a cambio que el derecho de malvivir a su sombra”.
Todas estas reflexiones me vinieron a la cabeza escuchando las respuestas arrogantes que daba el ministro Montoro la semana pasada a las enmiendas presentadas por los catalanes a los presupuestos tremendamente injustos con Catalunya del Gobierno español. Una arrogancia, las graves consecuencias de la cual seguiré analizando en el próximo artículo.