El saldo de la lengua

La azucarada doctrina según la cual la lengua sirve sobre todo para entenderse es antiquísima y muy apta para la oratoria edificante, pero no debería dársele más crédito del quizá no muy generoso que le conceden los autores de esta clase de discursos. Cualquier observador atento sabe de sobra que el lenguaje no es casi nunca un medio para el acuerdo ni para la concordia, sino uno de los motivos de violencia más inagotables y traicioneros de que se tiene noticia. Y quien quiera consolarse creyendo que una lengua solo revela su rostro carnicero cuando se enfrenta a otras, hará bien en acudir al libro de los Jueces (12, 4-6), donde se narra con la mayor naturalidad cómo 42.000 efraimitas, que se esforzaban por disimular su condición, fueron degollados por los galaditas en los vados del Jordán al ser incapaces de pronunciar adecuadamente el primer sonido de la palabra shibbolet y no saber decir más que sibbolet: cuando la lengua es un cuchillo, con una sola letra basta.

La lengua fue durante siglos compañera del Imperio y madre del guerrero, y todas las lenguas maternas lo son por alguna victoria militar, próxima o remota, que decidió sobre cómo hablaría cierto número de generaciones futuras. De manera inevitable, también las lenguas pequeñas buscan un reino propio al que acompañar, y casi nunca renuncian a planes más o menos ambiciosos de expansión. En nuestros días la lengua sigue siendo compañera de imperios, repúblicas y principados, pero lo habitual es que se la aprecie más por su valor de cambio que por sus vibrantes resonancias marciales. A menudo se oye, por ejemplo, que las lenguas muy habladas y cuyo aprendizaje resulta atractivo son una fuente segura de ganancias, como el sol donde luce mucho, o como el nombre mismo de la nación (su marca, acostumbra a decirse, cambiando el ardor patriótico por el orgullo mercantil) cuando goza de prestigio por alguna circunstancia o episodio notorio, y casi siempre deportivo (las victorias en esta clase de torneos son, sin duda, el sucedáneo incruento de los triunfos guerreros).

Para aumentar el valor de la marca del país, el ser la cabecera de una lengua universal constituye una ventaja de las más envidiables y un tesoro al que conviene sacar todo el partido (o, como suele decirse con la mayor solemnidad, aunando codicia y pedantería, «todo el potencial»). Pero, naturalmente, no cabe montar una buena política de la lengua tan solo a base de cálculos contables. Del mismo modo que el orador guerrero o sagrado se desgañitará cada vez que se refiera a los mártires, el encargado de promocionar la lengua como referente de la marca nacional deberá invocar a menudo las glorias literarias muertas y vivas, ventajosas sustitutas de los héroes y los santos, y que constituyen, además, un apreciadísimo hontanar de valores culturales (cosa también promocionable de por sí), e incluso de valores en general.

No puede decirse que hayan faltado en España en los últimos tiempos agrias disputas lingüísticas. Y no faltarán nunca porque, allí donde haya lenguas irredentas, las consabidas pendencias identitarias serán siempre entretenimiento obligado de la opinión pública y nadie podrá permitirse el lujo de cancelarlas. Lo que resulta francamente llamativo ha sido la ausencia de todo debate en relación con el hecho lingüístico de mayor envergadura producido en muchísimo tiempo, a saber, la aceptación del incontrovertible principio según el cual el llamado bilingüismo (pero no el central-periférico, sino el referido al inglés) debería ser el día de mañana la condición normal de todos los súbditos. No se conoce, en efecto, a nadie que haya puesto en tela de juicio la bondad de dicho propósito, y lo único que está permitido discutir es la manera de lograrlo (o, como dirán los avisados, implementarlo) del modo más rápido y eficiente, aunque al principio resulte un poco pintoresco.

Como es lógico, tal bilingüismo se habrá de procurar sobre todo por medio de la enseñanza, y el que esta deba cursarse, de principio a fin, en inglés constituirá un dogma incuestionado sobre el que sería muy poco aconsejable expresar dudas: si el inglés llega a ser la lengua de la escuela, nuestra competitividad y excelencia darán un paso de gigante, porque no cabe ninguna duda de cuál es la lengua de la innovación, de la tecnología, de la globalización y, en general, del futuro. Ninguna escuela ni universidad podrá competir aceptablemente si no se proclama bilingüe, y lo que eso significa es que el inglés será la lengua en la que los súbditos aprenderán lo mucho o poco que lleguen a saber, y aquella en la que habrá de hablarse cuando se quiera transmitir seriamente cualquier clase de conocimiento. Puede que tal hallazgo traiga como consecuencia la reducción del castellano a una lengua de uso familiar (o, en el mejor de los casos, también literario), y quizá no haya nada de malo en ello. Es cierto que lo anterior se parece más a la diglosia que al bilingüismo propiamente dicho, pero no procede en absoluto que nos pongamos ahora sutiles ni apocalípticos porque, como debería saberse, con el futuro no se juega.

Que ninguno de los participantes en las recias campañas de defensa del castellano frente a las políticas lingüísticas periféricas haya dicho una sola palabra sobre la imposición escolar y universitaria del inglés no es algo que deba sorprender a nadie, porque los guardianes del español y las instituciones del ramo han practicado, por activa o por pasiva, el mismo asentimiento complaciente que el resto del público. Y poco importa que el llamado bilingüismo resulte casi siempre ridículo. La mayor parte de los maestros y profesores no saben, en efecto, suficiente inglés (ni es, por cierto, su obligación) y enseñan de manera tristemente balbuciente, pero se supone que este reto, como todos, se superará con el tiempo. Además, nadie ha dicho que el docente tenga que ser Demóstenes, y en esto radica seguramente lo decisivo de la cuestión: a nadie parece inquietar el que la enseñanza se lleve a cabo en las condiciones de indigencia verbal propias de una lengua que no dominan ni el profesor ni los alumnos, algo quizá poco importante en las múltiples actividades recreativas que llenan el horario escolar, pero no muy recomendable a la hora de enseñar, por ejemplo, historia o filosofía.

Oponerse, por un lado, al llamado bilingüismo y sentir, por otro, un poco de rubor o de risa floja al oír hablar con unción de la «marca España» son señales inequívocas de inadaptación a los tiempos y de poco espíritu competitivo. Aceptado sea. Pero puede que convenga tener en cuenta un pequeño detalle: si el producto que con tanto empeño se quiere promocionar en el exterior es una lengua cuyo mero uso denotará para sus hablantes maternos que no se está practicando ninguna actividad verdaderamente seria, entonces puede que una mercancía tan averiada pierda la mayor parte de su interés, y que la marca en cuestión no esté en condiciones de competir muy ventajosamente en el mercado global. Estudiar una lengua no empleada para nada tenido por provechoso y que se reduce a la literatura y al habla coloquial es como aprender una extravagante mezcla de latín y de caló, exquisito lujo inmejorable para eruditos sofisticados, pero no muy prometedor en un mundo competitivo. Semejante lengua no solo sería una mala compañera de cualquier imperio, sino también un producto nada fácil de colocar en el mercado y un pésimo logotipo para cualquier marca nacional. Lograr vender a otros lo que uno no quiere para sí exige mucha labia, mucha astucia y mucho disimulo; de lo contrario, tan solo se podrá ser competitivo en el mercado de segunda mano o de ocasión, donde las marcas tienen, qué duda cabe, mucha menos importancia.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro publicado es La clac y el apuntador (Abada).

El País