No me cabe ninguna duda que el Estado español va a aprovechar la actual crisis económica para intentar deshacer hasta donde pueda el entuerto creado a finales de los años 70 con el artificio de la España de las autonomías. El llamado «café para todos» fue un original invento para satisfacer a medias las aspiraciones nacionales de vascos y catalanes -y algo menos de gallegos-, mientras se silenciaban las posibles reclamaciones futuras con otras catorce o quince autonomías nunca imaginadas. El tinglado, que en aquel momento pareció tan genial que incluso se tuvo la arrogancia de querer exportarlo a la antigua URSS, al cabo de 30 años ya ha mostrado todos sus vicios. Por una parte, no ha satisfecho las aspiraciones de las naciones históricas mientras, por otra, ha creado toda una amplia casta de políticos regionales que ya nunca más van a renunciar a sus gobiernos, pompas y prebendas. Y si bien es cierto que el modelo supuso una razonable y deseable descentralización administrativa, también ha conllevado graves muestras de derroche y malversación de fondos públicos, con vergonzosos casos de corrupción.
Para colmo, treinta años de solidaridad interterritorial -mejor dicho, de unas regiones subvencionadas y otras expoliadas- no han permitido avanzar ni un ápice en los equilibrios internos. Todo lo contrario, se han consolidado las desigualdades con comunidades, por poner solo un ejemplo de los muchos posibles, con hasta cuatro veces más de funcionarios por cien habitantes que otras (Extremadura, 23,3; Cataluña, 8,3). Una estructura carísima que, en tiempos económicamente aciagos, resulta ciertamente insostenible.
La crisis del modelo autonómico en su filosofía original, por no hablar directamente de su final, es un hecho indiscutible tanto económica como políticamente. Y coinciden en el diagnóstico desde el PP y el PSOE hasta el último nacionalista vasco o catalán. El autonomismo no tiene quien lo defienda. Que lo piensa el PP es una evidencia que necesita pocos datos, pero en el caso del PSOE, véanse las declaraciones tanto de Rubalcaba como de Chacón, atribuyendo su hundimiento electoral, principalmente, a su excesiva tolerancia territorial y la falta de un sentido nacional -español, naturalmente- más fuerte.
Ante este final, van a ocurrir cosas muy distintas según las comunidades. Pero, ¿qué cosas? Ya he dicho que de desaparecer, nada. ¡Intenten ustedes eliminar los cientos de diputados y decenas de consejeros y lo del movimiento de los indignados sería poca cosa! No. Lo que va a ocurrir son tres cosas moduladas en distintas proporciones.
La mayoría de comunidades, con tal de conservar las estructuras políticas, si les dejan, van a devolver sus competencias administrativas en temas como sanidad, universidades y otros menesteres de gestión difícil y deficitarias. Algunas, como Andalucía, intentaran resistir. El País Vasco y Navarra se podrán permitir el lujo de contemplar el espectáculo a distancia. Y Cataluña va a tener que luchar dramáticamente para no perder sus atributos nacionales. Un combate a vida o muerte, hasta conseguir el ejercicio de su soberanía o sucumbir a un proceso de españolización que convertiría a los aspirantes a la plenitud nacional en un grupo residual.
Es cierto que las aspiraciones nacionales de muchos vascos no están aún satisfechas, pero existe una gran diferencia con Catalunya: el País Vasco tiene el tiempo a su favor -no vive urgencias económicas- y Cataluña, con un insostenible espolio fiscal superior al 8% de su Producto Interior Bruto -una sangría de dos millones de euros cada hora-, lo tiene en su contra. De manera que mientras el discurso político oficial va a intentar pintar todos los debates con argumentos económicos, no nos llamemos a engaño: en la trastienda se estará discutiendo de intereses territoriales, por una parte, y de guerras identitarias y de soberanías nacionales, por otra. Puedo hablar de cómo están las cosas en Cataluña. Y es que quizás en España no lo tengan aún bien claro, pero el Gobierno de Artur Mas no es como los de Jordi Pujol. Pujol, ahora sí convencido del fracaso de su proyecto de política de encaje con España y convertido, muy a su pesar, al independentismo, en sus buenos tiempos siempre jugó a apostar, en los momentos más graves, por la salvación del Estado. Pujol fue un hombre de Estado, pero de Estado español. La memoria de la Guerra Civil era demasiado fuerte como para emprender aventuras secesionistas. Artur Mas es otra cosa.
Por razones generacionales, para Mas y los suyos solo puede existir un freno para llevar el país a su emancipación política: la existencia o no de un amplio apoyo democrático de los catalanes. Por otra parte, el presidente Mas -de una seriedad férrea- tiene un acentuado sentido del ridículo. Y el temor al ridículo si bien lo llevará a no precipitarse ni dar pasos en falso, tampoco le va a permitir arrugarse ante las dificultades. El Gobierno de CiU prometió un pacto fiscal, una soberanía fiscal muy parecida al Concierto Económico. Y CiU, en el más que probable fracaso de tal objetivo, no podrá llegar al 2014 con las manos vacías ni con medias soluciones sin plantear a la sociedad catalana una ruptura con el Estado con todas sus consecuencias.
En definitiva, dentro las actuales legislaturas catalana y española y en la próxima legislatura vasca se van a plantear nuevamente todas las cuestiones territoriales que en su día dejó mal resueltas la actual Constitución de 1978. Y la presión de una larga crisis económica no actuará de freno para tal debate, como decía al principio, sino todo lo contrario. Incluso la mayoría absoluta del PP no es garantía, para nada, de una gran fuerza. En el mapa político español existe, por una parte, un gobierno cuya mayoría se consiguió por ausencia del adversario y sin un avance significativo de apoyo electoral en cifras absolutas. Es decir, la fuerza política no se corresponde con la legitimidad social. Por otra parte, la oposición está embarrancada y sin ideas nuevas. En el PSOE, lo que aparece como más seguro es lo más viejo. Y lo más nuevo es lo más parecido a lo que fracasó. Un escenario, pues, de gran debilidad estructural.
Por supuesto, no tengo ni idea de cómo va a acabar el debate territorial nuevamente abierto con el fin de la lucha armada en el País Vasco o con una Catalunya contra la pared, pero en cualquier caso veo seguro un nuevo proceso de redefinición política.
Además, lo que ocurra en Escocia, por incomparable que sea con el caso catalán o vasco, va a poner a España ante la realidad democrática de un Reino Unido capaz de asumir serenamente el desafío de un proceso de independización en Europa, sea cual sea también el resultado final. Tiempos de crisis, tiempos abiertos, pues. Y apasionantes.
Deia