Terrorismo toponímico

Las cosas banales, las que a fuerza de repetición y cotidianidad nos acaban pasando desapercibidas son un tesoro comunicativo, porque permiten transmitir una gran cantidad de información capaz de sortear los filtros críticos de que disponen nuestros cerebros. Una bandera que ondea nos puede llamar poderosamente la atención. En cambio, si lo hace cada día y en casi todos los lugares, pasa a formar parte del paisaje, y es muy fácil que la gente termine sintiéndose como propia.

Hay pocas cosas tan propias como los nombres. Los nuestros y los de nuestros pueblos, ciudades, comarcas y aldeas. Hace siglos que los gobernantes saben esto, y hace siglos que se esfuerzan por dominar también esta área tan aparentemente privada. No es -por eso mismo- casualidad la prohibición vigente durante el franquismo de poner nombres catalanes a los bebés, como tampoco lo es la castellanización de los topónimos, que en algunos casos alcanzaba cuotas épicas de ridículo (San Cucufate, Carcagente, San Baudilio…).

Y por eso mismo, no es extraño que los herederos -tanto ideológicos como genealógicos- de aquellos exterminadores franquistas mantengan vivo su esfuerzo para liquidar la toponimia propia donde pueden hacerlo. Hace poco fue Mahón, ahora la víctima es Palma (que quieren ‘de Mallorca’, como le gustaba a Franco). Pero, en el País Valenciano, hay muchas víctimas. Lo son todas las dobles denominaciones de los pueblos valencianos (Castelló / Castellón) que no se aplican nunca a los castellanos (Segorbe / Segorbe). Y aún más, la denominación única que imponen brutalmente con leyes que -por dictadas desde fuera- ya son esencialmente brutales. Castelló de la Ribera no puede ser nunca Villanueva por el mismo motivo que Fuente Umbría no es Font Obaga y Siete Aguas no es Set Aigües.

El cambio del topónimo parece a menudo un asunto banal. En el caso de Maó, la hache ni siquiera cambia la pronunciación de la palabra, en el de Palma, la economía de la lengua oral ya dicta cuál es el nombre que será usado. Y sin embargo, no es nada banal. Es una cuestión de poder. Quien da el nombre tiene el poder, y lo ejerce. Es la violencia básica de los abusadores. Los dueños imponían nombres a los esclavos para borrar los suyos. Los nazis alemanes y los franquistas españoles rebautizaron los territorios que ocupaban con el mismo objetivo. Sus continuadores, ahora mismo, han añadido un par de beneficios (para ellos, no hay que decirlo: es la única clase de beneficio que contemplan). Primero, con muy poca inversión pueden intoxicar a la opinión pública, haciendo una vez más que todo lo que tiene que ver con el catalán parezca conflictivo. Y segundo, desvían la atención hacia unos asuntos que ellos mismos podrán calificarse cuando les convenga como banales, y la distraen así de hechos tan importantes como que recortarán nuestros derechos, empobrecerán nuestra economía, y continuarán robándonos los dinero público a espuertas, tal como han hecho allí donde han gobernado. Y si alguien piensa que la crisis tiene que frenar esto, sólo hace falta que recuerde el millón de euros con los que la Generalitat valenciana ha subvencionado recientemente un torneo de golf, o los 15 millones de euros que le han dado a Calatrava a cambio de unos planos y una maqueta. El terrorismo que practican no está en crisis. Y va mucho más allá de la toponimia. la incluye también, eso sí, porque saben muy bien que todo lo que les ayuda a despersonalizarnos y desidentificarnos nos convierte en víctimas aún más fáciles de su latrocinio permanente que constituye el objetivo principal de su acción de gobierno.

 

De L’horta Estant