No soy separatista. Lo digo porque la proximidad de las elecciones tensa el discurso político, las palabras se vuelven armas arrojadizas y no deberíamos dejarnos atrapar por la vieja terminología que habla de separadores y de separatistas. Esta antigua dicotomía es especialmente perniciosa en la comprensión del independentismo político por tres razones. Primera, porque sitúa en un mismo plano moral a colonizadores y colonizados. Segunda, porque atribuye a los separadores -tipo Gregorio Peces-Barba- los méritos del crecimiento del independentismo, como si fuera un gesto meramente reactivo. Y tercera, porque pone todo el foco de atención en la secesión, ocultando que la vocación más noble de la emancipación no es el aislamiento sino el deseo de dialogar con voz propia en un mundo interdependiente.
En realidad, lo que cierra a un país es su condición colonial, lo que le impide mantener una relación adulta, con vínculos autónomos y responsables, con el resto del mundo. ¿Es que de la emancipación de un hijo de la tutela paterna, que también implica una ruptura, no elogiaríamos el coraje de emprender una vida de relaciones propias y responsables? Nuestra emancipación nacional también busca la asunción de la plena capacidad para la creación de vínculos con el resto del mundo en todos los campos: desde la presencia de la sociedad civil en las organizaciones internacionales hasta la participación del gobierno en los foros políticos mundiales . Y, claro, está el deseo de reconstruir nuevos vínculos con España, de igual a igual, que permitan dejar atrás una historia colonial y los intentos de genocidio lingüístico, cultural, económico y político. Precisamente, porque no queremos vivir separados de nada ni de nadie, es necesario que nos emancipemos.
También es urgente combatir el falso argumento de que la lucha por la independencia «creará frustración». ¡Como si no nos hubieran frustrado bastante los casi cuarenta años de dictadura, y ahora los treinta y tantos años de autonomismo! La advertencia sobre la posible frustración es grave porque parte de la falta de confianza en la democracia para llegar a convertir en realidad política la fuerza de la voluntad popular. Yo no tengo la certeza absoluta de que Cataluña llegará a ser independiente, pero tampoco que nunca llegue una paz mundial justa y duradera o un mundo libre y sin miseria. Pero no me parecería aceptable que tuviéramos que renunciar a ella para no crear frustración. Todo lo contrario, de los tres objetivos, todos lo suficientemente ambiciosos, el de la independencia es el más plausible en un plazo relativamente breve.
Finalmente, cansa el que se ponga en duda la amplitud de la voluntad independentista por los previsibles resultados electorales del 20-N. Que yo sepa, en estas elecciones se pregunta quién debe gobernar España los próximos cuatro años en un contexto de crisis extrema. Y los catalanes pueden responder pensando en el corto o en el largo plazo. Los independentistas, que cuanto más somos de manera más diversa pensamos y votamos, bien podemos considerar que son unas elecciones que no nos incumben. O podemos creer que es una buena ocasión para anunciar una clara voluntad de emancipación de España. O podemos hacer el cálculo de que la exigencia de un concierto económico será la palanca que hará ver, definitivamente, la necesidad de ir por libre. Y, por qué no, puede haber quien quiera contribuir a una mayoría absoluta del PP -conozco más de uno- con la intención de que se acelere el proceso. Es decir: no vale contar independentistas donde y cuando no toca. Que se atrevan a hacernos la pregunta directa, que entonces nos podrán contar bien contados.