¿Nos interesa España?

¿Nos interesa España?

Joan B. Culla

El País

El pasado fin de semana, y en entrevista a un diario barcelonés, el anterior presidente de la Generalitat y todavía primer secretario del PSC, José Montilla, afirmaba en referencia a su partido: «No somos ni queremos ser el PSOE, pero sí tenemos un proyecto para España. (…) A nosotros también nos interesa España». Tanto si se trata de una declaración personal como si es de alcance colectivo, resulta absolutamente respetable. Aunque, leyéndola, uno habría querido meterse en la piel del entrevistador y poder repreguntar: «disculpe, president, pero ¿está seguro de que a los catalanes, como sociedad, todavía nos interesa España?».

Desde luego, existe un poderoso bloque de fuerzas separadoras (políticas, mediáticas, institucionales, etcétera) firmemente empeñado en que deje de interesarnos y, además, a corto plazo. Su último movimiento hacia tal objetivo ha sido la interlocutoria del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre lenguas vehiculares en la enseñanza.

Por una parte, esa resolución deja en evidencia a aquellos políticos optimistas -como Carme Chacón o su mentor, Rodríguez Zapatero- que, en julio del año pasado, sostenían que el Tribunal Constitucional había dejado el Estatuto prácticamente intacto; la ministra llegó a decir que se había salvado el 95% del texto, ¿recuerdan? Bien se ve que no era así, y que la sentencia le amputó órganos vitales.

Pero planteemos la cuestión de otro modo: después de tres décadas de autonomía, de un cuarto de siglo de inmersión lingüística aplicada sin conflictos dignos de tal nombre y con el aval de numerosas instancias judiciales y hasta europeas, ¿es normal, es razonable que el modelo escolar catalán pueda quedar patas arriba por efecto de la demanda de unas pocas familias encuadradas por grupúsculos castellanistas que llevan 20 años en su particular guerra lingüística? ¿Es democrático que la voluntad, repetidamente traducida en leyes, del 85% o más del Parlamento catalán sea invalidada por partidos que vienen representando el 15% o menos del voto ciudadano, aunque tengan poderosos cómplices togados?

El PP catalán, y en particular su presidenta, Alicia Sánchez-Camacho, repiten como un mantra que hay que respetar «la Cataluña plural y bilingüe». ¿No está siendo respetada? ¿Puede el PP de Cataluña aportar algún dato, siquiera un indicio, de que esa Cataluña se halle en peligro? Durante la ya larga vigencia de la inmersión escolar -aplicada, hay que decirlo, con grandes dosis de ductilidad y pragmatismo- ¿ha retrocedido acaso el bilingüismo real de nuestra sociedad? Viendo los quioscos, las librerías, las carteleras cinematográficas, las audiencias de radio y televisión, oyendo cómo se habla en bares o autobuses, nadie lo diría. En cuanto al pluralismo ideológico-político, no parece que ser escolarizadas con el catalán como lengua vehicular haya convertido a las nuevas generaciones en autómatas orwellianos; de hecho, el Parlament actual acoge a ocho grupos distintos, más que nunca en su historia.

El problema es otro, y esta misma semana lo resumió con paladina franqueza en su columna uno de los principales inspiradores e ideólogos del partido Ciudadanos, aunque después haya renegado de la criatura. Cito: «La Generalitat tiene razón cuando afirma que, con el sistema actual, los escolares acaban su formación con un conocimiento similar de las dos lenguas. No. La cuestión es simbólica. (…) La cuestión es si puede separarse a alguien de su lengua cuando la lengua es la oficial del Estado donde el alguien nace, muere y paga».

Y bien, si la cuestión es simbólica -por mi parte, preferiría calificarla de heráldica-, si la única razón que se invoca para romper un modelo educativo de éxito es -repítase con tono enfático y voz engolada- que «el castellano es la lengua oficial del Estado», ¿no resulta lógico que quienes quieren preservar unas mínimas expectativas de supervivencia para el catalán piensen que divorciarse de ese Estado es la única escapatoria al rodillo asimilacionista?

Estas son, molt honorable president Montilla, las reflexiones que, respetuosamente, me hubiera gustado plantearle. Perdóneme el atrevimiento.

 

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

 

 

De conflictos sociales y lingüísticos

Salvador Cardús

Nació Digital

Releer a los clásicos siempre es recomendable . Y estos días, es bueno repasar a Joan Solà, para refrescar algunas ideas sobre el catalán. La primera de todas, que nuestra obsesión por negar el conflicto lingüístico en Catalunya no hace otra cosa que enmascarar el proceso continuado de sustitución lingüística que arrincona el catalán y encumbra al español. Otra cosa es que no haya conflicto social, es decir, que en general no nos pegamos por cuestiones de lengua. ¡Ya sería extraño, insensibles como somos! Pero que no prendamos fuego a la sala de cine donde sólo dan ‘Los Pitufos’ y no ‘Els Barrufets’, no quiere decir que cuando llevo a los nietos no me esté ejerciendo una violencia de la que no me puedo defender y que me obliga a tragarme mi dignidad nacional. Los cines son expresión directa de esta situación de conflicto colonial de la que nos gustaría deshacernos. Por lo tanto, ya basta de negar el conflicto lingüístico. Y, en este sentido, si bien es cierto que la inmersión reúne todos los requisitos pedagógicos como método, su razón de ser de fondo es política: hace -o debería hacer- de barrera, modesta y parcial, al proceso de sustitución lingüística. Y ojalá lo frene suficientemente como para llegar a tiempo, cuando llegue la independencia, al haber conservado una masa crítica de conocedores del catalán para, efectivamente, acabar -entonces sí- con el conflicto lingüístico que tenemos, y poder ser como Holanda, Suecia o Finlandia, países en los que el inglés, la segunda lengua es, efectivamente, la segunda lengua. A mí no importa que todos los catalanes tengan, si quieren, el español de segunda lengua, y que la sepan a la perfección. Y de tercera, el inglés, por supuesto. Pero la lengua propia y común, debe ser el catalán.

La segunda cuestión que hay que mencionar, también la escribió literalmente Joan Solà: «Quien intenta destruir la lengua de un pueblo, es un enemigo de este pueblo». En este sentido, hay que decir las cosas por su nombre, por incómodas que sean políticamente hablando. Ciertamente, todos los países, todos los pueblos, tienen sus enemigos. Y tienen derecho a existir, y formar parte de la diversidad política e ideológica que garantiza un sistema democrático. Hablamos, claro está, de enemigos que utilizan los instrumentos democráticos de la libertad de expresión, de pensamiento y de asociación política. Por tanto, no se trata de hacer ningún llamamiento a prohibir nada ni a nadie. Pero tampoco vale mirar hacia otro lado respecto a los que ponen verdaderamente en peligro la supervivencia de una nación.

Joan Solà, en el Parlamento de Cataluña, en julio de 2009, decía, al finalizar su intervención: «Este pueblo no puede ni quiere soportar ni un minuto más el sentirse subordinado o escarnecido por ningún otro». Y añadía: «Esta lengua no puede ni quiere sentirse ni un minuto más inferior a ninguna otra». Hagamos caso de los clásicos.

 

 

El frente abierto de la inmersión

Xavier Bru de Sala

El Periódico de Catalunya

Vivimos un episodio más del segundo frente de batalla del nacionalismo español contra Catalunya. No es el primero. No será el último. No es el más duro ni el más preocupante, a pesar del impacto que tiene en la política y en la sociedad catalana.

Antes de entrar en materia, una previa, por recuperar un concepto propio de las épocas asamblearias. Cuando escribo «nacionalismo español contra Catalunya», lo hago midiendo el peso de las palabras. Los jueces, azuzados por la prensa y los políticos, son en este caso un ariete necesario, pero no actúan contra el catalanismo o sus supuestos excesos, sino contra Catalunya. ¿Dónde está la diferencia? Cuando se establece un acuerdo ampliamente mayoritario en la sociedad catalana y sus partidos, como es el caso de la inmersión, este acuerdo es representativo de Catalunya. De toda Catalunya, no sólo del catalanismo, por mucho que una pequeña minoría no comulgue con ello o se oponga. Es más, se puede entender Catalunya de muchas maneras diferentes, contrapuestas y bien legítimas, pero no se puede ir contra el catalán sin ir contra Catalunya. Las resoluciones judiciales sobre la inmersión, empezando por la sentencia del Constitucional, van pues contra Catalunya.

Proseguimos por el propósito y los resultados de la inmersión. Se trata de preservar el catalán del arrinconamiento progresivo a que lo someten multitud de factores de tipo demográfico, lingüístico y político. El castellano, en todos los sentidos una de las grandes lenguas del mundo, sigue siendo la primera lengua de uso en Catalunya, con diferencia. Sin la inmersión, no se habría producido el notable incremento del catalán en los medios de comunicación, que se erige en casi único terreno con avance significativo de la lengua propia.

En conclusión, ante el peligro, siempre real, de relegar el catalán a lengua secundaria, y encaminar Catalunya, si no a un monolingüismo castellano, sí a unas posiciones de claro dominio, la inmersión es clave. Sin ella, el futuro del catalán es mucho más preocupante. Los hijos de la inmersión no son menos aptos en castellano, pero lo son más en catalán. El propósito de la inmersión en la enseñanza no es otro que favorecer el bilingüismo, en el sentido de igualdad y equilibrio entre las dos lenguas. No lo consigue, o no lo suficiente, debido a la potencia ambiental del castellano, pero no se puede renunciar a ella sin condenar el catalán. (En este sentido, es del todo erróneo, además de contraproducente, el eslogan de Òmnium que habla de una lengua, una escuela, un país, ya que la finalidad de la inmersión no es para nada monolingüista ni va contra el castellano, tan solo pretende, y consigue, que el catalán sea menos minoritario.)

Lo saben y pretenden impedir-lo. Por qué. Resurge la ancestral voluntad asimilacionista española. El pacto constitucional comportaba sustituir la asimilación por la comprensión, el respeto, e incluso la protección y la ayuda, como consta en la propia Carta Magna. Lejos de cumplir con este mandato de defensa, se multiplican los ataques contra el catalán. Proseguirán, y con mayor virulencia. Aunque se trata de ataques que ya no dividen a la sociedad catalana, sino que la cohesionan y contribuyen en gran medida al distanciamiento y las ganas de hacerse la propia Constitución. Si el primer factor de discordia entre Cataluña y España ha sido la laminación del autogobierno y es el freno a la voluntad catalana de disponer de los propios recursos, el segundo es cada vez más la defensa del catalán. Que en Madrid no se alce ni una voz, ni una, contra esta ceguera colectiva hispánica constituye un mal augurio.

Claro que, desde Catalunya, siempre se puede interpretar que no hay para tanto, que no pasa nada ni tenemos de qué preocuparnos, que todo responde a una exageración del catalanismo. Negar los problemas, o minimizarlos, es bien comprensible, porque, si se dimensionan en su justa medida, es casi obligado conceder que son cada vez más escasas las probabilidades de encontrar soluciones en el actual marco jurídico y político. Y de ahí a contemplar como realista la posibilidad de la independencia, o del Estado propio con acuerdos confederales, solo va un paso. Un paso que el sistema límbico se resiste a permitir, por más que la lógica y la conveniencia acumulen argumentos.

Lo que se echa en falta en el debate público son precisamente argumentaciones sobre la conveniencia de proseguir por este camino. La sociedad catalana ya está bastante estresada con la crisis como para que tenga que soportar estos ataques y la irritación subsiguiente, que no es solo cutánea. Pero se equivocan, insisto, los que piensan que la dividen y en consecuencia la debilitan. La dividen, sí, pero no en dos mitades, sino entre una mayoría que supera los dos tercios y una minoría que está lejos de la cuarta parte. Dentro de esta minoría, el activismo beligerante es socialmente insignificante, por mucho que sea azuzado desde conspicuos y poderosos medios de comunicación de Madrid, esa ciudad cada vez menos amistosa.