HACE diez años, un once de septiembre, un grupo de musulmanes derribaba las Torres Gemelas. Este acontecimiento puso en bandeja primero al gobierno norteamericano, luego a los demás gobiernos occidentales y finalmente a todos los demás, recortar las libertades y aumentar los gastos en seguridad. Ya se sabe que los pueblos, cuando se sienten amenazados, acostumbran a preferir la seguridad a la libertad. Desde entonces, los cacheos en los aeropuertos, la significativa presencia de policías y militares en los centros neurálgicos de los transportes y centros vitales (puertos, centrales nucleares, industrias clave…) ha sido una constante. La propia Unión Europea, tan celosa de los derechos humanos en otro tiempo, apenas acepta ya en su territorio exiliados y refugiados provenientes de países en guerra y dictaduras. Los principales gobiernos occidentales no han dejado de lanzar mensajes vinculando al Islam y al mundo árabe con el terrorismo.
Algunos intelectuales, Samuel Huntington, por ejemplo, apoyaron este discurso con argumentos y conceptos como el del Choque de Civilizaciones, que hacía inevitable el conflicto entre nuestro mundo y el otro: el Islam, el árabe, el emigrante, el distinto, el peligroso. Tanto hemos repetido nuestras mentiras que los gobiernos se han olvidado de que estos mensajes no eran ciertos. Como todo el mundo árabe era islámico y como todo el Islam era fundamentalista y como el fundamentalismo quería destruir Occidente, era necesario controlar ese mundo peligroso apoyando a dictadores que sujetaran a sus poblaciones. Mientras los negocios florecían.
Hemos apoyado al régimen de Turquía para evitar que la mayoría islámica se hiciese con el poder. Claro que, para conseguir esto, no hemos dejado de apoyar a los militares que desde hace décadas reprimían a su población. No nos importa que la mayoría no pueda elegir sus opciones preferidas (islamistas) ni que sus minorías, como los kurdos, ni siquiera puedan crear partidos propios o convertir su lengua y cultura en oficial. Les hemos armado hasta los dientes y, a pesar de todas estas carencias, Occidente considera a Turquía una democracia y ha aceptado su candidatura para ser miembro de la Unión Europea. Si bien es cierto que las negociaciones avanzan muy lentamente y nadie cree en serio que vaya a entrar antes de quince o veinte años, si es que lo hace algún día.
También hemos apoyado los regímenes marroquí, tunecino, argelino, egipcio… Todo el mundo sabe que Marruecos es una feroz dictadura, que el rey Hassan II guardaba en bancos extranjeros una fortuna mayor que la deuda externa de su pueblo, pero nos dio igual y seguimos apoyando a su heredero tras su muerte. Los bancos suizos han congelado las abarrotadas cuentas de Mubarak. El gran defensor de Egipto parece que no se olvidó de asegurar su futuro y el de sus hijos y el de los nietos de sus nietos. No nos importó que expoliase a su pueblo mientras nos siguiese comprando armamento y mantuviese a raya a los Hermanos Musulmanes. Tampoco nos importó que la única forma de mantener un régimen amigo de Occidente en Argelia fuese a costa de anular unas elecciones en las que iba a ganar una opción islamista. Y lo mismo sucedió en los otros países, cada uno con sus matices, pero todos con algo en común: los dictadores locales impidieron durante décadas que su pueblo eligiese a sus representantes con el apoyo incondicional de los países occidentales. A la vez que desangraban económicamente a sus sociedades.
Hablamos de libertad y de democracia, pero reservamos estos magníficos conceptos para nosotros mismos. Los árabes, por el contrario, no son dignos de tales innovaciones y deben ser cuidados como niños por padres autoritarios que les controlen y les dirijan, pues ellos solos se equivocarían. Era el discurso de los reyes absolutistas y los europeos encontraron insoportables estos argumentos e hicieron las revoluciones de las que todos nos sentimos hoy orgullosos. Fue el momento en que Europa alzó la cabeza y comenzó a tomar las riendas de su propio destino. Con sus luces y sombras. ¿No se equivocaron los europeos? ¿No tuvieron dictadores como Napoleón? ¿Y Hitler? ¿La Iglesia católica no gobernó con mano de hierro los destinos de los Estados europeos hasta que estos fueron lentamente secularizando sus sociedades? Fueron necesarias las matanzas de las guerras de religión, la guerra franco-prusiana, las dos guerras mundiales para comenzar a convivir en paz. Los pueblos necesitan equivocarse para aprender. ¿No tienen el mismo derecho los árabes, persas y egipcios?
A diferencia de otros cambios de régimen anteriores, esta vez Occidente no ha jugado ningún papel relevante en las movilizaciones sociales al sur del Mediterráneo. Se trata de una revolución, con mayúsculas, hecha por los tunecinos y los egipcios. Son los ciudadanos, hartos de ser tratados como menores de edad, quienes se han lanzado a las calles y han derribado al tirano. Los egipcios, una de las más antiguas civilizaciones (por cierto, muy anterior al Islam) han decidido que ya no necesitan más faraones, más déspotas, más salvapatrias. Además, han derribado al tirano sin usar la violencia. Esto es, probablemente, lo que más ha desconcertado a Mubarak. Estaba preparado para reprimir cualquier muestra violenta de descontento. Es lo que ha hecho en los últimos treinta años. Pero no supo qué hacer ante la muchedumbre pacífica, gritando que se fuese el déspota, clamando por decidir por sí misma. Era el pueblo egipcio el que hablaba y no sirvieron de nada los esfuerzos de Mubarak por tratar de seguir hablando en nombre del pueblo. El pueblo, habitualmente escondido, oculto, atareado en sus quehaceres cotidianos, fuera del espacio público, hace y dice, piensa y gobierna, por medio de líderes que le representan. Todo régimen político se basa en esto. Y dura lo que dura el silencio del pueblo.
Nuestras democracias, ¿qué son sino un mecanismo para elegir quién va a hablar por nosotros? Pero esto solo sirve si el pueblo no sale a la calle. Cuando el pueblo habla directamente, sin intermediarios, es una fuerza imparable. Nadie puede hacerle frente, ni el gobierno, ni la policía o el ejército. Porque la multitud, consciente de sus derechos, harta de que hablen en su nombre quienes defienden otros intereses, obliga al gobierno a irse o comenzar una masacre. El problema del tirano es que quien inicia la masacre y mata al pueblo no puede luego decir que lo hace por el pueblo. Este fue el dilema de Mubarak y de su ejército. Fue el mismo dilema de los guardiafronteras de Polonia y de Hungría, obligados a disparar contra sus conciudadanos solo por el simple hecho de querer huir de la cárcel que era su país. El mismo dilema de los policías que defendían el muro de Berlín, que después de dudar unos minutos terminaron uniéndose al pueblo, del que formaban parte, para abrazarse y derribar al dictador. Hablamos de Europa y de hace solo veinte años.
Fue también el dilema de la Unión Soviética, que obligó a Gorbachev a decidir entre disparar a la gente o dejar el poder. Pero ante ese mismo dilema el gobierno chino decidió seguir reprimiendo a su sociedad y aún aguanta, no sabemos hasta cuándo. El once de febrero de 2011 (11-2-11), una fecha redonda, será recordada por largo tiempo. Y no solo en el mundo islámico. La revolución iniciada en el Magreb (Túnez), y continuada en el Mashreq (Egipto), prosigue su onda expansiva. Ojalá continúe. Lo dijo Víctor Hugo: no hay nada tan poderoso en el mundo como una idea a la que le ha llegado su tiempo. La libertad ha llegado a Egipto. El camino no será fácil, porque la libertad no se conquista en una sola batalla, por grande que sea esta. Es una lucha permanente. Nadie puede pensar que la libertad se logró en Europa o América del Norte en sus revoluciones respectivas de una vez y para siempre. Costó muchos años consolidar el modelo liberal, cientos de miles murieron en el intento, y hoy es el día en que nuestras democracias presentan multitud de carencias. Todo es parte de la tensión universal entre los muchos que solo quieren vivir en paz y de forma digna, y los pocos que tratan, hablando en nombre del pueblo, de acaparar sus recursos y enriquecerse.
Mubarak se ha aferrado al poder como una garrapata hasta el último minuto. No parece la actitud de alguien que decía servir al pueblo. Sus millones de euros en bancos extranjeros nos cuentan otra historia, la misma de Hassan II, la misma de Obiang, la misma de Gaddafi… Pero esta es también la misma historia de muchos líderes europeos y sus amigos y familias que no han dejado de enriquecerse mientras los ciudadanos vivían con cada vez menos y con mayor precariedad. No es algo nuevo ni occidental. Es la lucha por la dignidad del ser humano, y todos los que nos sentimos humanos antes que cualquier otra cosa deberíamos estar con el pueblo egipcio. Ha sido un magnífico día para toda la humanidad. Como lo será el día en que un tribunal egipcio reintegre al Estado lo que robó Mubarak y le juzgue por todos sus crímenes. En plena crisis, al fin, aparece un verdadero brote verde, un rayo de esperanza. Mucha suerte