La Vanguardia
Egipto, mañana
WALTER LAQUEUR
Ha sido una semana maravillosa en Oriente Medio: un levantamiento espontáneo; el amanecer de una nueva época; el pueblo exigiendo el final de la represión, la corrupción y la tiranía; la victoria de la libertad, la democracia y los derechos humanos.
Hace tiempo que no llegan desde Oriente Medio noticias buenas, alentadoras o reconfortantes, y ¿quién osará poner reparos a la alegría de las multitudes que se manifiestan desde Túnez hasta Saná, desde El Cairo hasta Ammán? Sus esperanzas son enormes.
Muchas de las acusaciones arrojadas contra los gobernantes, quizá todas ellas, resultan justificadas. Sin embargo, las preguntas básicas siguen en el aire. ¿Eran los derrocados (o los que están a punto de serlo) los peores criminales y los más corruptos… o sólo los más débiles?
Hay, en términos generales, dos enfoques en Oriente Medio ante los levantamientos populares: la cesión a las exigencias de la calle o el recurso a la fuerza abrumadora y la represión de la revuelta. Cuando Asad, el padre del actual mandatario sirio, fue desafiado en Hama por los Hermanos Musulmanes en febrero de 1982, su policía y sus soldados mataron a unos 20.000-25.0000 insurgentes, y desde entonces Siria ha sido un país muy tranquilo. Se podrían citar otros ejemplos de represión de masas en Oriente Medio y en otros lugares. Había muy poca libertad bajo Ben Ali en Túnez y bajo Mubarak en Egipto, pero se asesinó a pocas personas (en el caso de que llegara a hacerse) en comparación con lo que ocurría bajo el régimen de Sadam Husein en Iraq, que nunca estuvo en peligro de ser derrocado por su propio pueblo.
Ahora bien, hay otra pregunta más inquietante: ¿cómo será Oriente Medio dentro de un año, cuando haya desaparecido el entusiasmo? Según un cínico del siglo XIX, una revolución es la sustitución de un régimen malo por otro todavía peor.
Descartemos semejante muestra de cinismo, lo peor no siempre tiene que suceder. Si va a haber democracia en Oriente Medio, eso significa que los Hermanos Musulmanes se convertirán en una fuerza de primer orden en los nuevos gobiernos (Túnez, el país más laico, quizá constituya la única excepción). No sería justo negarlo.
La actual oposición sin dirigentes puede parecer muy democrática y seductora, pero la política aborrece el vacío. Antes había otras fuerzas: los nacionalistas árabes y los comunistas, por ejemplo. Ahora ya no existen, y son los Hermanos Musulmanes los que pueden movilizar a las masas.
Es verdad que los islamistas suníes son, en conjunto, menos fanáticos que los chiíes. Supongamos que los Hermanos Musulmanes se comportan de la mejor forma posible. Eso no impedirá que sigan defendiendo la teocracia (wilayat al faqih), que se opongan a la igualdad de derechos de las mujeres y las minorías, que propugnen la lapidación de las mujeres como forma de castigo, etcétera. Quizá den menos importancia a la yihad, pero no renunciarán a ella, porque es la esencia de su ideología. Quizá acepten compromisos temporales mientras forman parte de un gobierno nacional. Quizá incluso cambien con el tiempo, pero no es algo que quepa dar por sentado. Los Hermanos Musulmanes representan a los pobres; a diferencia de El Baradei, que procede de una familia adinerada.
Supongamos que la oposición colabora entre sí en los difíciles meses y años que están por venir; nunca lo han hecho en el pasado, pero siempre hay una primera vez.
El problema básico es el siguiente: Egipto, Yemen y Jordania tienen muchas cosas en común. Son países paupérrimos. El 90% de su superficie es desierto y no puede ser cultivado. La industria es pequeña; los minerales y los demás recursos son escasos. Sin embargo, la población de Egipto se ha duplicado (de 40 a 80 millones) durante la última generación, y Yemen tiene una de las tasas de natalidad más altas del mundo. Según las proyecciones estadísticas de las Naciones Unidas, superará a Rusia a lo largo de este siglo. (Resulta muy improbable, porque la tasa de natalidad parece destinada a caer, aunque sólo sea porque casi ya no queda agua en el país).
Una de las razones a las que no se presta mucha atención de la actual agitación en Oriente Medio es que en el último año se han disparado los precios de alimentos básicos como el arroz, el pan o las verduras. No es probable que esta situación mejore a corto plazo.
Hay en el mundo árabe algunas personas y algunos países muy ricos. Se dice que la familia egipcia Sawiri podría comprar Jordania si quisiera. La gran predicadora de la libertad, los derechos humanos y la democracia en Oriente Medio ha sido la emisora de radio y televisión Al Yazira. Al Yazira es de Qatar, un país que no tiene elecciones ni partidos políticos, pero cuya renta per cápita lo sitúa entre los tres países más ricos del mundo, mucho más rico que Estados Unidos. En el caso de que Qatar haya intentado alguna vez ayudar a los pobres de Egipto o de otros países árabes, ese hecho no ha recibido mucha publicidad.
En resumen, ¿es posible gozar de libertad política, democracia y derechos humanos si el grueso de la población no tiene garantizada una existencia mínima (como ocurre en este caso)?
A menos que esto cambie –y en este momento nadie sabe cómo podría cambiar–, todos los discursos sobre reforma y democracia son palabras huecas. Kalam fadi, como se dice en árabe.
Caos bajo los cielos: qué magnífica situación
Slavoj Zizek
En las revueltas de Túnez y Egipto hay algo que no puede por menos de llamarnos poderosamente la atención, y es la patente ausencia del fundamentalismo islámico: siguiendo la más pura tradición democrática laica, la gente se ha limitado a levantarse contra un régimen opresivo y corrupto, y contra su propia pobreza, para exigir libertad y esperanza económica. El cínico postulado liberal de cuño occidental, según el cual en los países árabes las concepciones realmente democráticas únicamente están presentes en las élites más abiertas, mientras que a la gran mayoría de la población solo la puede movilizar el fundamentalismo religioso o el nacionalismo, ha quedado desmentido. Evidentemente, la gran pregunta es: ¿qué ocurrirá el día después? ¿Quién se alzará con el triunfo político?
En Túnez, cuando se constituyó un nuevo Gobierno provisional, de él quedaron excluidos los islamistas y la izquierda más radical. Los demócratas petulantes reaccionaron diciendo: “bueno, son fundamentalmente lo mismo, dos extremos totalitarios”, pero ¿son las cosas tan simples? ¿Acaso a lo largo del tiempo quienes se han venido enfrentando no han sido precisamente los islamistas y la izquierda? Aunque unos y otros estén momentáneamente unidos contra el régimen, cuando se acerquen a la victoria su unidad se resquebrajará y se embarcarán en un combate a muerte, con frecuencia más cruel que el librado contra su enemigo común.
¿Acaso no asistimos precisamente a esa pugna después de las últimas elecciones iraníes? Lo que cientos de miles de partidarios de Musavi defendían era el sueño popular que alentó la revolución jomeinista, es decir, libertad y justicia. Aunque ese sueño fuera una utopía, entre los estudiantes y la gente corriente supuso una imponente explosión de creatividad política y social, de experimentos y debates organizativos. Esa auténtica apertura que desató inusitadas fuerzas de transformación social, un momento en el que “todo parecía posible”, fue después poco a poco sofocado cuando las fuerzas vivas islamistas se hicieron con el control político.
Aun ante movimientos abiertamente fundamentalistas, hay que tener cuidado de no perder de vista el componente social. A los talibanes se los suele presentar como un grupo fundamentalista islámico que se impone mediante el terror; sin embargo, cuando en la primavera de 2009 ocuparon el valle paquistaní del Swat, The New York Times informó de que habían fraguado “una revolución de clase que explota las profundas fisuras existentes entre un pequeño grupo de terratenientes acaudalados y sus desposeídos arrendatarios”. Si al “aprovecharse” de los sufrimientos de los campesinos lostalibanes estaban “dando la voz de alarma sobre los riesgos que pesan sobre Pakistán, que sigue siendo mayormente feudal”, ¿qué es lo que impedía a los demócratas partidarios de ese país, así como de EE UU, “aprovecharse” igualmente de esos sufrimientos, tratando de ayudar a los campesinos sin tierra? ¿Acaso las fuerzas feudales paquistaníes son el “aliado natural” de la democracia liberal?
Es inevitable llegar a la conclusión de que el auge del radicalismo islámico fue siempre el reverso de la desaparición de la izquierda laica en los países musulmanes. Cuando Afganistán aparece retratado como el ejemplo más extremo de país fundamentalista musulmán, hay que preguntarse si todavía alguien se acuerda de que hace 40 años era un país con una sólida tradición laica en el que un poderoso partido comunista se hizo con el poder sin contar con la Unión Soviética. ¿Adónde fue a parar esa tradición laica?
Resulta esencial situar en ese contexto los acontecimientos que están teniendo lugar en Túnez y Egipto (y en Yemen y… ojalá hasta en Arabia Saudí). Si la situación se “estabiliza”, de manera que los antiguos regímenes sobrevivan con ciertas operaciones cosméticas de carácter democrático, se generará una insuperable oleada fundamentalista. Para que sobrevivan los elementos clave del legado democrático, sus partidarios precisan de la ayuda fraterna de la izquierda radical.
Si nos ubicamos de nuevo en Egipto, veremos que la reacción más vergonzosa y peligrosamente oportunista fue la de Tony Blair, tal como la recogió la CNN: el cambio es necesario, pero debería ser un cambio estable. Hoy en día, un “cambio estable” en Egipto solo puede significar un compromiso con las fuerzas de Mubarak por medio de una ligera ampliación del círculo de poder. Por eso hablar ahora de transición pacífica es una obscenidad: al aplastar a la oposición, el propio Mubarak la hizo imposible. Una vez que lanzó al Ejército contra los manifestantes, la opción estuvo clara: o bien una transformación cosmética en la que algo cambie para que todo siga igual o bien una auténtica ruptura.
Aquí está por tanto el quid de la cuestión: no se puede decir, como en el caso de Argelia hace una década, que permitir unas elecciones auténticamente libres equivalga a entregar el poder a los fundamentalistas islámicos. Israel se quitó la máscara de la hipocresía democrática y apoyó abiertamente a Mubarak, y, al apoyar al tirano objeto de la revuelta, ¡dio nuevas alas al antisemitismo popular!
Otra de las preocupaciones de los demócratas es que no haya un poder político organizado que llene el vacío cuando Mubarak se vaya: por supuesto que no lo hay; ya se ocupó él de que así fuera, reduciendo cualquier posible oposición a la condición de ornamento marginal. De manera que el resultado será como el del título de la famosa novela de Agatha Christie, Y entonces no quedó ninguno. Según el razonamiento de Mubarak, o él o el caos; pero es un razonamiento que va en su contra.
La hipocresía de los demócratas occidentales es asombrosa: antes apoyaban públicamente la democracia, pero ahora, cuando el pueblo se alza contra los tiranos para defender, no la religión, sino una libertad y una justicia laicas, se muestran “profundamente preocupados”… ¿Por qué esa preocupación? ¿Por qué no alegrarse de que la libertad tenga una oportunidad? Hoy día, el lema de Mao Zedong resulta más pertinente que nunca: “bajo los cielos hay caos: qué magnífica situación”.
Entonces, ¿adónde debería ir Mubarak? La respuesta a esta pregunta también está clara: a La Haya. Si hay alguien que merece sentarse allí, es él.
Slavoj Zizek es filósofo esloveno. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.