Televisión Española ha presentado recientemente el documental “Tengo una pregunta para mí: ¿vivimos en deuda con el pasado?” que transmite un mensaje claro y conciso: hay que encontrar a las personas desaparecidas durante la Guerra Civil, darles sepultura y homenajearlas (cuando las familias así lo deseen) y con ello cerrar un capítulo de nuestro pasado que ha estado desatendido durante demasiado tiempo. Y cuando estén enterrados dignamente, deberíamos dejar la memoria histórica como tema de estudio de los historiadores.
Este mensaje se transmite a base de entrevistas con personajes que participaron en el desarrollo de la ley conocida como la Ley de la Memoria Histórica (como José Álvarez Junco) o que han estudiado aquellos periodos históricos (como Javier Pradera, Santos Julià y Julián Casanova). Creo que este mensaje es también el que el gobierno socialista (sucesor de los vencidos) y el del mayor partido de la oposición (sucesor de los vencedores) desean promover.
Esta postura se basa en varios argumentos, explicitados en las entrevistas, que son, sin embargo, altamente cuestionables. Uno, transmitido por Álvarez Junco, es que es posible reconocer y honrar a los muertos y desaparecidos, sin molestar a los sucesores de los que los asesinaron. En realidad, dice Álvarez Junco, la oficina de la Presidencia del Gobierno Socialista Español había instruido a los que escribían el borrador de la Ley (que no era de recuperación de la memoria histórica –aclara Álvarez Junco-, sino de reconocimiento de las víctimas de lo que él llama los dos bandos) que tal ley debiera “cerrar las heridas” de los sucesores de los dos bandos. Puesto que la gran mayoría de los muertos y desaparecidos pertenecían al bando republicano y los que hubo del lado golpista no hubieran existido si no hubiera tenido lugar el golpe militar, no entiendo la instrucción dada de que los sucesores de los dos bandos deberían estar satisfechos con tal Ley. Cualquier homenaje a los muertos y desaparecidos debe denunciar a los que los mataron y echaron en la cuneta (la mayoría de los cuales eran los vencedores), lo cual no satisfará a los sucesores de estos últimos que, como se ha mostrado (y con notables excepciones), han hecho todo lo posible para que no se les encuentre y homenajee. Pero otro argumento que utiliza José Álvarez Junco para que sean las familias y no el estado el que las reconozca y homenajee, es la supuesta dificultad en definir quién fue una víctima, y si ésta se merecía un homenaje. Y cita, como ejemplo, el maquis comunista que –según él- intentaba establecer una dictadura estalinista y no merecedora, por lo tanto, de un homenaje por parte de un estado democrático.
Esta supuesta complejidad da pie, sin embargo, a un relativismo sobre el que se ha construido esta imagen tan extendida de que todos fuimos “culpables”. Tal argumento ignora que la gran mayoría de partidos políticos (incluyendo el Partido Comunista, como bien ha documentado el Catedrático de Historia Josep Fontana) y fuerzas sociales lucharon contra el golpe militar para restablecer la República y su régimen democrático. Escudarse en complejidades es rehuir el reconocimiento de que, de los que llaman dos bandos, uno era bueno (es decir, demócrata) y el otro era malo (antidemócrata), y que un estado democrático no puede tratar a los muertos de ambos lados por igual.
¿Debe aceptarse la injusticia para tener paz?
Otra postura del documental, reflejada por Javier Pradera, es que la paz que tenemos requiere que se acepte la injusticia que ha supuesto olvidar a los vencidos, abandonando la exigencia de que se pidan responsabilidades por lo ocurrido. Considera Pradera que el Juez Garzón está equivocado, tanto en su supuesto de que para tener paz hay que hacer justicia, como en su intento (fallido, como consecuencia de la decisión del Tribunal Supremo) de enjuiciar a los responsables de la muerte de los desaparecidos. Javier Pradera se refiere a otras guerras y conflictos civiles, como la Guerra Civil estadounidense o la Revolución Francesa, donde las sociedades estadounidense y francesa han convivido con su pasado sin mayores traumas, subrayando que nosotros debiéramos hacer lo mismo. Pero existe una gran diferencia en ambos casos con España. En la Guerra Civil estadounidense ganaron los buenos, que destruyeron el poder de los vencidos, arruinando su economía (al eliminar la esclavitud), e imponiendo sus valores de igualdad y libertad, que son los valores que se transmiten en las escuelas públicas de aquel país. Y un tanto semejante ocurrió con la Revolución Francesa en que, de nuevo, fueron los buenos los que ganaron, y forjaron una cultura democrática basada en libertad, igualdad y fraternidad, valores también transmitidos en las escuelas francesas. En España, sin embargo, no fueron los buenos (los defensores de la República) sino los malos (los golpistas que interrumpieron el proceso democrático) los que ganaron la guerra civil e impusieron durante cuarenta años su propia versión de la historia, con unos valores antidemocráticos que, algunos de ellos, persisten, reproducidos en un estado que, como reconoce Álvarez Junco, es un estado continuista de un estado dictatorial impuesto por un golpe militar. No hubo ruptura (como erróneamente se presenta incluso por algunos protagonistas de la transición) sino continuidad, lo cual explica que Álvarez Junco señale que en las instrucciones recibidas de la oficina de la Presidencia se señalaban las limitaciones que deberían respetarse en el reconocimiento a las víctimas, pues no podían anularse juicios y sentencias del régimen dictatorial anterior.
En este contexto, aceptar esta situación tal como Pradera aconseja, es aceptar, sin más, las enormes limitaciones que tiene la cultura democrática española y la versión más generalizada de lo que fue la Guerra Civil: un conflicto entre los dos bandos que comparten responsabilidades por lo acaecido. Pero no es una visión maniquea (como constantemente la definen los sucesores de los vencedores) reconocer que los vencidos eran los buenos y los vencedores eran los malos. Es cierto que los defensores de la República y de su democracia cometieron violaciones de derechos humanos que también deben denunciarse. Pero ello no elimina la definición de aquel conflicto como un conflicto entre los que defendieron un régimen democrático, y los que lo destruyeron. Y hasta que ello no se reconozca, la democracia española y los valores que se transmitan no serán los democráticos. Para que la Transición termine, el estado actual debe considerarse heredero del democrático anterior, no de la dictadura. El espectáculo bochornoso, impensable en la Europa democrática, del Tribunal Supremo respondiendo a la denuncia del partido fascista en contra del Juez Garzón, que se atrevió a intentar llevar a los tribunales a los responsables de los asesinatos de los desaparecidos, es un indicador de lo mucho que queda por hacer. La arrogancia de los vencedores, como quedó plasmada en las recientes declaraciones de Benedicto XVI asignando a la Iglesia el papel de víctima entonces y ahora, muestra que la transición no ha terminado. La propia salud del sistema democrático español requiere que la memoria de los vencidos sea la del estado democrático.
No hay que confundir madurez con debilidad
Santos Julià está también en desacuerdo con que se pidan responsabilidades a los vencedores de aquel conflicto. Considera la Ley de Amnistía como un indicador de la madurez de la democracia española, perdonándonos los unos a los otros. Esta actitud, probablemente procedente de su pasado como sacerdote, es profundamente insatisfactoria desde el punto de vista democrático, pues pone en el mismo nivel a victimizadores y a víctimas, abandonando a la vez la necesaria recuperación de la memoria del pasado democrático y de las luchas que han ocurrido para recuperarlo. Por otra parte, la Ley de la Amnistía tuvo poco que ver con la supuesta madurez, sino con el desequilibrio de fuerzas entre izquierdas y derechas en el momento de la Transición, con un enorme dominio de los sucesores de los vencedores de la contienda en el proceso de Transición, un proceso claramente inmodélico que ha dado pie a una democracia muy limitada y a un estado del bienestar muy poco desarrollado. ¿Cómo explica Santos Julià que, todavía hoy, España esté a la cola del gasto público social en la UE-15? Este hecho no puede explicarse sin entender el enorme dominio que las derechas han tenido y continúan teniendo sobre el estado español. Santos Julià confunde madurez con debilidad. Si hubiera habido ruptura, como consecuencia de unas izquierdas más poderosas, tendríamos un estado más democrático, que habría sancionado a los golpistas y a sus sucesores, unas escuelas públicas que darían una visión de nuestra historia que, sin ambigüedades, reproducirían valores democráticos. Y tendríamos un estado del bienestar mucho más desarrollado que el que tenemos ahora (me permito sugerir mi libro El subdesarrollo social de España. Causas y Consecuencias para ver la evidencia que muestra la validez de esta postura). El subdesarrollo del estado del bienestar de los países del sur de Europa se debe al enorme poder que las fuerzas conservadoras tienen en aquellos países, a diferencia de los países nórdicos, donde las izquierdas son poderosas y las derechas débiles.
La historia es mucho más de lo que hacen los historiadores
Por último, la entrevista a Julián Casanovas (de cuyos libros sobre la Iglesia Española, que he citado con frecuencia, he aprendido mucho) contiene una tesis con la cual estoy también en desacuerdo. Su tesis es que hay que despolitizar la memoria histórica y dejar el estudio del pasado a los historiadores. Esta visión corporativista de la historia es altamente cuestionable. En primer lugar, no es ni posible ni aconsejable despolitizar la historia. Politizar quiere decir dar voz a los representantes de la población que, dividida en diferentes clases sociales, géneros y nacionalidades, tienen distintas memorias, y por lo tanto, distintas historias. En una democracia deben ser los representantes de la ciudadanía los que prioricen las preguntas que los historiadores deben responder y los métodos de investigación del proceso histórico. Decir esto no es infravalorar la labor del historiador, sino acentuar que la historia es mucho más que lo que hacen los historiadores.
Es más, los historiadores tienen su propia subjetividad, que tiene que ver con su pertenencia a los grupos sociales en los que la sociedad está dividida. Una mujer historiadora tiene, por lo general, una visión distinta a la de un hombre historiador. Y, lo mismo, un historiador de derechas tiene una visión distinta a un historiador de izquierdas. De ahí que la historia escrita suele ser la historia desde el punto de vista del que la escribe. Y la hegemonía que existe en la memoria histórica en España corresponde precisamente al enorme poder de las derechas. Y ahí está el problema, porque el que controla el pasado controla el presente. ¿Cómo se explica que, excepto en Catalunya y en el País Vasco, las instituciones que tienen mayor aceptación popular sean la Monarquía, el Ejército y la Iglesia, todas ellas profundamente conservadoras, que, junto con la Banca y con el mundo empresarial, son el pilar de las derechas? Es imposible explicar el subdesarrollo social de España sin entender las consecuencias del enorme poder de las derechas.
La historia no se reproduce sólo a través de libros de historia, sino a través de lo que mi amigo Noam Chomsky define como “los aparatos de producción del consumo ideológico dominante” Y estos aparatos están hoy sesgados discriminando a las izquierdas. De ahí que aplauda el intento de corregir este desequilibrio (que intenta la ley catalana de la memoria histórica) mediante la activa participación del estado en la recuperación de los muertos desaparecidos y de su memoria para que ésta pase a ser la memoria de un estado democrático.