«El Estado no se ha descentralizado como era necesario, en todo caso se ha duplicado sencillamente porque en España sólo son federales los periféricos»
Los políticos españoles han llegado a la misma conclusión que el soberanismo catalán. El estado de las autonomías ha llegado a su límite. A derecha e izquierda, ya hace tiempo que entona la misma cantinela. Y tienen razón, en mi opinión. Desde la perspectiva catalana es incontestable que el estado de las autonomías ha sido un negocio a medias. Desde un punto de vista identitario, la autonomía ha hecho mucho. Al menos se ha podido dar satisfacción (y que cada uno elija hasta qué punto) a algunas reivindicaciones históricas del catalanismo. Lo que se podría resumir, muy brevemente, en el esfuerzo por normalizar la lengua a través de dos de los grandes instrumentos de transmisión cultural de hoy: la escuela y los medios de comunicación, la construcción de una administración catalana que diera satisfacción, también, a un modelo de bienestar basado en las tres M: «mossos» (la seguridad pública), médicos (la protección social) y maestros (la educación integradora) y, finalmente, la institucionalización, por decirlo de alguna manera, del autogobierno con la recuperación de la Generalitat, que era el paso previo necesario para que las anteriores premisas se pudieran imaginar, en el sentido que Benedict Anderson da al concepto. Es decir: que una comunidad acaba teniendo conciencia de serlo si hay quien, previamente, la ha imaginado. Y la Cataluña de hoy es, por supuesto el resultado de las dos décadas de gobiernos nacionalistas, porque la autonomía arrancó bajo la presidencia de los nacionalistas, pero la Cataluña imaginada no sólo es suya. Y el caso que todo el mundo reconoce que ha sido así es, sobre todo, uno de los más identitarios y que aún hoy se combate desde el nuestro españolismo mesetario: la inmersión lingüística, que fue el caballo de batalla de la primera legislatura, digamos constituyente, del PSUC y del PSC, entonces representado por la pedagoga Marta Mata.
Empieza a haber unos cuantos libros que explican la constitución del autogobierno. Dejando de lado la colección que el Centro de Estudios Jordi Pujol publicando sobre la obra de los gobiernos que presidió, con la que quiere dar respuesta a las distorsiones partidistas de los dos tripartitos, hay una literatura más académica, y por tanto que toma más distancia, que ha analizado al detalle el desarrollo de la autonomía catalana. La mirada extranjera no es necesariamente más docta que la interna, pero al menos tiene la virtud de no estar condicionada. Es por ello que resultan interesantísimos dos libros de autores foráneos sobre la autonomía catalana. El primero es Nacionalismo y autogobierno. Cataluña 1980-2003 (Editorial Afers, 2008), un libro en el que, en palabras más elogiosas que no críticas de Joan B. Culla, el balance de la gestión, la valoración de las políticas desarrolladas por los ejecutivos de CiU durante 23 años y medio, «prevalece rotundamente sobre la historia política de la coalición -después, federación- nacionalista a lo largo de ese periodo, y aún más sobre la historia política global del país en esa etapa «. Fue eso, precisamente, lo que lo hizo atractivo cuando la ahora profesora Lo Cascio me pidió que le dirigiera este estudio en su fase de tesis doctoral. De una factura similar es el otro libro, Nationalism and self-government: the politics of autonomy in Scotland and Catalonia (State University of New York, 2007), del profesor de políticas públicas del Salut Scott L. Greer. Y de eso va este estudio comparativo. Si algo ponen de manifiesto obras como éstas es que la movilización nacionalista no entró nunca en contradicción con la exigencia de un autogobierno fuerte, eficiente y equitativo. Después de todo, es muy probable que el modelo catalán sea uno de los más socialdemócratas e integradores en el contexto europeo. «La autonomía será bienestar o no será» ha sido la divisa del nacionalismo posfranquista para sustituir el viejo retorno conservador torresbagiano. Después se podrá discutir ésto o aquéllo, si en la cuestión de los valores (por otra parte un aspecto en revisión en todas las familias ideológicas) los unos son más avanzados que los otros, pero este cambio estructural del nacionalismo catalán es innegable.
Ahora se ha llegado a ese punto en el que la autonomía no da más de sí. El economista Edward Hugh, que analiza la deriva del mundo instalado en el pueblo ampurdanés de las Escaules, a la derecha del río Muga, me dijo una vez, cuando Rodríguez Zapatero aún negaba la evidente crisis económica, que las consecuencias del inevitable Cataclismo en España las pagarían las autonomías. Dicho y hecho. Desde hace tiempo hay rumores que van en esta dirección y que, como siempre, ponen en el mismo saco autonomías con más fanfarria que poder y aquellas otras que están cargadas de competencias mal financiadas y que representan la, digamos, plurinacionalidad del Estado. Es verdad que la crisis económica ha hecho más patente que nunca que el Estado de las autonomías está, y perdonen el juego de palabras, en muy mal estado. Y no tanto porque sea, como asegura Mariano Rajoy, «un obstáculo adicional» para salir de la crisis, sino porque se ha hecho insostenible por culpa de la imperfección de la fórmula adoptada. El Estado no ha descentralizado como hacía falta, en todo caso se ha duplicado sencillamente porque en España sólo son federales los periféricos. Si se es federal de verdad, no le preocupa lo más mínimo quién controla la ventanilla única, lo que quiere es que la ventanilla sea eficiente donde sea. Pero en España preocupa más la preeminencia del Estado que el reconocimiento de los derechos nacionales. Si los políticos españoles han llegado a la misma conclusión que los soberanistas catalanes, ¿por qué no pactan un divorcio civilizado?