Generalmente es más fácil ver el principio de algo que su fin. El Estado de bienestar, que nació en 1945 en la Gran Bretaña de la posguerra, llegó a su fin esta semana, cuando George Osborne, Ministro de Finanzas del Reino Unido, rechazó el concepto del «beneficio universal», la idea de que todos, no sólo los pobres, deben beneficiarse de la protección social.
El arquitecto del Estado de bienestar, Lord Beveridge, lo describió como una estructura concebida para proteger al individuo «desde la cuna hasta la tumba». Este modelo llegó a imperar en todos los países de Europa Occidental, y las tradiciones y políticas locales definieron la diversidad de su aplicación. Para la década de los sesenta, toda la Europa democrática era socialdemócrata, una combinación de libre mercado y protección social masiva.
El éxito de este modelo superó con mucho todas las expectativas y durante décadas fue la envidia del mundo, como nunca llegaron a serlo ni el capitalismo del «Viejo Oeste» estadounidense, ni el socialismo de Estado soviético o maoísta. La democracia social parecía ofrecer lo mejor de los dos mundos, eficiencia económica y justicia social.
Es cierto que siempre hubo algunas dudas persistentes sobre el Estado de bienestar europeo, sobre todo a partir de los ochenta, cuando la globalización llegó a las puertas del continente. Limitadas por los costos financieros que conllevaba el Estado de bienestar –y tal vez también por los desincentivos psicológicos y financieros que incluía—las economías europeas comenzaron a desacelerar, el ingreso per cápita se estancó y el desempleo se hizo permanente.
Los defensores europeos del libre mercado nunca fueron suficientes para reducir el Estado de bienestar. Ni siquiera Margaret Thatcher pudo tocar el Sistema Nacional de Salud. En el mejor de los casos, como en Suecia y Dinamarca, el Estado de bienestar dejó de expandirse.
El Estado de bienestar resistió a las críticas y al dolor de las economías estancadas convirtiendo a la clase media en su colaboradora. En efecto, la genialidad política de los creadores del Estado de bienestar fue darse cuenta de que beneficiaría a la clase incluso más que a los pobres.
Consideremos los beneficios de salud. En Francia se ha demostrado que la clase media gasta más per cápita en su salud que el 20% de los franceses más pobres. Como consecuencia, el sistema nacional de salud de hecho proporciona un beneficio neto para quienes ganan un salario promedio.
En efecto, incluso el reducido Estado de bienestar estadounidense parece estar destinado más a la clase media que a los pobres. El crédito fiscal sobre ingresos ganados es el mayor beneficio. Todos los años 24 millones de estadounidenses de clase media reciben un reembolso del Servicio de Rentas Internas. Quienes están bajo la línea de pobreza no reciben efectivo, sino ayuda en especie. Así pues, el Estado de bienestar estadounidense significa dinero para la clase media y programas sociales para los pobres. Ese patrón discriminatorio puede encontrarse también en toda Europa Occidental
El ataque de Osborne contra el Estado de bienestar británico comenzó con el subsidio universal a la niñez, una prestación general que se daba a todas las familias con hijos, independientemente de sus ingresos. Esta prestación universal para la niñez se introdujo casi en todas partes de Europa Occidental para alentar la natalidad en países muy dañados después de la Segunda Guerra Mundial.
En el Reino Unido, el 42% de los subsidios a la niñez se destinan a las familias de clase media y de altos ingresos. La proporción es igual en Francia. Osborne ha propuesto que se deje de conceder a las familias con ingresos correspondientes al nivel de imposición fiscal más alto –la primera andanada de una campaña que podría transforma todo el sistema de seguridad social mediante la reducción de las prestaciones a las clases medias y altas.
El ahorro que supone la propuesta de Osborne (1,6 mil millones de libras esterlinas) representa apenas una pequeña fracción del gasto anual del Reino Unido en programas de seguridad social, que asciende a 310 mil millones de libras esterlinas. No obstante, al atacar esta prestación, el gobierno del Primer Ministro David Cameron espera que el pueblo británico comprenda mejor la injusticia del Estado de bienestar actual.
Todos los gobiernos de Europa tendrán que hacer lo mismo: atacar al eslabón más débil del sistema de protección social, aquél que la mayoría de la gente pueda entender mejor. Con ese mismo ánimo, el gobierno francés ha arremetido contra las exorbitantes pensiones de los trabajadores del sector público y la edad legal de la jubilación, que ha tratado de elevar de los 62 a los 65 años.
Cualquiera puede entender que el subsidio a la niñez para los ricos o que la jubilación a los 62 años son injustificables. No obstante, la resistencia popular a la reducción de estas prestaciones supuestamente injustas es mayor de lo que se esperaba. La clase media puede intuir que este es el final de una era.
¿Acaso a la larga el gobierno de Cameron –y cualquier otro que siga este camino—cederá ante la cólera de la clase media? En cierta medida, los gobiernos no tienen otra opción que reducir las prestaciones de la clase media. La crisis financiera de 2008, agravada por el inútil gasto público keynesiano, ha llevado a todos los Estados europeos al borde de la quiebra. Sólo los Estados Unidos pueden imprimir billetes indefinidamente y aumentar su deuda.
Así pues, los Estados europeos no tienen más remedio que reducir sus gastos, y atacar las prestaciones sociales que representan, en promedio, la mitad del gasto público europeo es la forma más sencilla de obtener un alivio fiscal inmediato. El Estado de bienestar no desaparecerá de Europa, pero sufrirá recortes –y se concentrará en quienes realmente necesitan la ayuda.
Si se toma al desempleo como criterio principal, el Estado de bienestar ha creado una red de seguridad para la clase media pero ha dejado al 10% de su población más vulnerable en una situación de dependencia permanente de la seguridad social. Sesenta y cinco años después de que Lord Beveridge confiara en que el Estado nos acompañaría de la cuna a la tumba, Cameron y Osborne nos piden que más o menos nos rasquemos con nuestras propias uñas.
Guy Sorman, filósofo y economista francés, es autor de La economía no miente.
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Traducción de Kena Nequiz