Desde Maquiavelo, la política no es una actividad meramente jurídica. Tampoco es un desempeño moral o teológico, sea ese Dios Yak, Alá o la Democracia. La política ni siquiera es, como se quiere ahora, una tecnología social o económica, es decir, no es la administración de las cosas según reglas indiscutibles e indiscutidas. La política, de la mano de Arendt y Schmitt, es la labor de (re)definición constante de las fronteras internas y externas de la polis.
En nuestro caso, la verdadera política, es decir, lo Político, se funda en el antagonismo irreductible que alimenta la acción pública por la que se está definiendo continuamente qué es y cómo se organiza la comunidad vasca. Es decir, la Política con mayúsculas es la actividad que mantiene abierta la brecha de la comunidad posible, tanto en lo que respecta a sus límites externos -qué es y no es pueblo vasco-, como internos: cómo se compartimenta ese pueblo vasco, en lo social, en lo económico o en lo identitario.
Por eso, es paradójico que se reclame a la izquierda abertzale que «haga política», precisamente desde las posiciones que hace tiempo que dejaron de hacerla (de verdad). Se pide al único actor que no ha abandonado el campo de lo político en los últimos decenios que, por fin, se una al grupo de los gestores de lo existente y que asuma que el límite comunitario hacia fuera -España y Francia-, y hacia adentro, -estructuración social, económica e identitaria actual en Euskal Herria- son intocables.
Es sintomático que cuanto más se defiende el statu quo, tanto más se afirma el reduccionismo social, cultural o económico de lo político, su «despolitización» efectiva: es el caso de los que se congratulan porque en el último debate en el Parlamento Vasco no se hablara de identidades o proyectos comunitarios, sino de gestión de «los problemas cotidianos», o de los que no imaginan otra ecuación socioeconómica que la que liga acumulación capitalista, crecimiento desenfrenado y empleo precario…
En este sentido, los defensores del sistema van a intentar por todos los medios que la izquierda abertzale abandone «lo político» para hacer «(no) política», y ello apelando hipócritamente a una presunta «primacía de la política». Zizek nos recuerda la importancia de la apariencia: «reivindicar la política es en boca de los gestores del sistema la forma de encubrir que su actividad es precisamente la negación de la política». No obstante, ese discurso «entre líneas» es el que les permite conectar con un electorado que, efectivamente, «pasa de política»… de la democracia, de los derechos y de todo aquello que no ponga en cuestión su relativo bienestar.
Sin embargo, se supone que la izquierda abertzale desea no sólo no abandonar el campo de lo político para dedicarse a «la (no) política», sino, precisamente profundizar en la verdadera política, en una mejor forma de gestionar el antagonismo, más política, si cabe, que la anterior, en tanto en cuanto puede romper la fosilización de las fronteras internas y externas a las que ha conducido un conflicto reducido a términos militares, demasiado schmittianos para la sociedad en la que vivimos.
La deseada profundización en lo político se va a producir, no obstante, en un contexto de despolitización evidente, típico en los procesos de transición. El paso de la ilegalidad a la legalidad de la izquierda abertzale, conclusión histórica de la reforma española, parece que va gestionarse poniendo en marcha mecanismos similares a los utilizados para la integración del PCE el año 1977. Estos mecanismos se resumen en una ley: desactivar al máximo la potencialidad desestabilizadora de las fuerzas extrasistémicas en su proceso de integración, a través, al menos, de estos tres instrumentos:
Fraccionamiento y represión. En primer lugar el sistema trata de propiciar la división de los sectores extrasistémicos: que entren aislados, y si algunos sectores quedan fuera, mejor, así se justifica hacia el futuro el mantenimiento de los instrumentos represivos, y se obliga al desarme moral del recién integrado, que no podrá dejar de «condenar» a sus antiguos compañeros para ganar su nueva legitimidad: «el último cierra la puerta y, además, se queda de vigilante». El PCE legalizado sufrió ese proceso y la consecuencia fue su debilitamiento ético y político. En nuestro caso, este primer mecanismo se pretende activar por medio de actuaciones policiales extemporáneas y discursos-profecía que dibujan el espejismo de la división interna. Su desactivación depende de la inteligencia y generosidad que muestre la izquierda abertzale en la gestión de su articulación interna y externa.
Neutralización electoral. La alerta en los cuarteles durante la noche del 15 al 16 de junio de 1977 fue una precaución tan inaceptable como innecesaria: una ley electoral ad hoc condenó al PCE a convertirse en una tercera fuerza irrelevante. En nuestro caso, lo que se busca es determinar el momento oportuno del ingreso en el sistema. En primer lugar, al sistema le puede convenir dilatar el lapso de tiempo entre el cese de la violencia -construido mediáticamente como derrota-, y el presumible éxito electoral de un polo soberanista. Además, el orden de los procesos electorales no es irrelevante: Obviamente, quince parlamentarios son más controlables que miles de concejales. La respuesta a dar en este caso estriba en equilibrar la oportunidad política con la paciencia histórica, una virtud que no se puede negar al abertzalismo.
Sujeción a la política institucional y banalización de la reivindicación. El precio que el comunismo español pagó por la legalización fue la amputación de su política de masas. En un contexto de crisis, los pactos de la Moncloa cauterizaron definitivamente el muñón izquierdo. Una política progresista que abjura de la movilización social se banaliza, se hace inocua. Lo saben bien los sindicatos. Volviendo al inicio, no hay verdadera política sin confrontación, sin antagonismo.
Por eso, este tercer mecanismo es sin duda el más peligroso para los hoy defensores del cambio. No va a ser fácil profundizar en lo político en el futuro. Mantener la brecha abierta, la incompletud de lo social: tener «un pie dentro y otro fuera», y así impedir que la puerta se cierre, no va a ser una tarea sencilla cuando se han abandonado los instrumentos que, por definición, impedían el cierre sistémico. La combinación entre política institucional y de masas no es sencilla en estas circunstancias.
Y es que el cambio de ciclo no se va a producir de un día para otro. Gran parte de las energías movilizadoras tendrán que dirigirse hacia demandas políticas que vienen del pasado -derechos civiles, amnistía…-, de modo que las reivindicaciones ligadas a un cambio futuro posiblemente deban demorarse. Además, la propia dinámica de la resolución del conflicto obliga a primar consensos amplios y transversales -compartir el éxito-, que obviamente precisan de la suspensión relativa del antagonismo.
No obstante, a medio plazo, se abrirán paso nuevas viejas formas de movilización social que para ponerse en marcha sólo necesitan dos cosas: por un lado, la coherencia en su opción no violenta -mañana más fácil que ayer-, y, por otro, un combustible, al parecer, inagotable: la cerrazón antidemocrática del sistema político español y su incapacidad para asumir la plurinacionalidad con todas sus consecuencias. Y es que «bloqueadas las vías institucionales -Ibarretxe (vía no reglada) y Maragall (reglada)-, sólo queda la desobediencia civil… y otras formas imaginativas de expresar la determinación pacífica de los catalanes (y los vascos) de que a las malas no van a poder con ellos». Son palabras del catedrático de Berkeley Manuel Castells en «La Vanguardia» este mismo verano.
Confiemos en que, en este caso, la proverbial tolerancia española con la disidencia no vuelva a manifestarse en su rápida detención y dilatado procesamiento. Por hacer Política, simplemente.
Publicado por Gara-k argitaratua