Esto era que Baltasar Porcel, hombre de posiciones políticas y nacionales bien moderadas, visitaba Madrid, hace algunos años, para presentar la edición castellana de su novela, Olympia a medianoche. Sabiendo, con toda certeza, que el esfuerzo era de utilidad escasa, y que iba a vender muchos menos que en catalán: es una fatalidad que a todos nos toca, geológica, implacable. Porcel explicaba después de que allí, en la presentación, todos eran muy simpáticos, con «simpatía proverbial», hasta que después, en la mesa, «los animos se sulfuran y asoma la Cuestión política». Apareció la ETA y Carod, y Maragall calificado de «pobre diablo» que se aferra a la poltrona, y los políticos catalanes tratados de dementes, como todos los que quieren «trocear España», etcétera. Nada nuevo bajo el sol, desde los tiempos de Don Francisco de Quevedo, por lo menos. Porcel intentó serenar los espíritus, aseguraba que en Cataluña mandaban de arriba abajo los socialistas -no los » nacionalistas «-, bajo el control de su líder cordobés José Montilla, hombre de perfecta fidelidad española y constitucional. Y explicó que si Carod era tan famoso la culpa la tenían Aznar y el PP. Entonces, quizás, habrían hablado del Estatuto y de la sentencia del Gran Tribunal en términos muy similares, o equivalentes. La respuesta de los compañeros de mesa «es tremenda», dice: afirman que se ha vuelto loco, que el tal Montilla no saben quién es, que Rajoy debería ser tan «recio» como Aznar, que España está a punto de estallar, y que «tanta exigencia periférica habría que cortarla por lo sano».
Afirmaba Porcel cuando lo explicaba que, en este tema, le hablaban igual socialistas y populares, que las reacciones eran equivalentes por completo: la diferencia era que los primeros lo decían en voz baja, eso sí, y los segundos a gritos. Les contesta, a unos ya otros, que el nacionalismo español «es más fiero y encima triunfante», que en España quien la desarbola es la Unión Europea, y que mientras el españolismo es uniforme, el catalanismo se encuentra dividido. Ya ni se dignan a responder, aseguraba: sólo le decían que no entendemos nada desde la periferia, que en Madrid sí que saben resolver las cosas. El novelista, compungido, comenta que (eran tiempos preelectorales), dado lo que ha escuchado en la conversación, el PP debería sacar al menos 300 diputados. No fue así, pero la experiencia de Porcel en Madrid me confirmó en la idea: fueron más de 300, los diputados sumados del PP y del PSOE, pero más de 300 pensando igual, y unos lo dirán en voz (no siempre) baja y otros a gritos. No habrían servido de nada, por tanto, ni las palabras que el buen Baltasar, desde su moderación política, pronunció más tarde en un acto muy público, hablando de la intimidad de la lengua, de la experiencia de vivir, ligada a el idioma, de emociones profundas y no de afirmaciones nacionales. En Madrid, eso les da igual: ni la lengua, ni la literatura, ni los libros, ni nada.
No sé cuantos lectores saben (ni sé si les interesa, seguramente no) que en un lugar privilegiado y carísimo de Madrid, en la calle de Alcalá, está el Centro Cultural Blanquerna, que representa el escaparate oficial y bien visible la cosa catalana en el corazón mismo de la capital de España. Como una embajada cultural, consulado de arte y de libros, y un poco de información institucional y turística. Cada año, el día de Sant Jordi se celebra, entre otros actos, con algunas presentaciones de libros recientes. Hace pocos años, poco después de Porcel, yo tuve que asistir, por la traducción castellana de mi novela Purgatorio. La idea de estas presentaciones se supone que es útil y respetable, y que deberíamos estar muy contentos de que autores en lengua catalana se presentan el día del libro en Madrid a través de traducciones al español. Lo que ningún centro equivalente valenciano (por otra parte inexistente en la capital del Estado) seguramente no habría hecho nunca. Al gobierno del señor Camps no parece que le interesan los libros valencianos. Y menos aún traducidos y presentados en Madrid. Al presidente Lerma tampoco le interesaban. Si acaso les interesan, a uno ya otro, nunca se ha visto ninguna señal apreciable. Es normal, y así ha sido siempre entre nosotros, ahora y antes. También debe ser normal, vista la experiencia repetida, que el resultado digamos comercial de estas presentaciones sea más bien pobre. O miserable. Del Purgatorio en español, ninguna noticia: muerte, y al infierno.
Hace más de diez años, presentamos también en Madrid la traducción de mi Borja papa, con la amable participación de Manuel Vicent, bien conocido por aquellas tierras. Hubo entrevistas de prensa y de radio y todo ello, como debe ser, gestionadas por la editorial de la versión española. Y entonces, un medio amigo mío que tiene una librería cerca de la Plaza Mayor me dijo: «Como se trata de ti, pediré dos ejemplares y los pondré en el escaparate, pero no se venderán: cuando la gente vea que pone Joan F. Mira, no los comprará «. Si no fuera un libro traducido del catalán, si el nombre del autor fuera Jean, o John o Giovanni, ningún problema, dijo. Pero si se llama Joan (o Pere, o Jaume o Jordi), no hay nada que hacer. En efecto, aquel libro se ha vendido, en castellano, menos de diez veces menos que en la versión original, y el resto a la trituradora. Y ahora mismo, Las voces del Pamano de Jaume Cabré lleva vendidos en alemán y en otras lenguas cientos de miles de ejemplares, y en español en deben ser apenas un puñado. Y así podría citar otros libros y otros autores, en proporciones similares, como los de Baltasar Porcel mismo, o los de Ferran Torrent, para hablar de autores de ventas muy abundantes en catalán, y casi insignificantes en español.
No es una lamentación, es una constatación. Allí, en el territorio que llamamos Madrid, que no es sólo una ciudad, es un país entero, intentar hacer leer libros traducidos del catalán es una actividad simbólica, necesaria, educada, y aproximadamente inútil. Si el autor se llama Jaume o Joan, la reticencia, la resistencia, el rechazo, serán más fuertes que cualquier presentación. Así es como es, y después viene la política, y vienen los diarios y los parlamentarios, y las sentencias y las reticencias, y todo lo que ha habido siempre y que habrá eternamente. Lo señaló Fuster, volviendo de uno de esos encuentros de escritores catalanes y castellanos de finales del franquismo, cuando parecía (sólo parecía) que había tanta simpatía y tanta buena voluntad. La conclusión de Fuster se hizo célebre, y era definitiva: «En Madrid, todo es visigótico «. No en una sola materia, sino en muchas. Más valdrá, pues, que pensamos en otra cosa.