No confío para nada en la posibilidad de que la clarificación conceptual académica de un término del que se abusa en política pueda deshacer los entuertos que provoca su aplicación inadecuada. La política no está para perder el tiempo en precisiones terminológicas, sino para usar las palabras como dardos contra los adversarios, y por esa razón les saca punta para que la herida sea más profunda. Ha ocurrido en la última década con la palabra nacionalismo, a la cual se ha conseguido pegarle todo tipo de sospechas: agresividad, exacerbación, desprecio al otro, victimismo, exclusión, xenofobia… Da igual que un historiador de las ideas tan extraordinario como Isaiah Berlin escribiera magníficos textos demostrando hasta qué punto era imposible comprender el mundo actual sin la fuerza del nacionalismo. Ni sirve que se demuestre el nacionalismo de los supuestamente no nacionalistas, como hizo quince años atrás Michael Billig en Banal nationalism.
Ahora, en este país ya no se reconocen como nacionalistas ni los propios defensores de esta gran nación aun en construcción, Catalunya, y que en su día lo fueron con orgullo. Por no hablar de esa rara teorización de un cierto independentismo que también hace ascos del nacionalismo.
Pero que no confíe en las posibilidades de un triunfo de la razón en el campo de batalla político no significa que renuncie a señalar el abuso. Y es que en los últimos años, ganada la batalla conceptual contra el nacionalismo, ahora los cañones apuntan a la idea de identidad y lo identitario. Desde el principio de su mandato, el president José Montilla se mostró especialmente sensible a no quedar atrapado en las cuestiones identitarias, sugiriendo que estas se podían separar de las políticas sociales y progresistas en general. No se trata de una manía particular de nuestro presidente, sino que supongo que este bebe de esa agua abundante y tan bien distribuida por cierta prensa y sus ideólogos. Ni que decir tiene que esta alergia hacia lo identitario tiene un radio de acción muy localizado: se trata de una prevención a todo lo identitario catalán que pueda marcar un ámbito de reconocimiento que lo distinga de lo identitario español.
Mientras, la identidad española, en la medida en que tiene el apoyo del Estado, no tiene que vencer ninguna resistencia y aparece como algo natural, contrariamente a la obsesión identitaria catalana.
Como suele decirse, viajar cura los localismos. Precisamente, la semana pasada estuve en Madrid y pasé por delante de la sede del Instituto Cervantes en la calle Alcalá y pude enterarme de algo que me había pasado por alto. El 21 de junio se había celebrado el segundo día del Español (no del castellano) en los 70 centros de los 42 países en los que tiene centros abiertos, con más de 300 actividades. La calle de las ciudades en las que están sus delegaciones se convirtieron en “plazas del Español” por un día, con conciertos, talleres infantiles, recitales de poesía y muestras gastronómicas. Posiblemente, no me había enterado porque el despliegue no mereció ningún reproche en ningún foro de debate periodístico por el alto dispendio en actividades de fervor identitario en tiempos de crisis, iniciativas que como se sabe “no interesan a la gente”. Aquí, ni Sánchez Camacho ni Rivera tampoco dijeron ni mu. Lo que sí desequilibra el déficit público español son las cinco delegaciones extranjeras de la Generalitat.
Identidad es un concepto de fácil manipulación porque a la gran complejidad epistemológica de un uso riguroso le corresponde una fácil simplificación ideológica. Para empezar, la identidad, como proceso de reconocimiento social, no es algo esencial e inamovible que se posea en lo más profundo de un individuo o una colectividad, sino un proceso siempre abierto y cambiante. Y, por esa razón, no se escapan de la lógica identitaria ni los que reniegan de ella. Vean el último debate sobre la prohibición de las corridas de toros. Algunos aseguraban que no se trataba de nada identitario (querían decir antiespañol), sino de la mera defensa de los animales. ¿Es que el compromiso con los derechos de los animales no tiene muchísimo de proceso identitario en la medida en que busca ser reconocido en oposición a unas prácticas salvajes ? Sí, el debate entre salvajes y civilizados es también identitario. Y son debates identitarios los que propone el feminismo, las escuelas artísticas y filosóficas, las reivindicaciones juveniles, los gustos musicales, por no decir las oposiciones entre culturas sindicales, políticas o empresariales. Todos somos identitarios,ya que nuestras ansias por existir se traducen en luchas sociales por el reconocimiento.
En un discurso del pasado Onze de Setembre, un alcalde socialista distinguía entre el patriotismo identitario y el patriotismo de la buena gestión, ejemplarizada por una inversión en servicios sanitarios. Esta disociación conceptual forma parte del combate político contra lo identitario -reclamado por el PSC a sus alcaldes- cuando las reivindicaciones independentistas crecen. Pero lo cierto es que la defensa de unos servicios públicos de calidad también tiene que ver con la identidad política de quien los prioriza, y por tanto, no es menos identitaria que cualquier otra voluntad de reconocimiento público. Si el problema es que unas identidades molestan más que otras, que se diga claro y se señalen. Pero, por respeto a la verdad, que no se pretenda distinguir entre debates identitarios y todos los demás.